En el Día del Escritor, publicamos un relato de Mónica Carretti.
El Vendedor
No podía despegar mis ojos de la ventanilla del viejo micro por el abanico de colores que se presentaba ante mis ojos: casas anaranjadas, amarillas, ocres; todas rodeadas de reverdecida vegetación por el clima caribeño. Llovía, pero no lo suficiente para empañar el hermoso espectáculo arquitectónico que de a poco comenzaba a desarmarse en el suburbio.
Yo viajaba de Mahagual hacia Bacalar, un pequeño pueblito de mil habitantes dentro de la Península de Yucatán a conocer su laguna de siete colores.
El traquetear del colectivo ayudaba a que algunos pasajeros entraran en estado de somnolencia. En el fondo, una decena de mochileros charlaban y se reían ruidosamente; los demás viajeros, por apariencia, iban a trabajar.
Me sentía en estado de paz. Me estaba dejando ser cuando el micro se detuvo casi en el medio de la ruta. Subió un hombre de edad indefinida, saludó confianzudamente al chofer y comenzó a emitir un discurso sobre el buen vivir, lo importante de alimentarse bien, como así también llegar a no sentir dolores corporales ni rigidez en la columna vertebral. Ofrecía la receta de la felicidad mágica, milagros inexistentes: pastillas con tantas propiedades que reemplazaban un desayuno el cual cubría las necesidades básicas para tener una jornada llena de energía; también prevenían y curaban los dolores de espalda producto de los esfuerzos realizados por trabajos en exceso. Además daban calma, relax y garantizaban un buen dormir.
El discurso persuasivo era tan barroco, que dejé de mirar por la ventanilla, pues quedé obnubilada frente a semejante y grotesca argumentación.
Ningún turista compró las pastillas, pero la mayoría de los pueblerinos sí. El señor que viajaba en el asiento contiguo al mío contaba el dinero pero no le alcanzaba para adquirir su felicidad. El vendedor, en voz baja le preguntó:
_A ver ¿cuánto tienes? Y el hombre, con su rostro levemente ilusionado, le mostró todo lo que poseía.
El vendedor de ilusiones le retiró la plata de su mano y casi sin contarla le dijo: _llévatelas, las necesitas.
Y mi compañero de asiento sonrió feliz.
Giré mi cabeza hacia la ventanilla. Seguía lloviznado; algunas casas pasaban con sus frentes de colores maravillosos, pero mi mente quedó en blanco hasta que llegamos a Bacalar, el pueblito con su laguna de siete colores.
Mónica Carretti
Comentarios de Facebook