Porque aún no sabía qué era un “mercado persa”, y tío Rogelio nos contaba cuentos que mezclaban las tradiciones de oriente de forma indiscriminada, en mi incipiente imaginación de futuro trotamundos, le atribuía esta imagen a ese almacén, cada vez que entraba a “lo Belesia”.
Belesia y Martig bromeaban su rápido humor con la gente (para mí, una multitud) congregada delante del enorme mostrador de madera pulida por el pasar de tantos artículos allí depositados un breve instante, de las manos de los dos hombres que comandaban el negocio a las de los clientes, que agradecidos pagaban y saludaban con un ‘hasta la próxima’.
Belesia era un hombre de cabellos extremamente lacios, peinados hacia atrás –entremezclándose su rubio color con las cenizas que los años le habían conferido, junto a la autoridad de su carácter patriarcal. El estrecho marco de sus anteojos, de un carey de ámbar translúcido, aprisionaba cristales cuyo grosor considerable destacaba el tono acuoso de sus ojos claros. Lo recuerdo con una camisa beige de cuadros demarcados por finas líneas sepia, tiradores al tono que se abotonaban en “Vs” invertidas al pantalón, alto en la cintura. De las mangas cortas de su camisa emergía un par de brazos levemente pecosos, cubiertos de vello claro. Estas extremidades acababan en unas manos grandes que armoniosamente cortaban la húmeda levadura con un hilo de coser negro. De forma diestra, con el cuerpo suavemente arqueado sobre el mostrador, Belesía bajaba en forma lenta y cuidadosa el hilo que tensaba con sus dedos, así separando con la hebra y su negro contraste, del sólido bloque rectangular de levadura lechoso-blanquecina, la sección que de inmediato pesaría en la balanza para después envolverla en papel manteca, como si fuera una joya. Este gesto deliberado me deslumbraba hasta la parálisis total. Ese acto y ese momento eran para mí tan trascendentales como aquel que presenciaba domingo a domingo en el altar de la iglesia –ensordecido por el estupor silencioso de la Consagración de la Hostia.
Existía una atmósfera de refugio en ese ambiente de materiales cálidos, orgánicos –objetos, artefactos y productos en su mayoría comestibles, o la materia prima que se tranformaría en alimentos en las cocinas de nuestras madres.
Creo recordar que había –al entrar– un bloc de taloncitos, fijado a la pared interior, a la derecha de la puerta de entrada. Se arrancaba uno de los papelitos numerados para esperar entonces que llegara el momento de ser servido, progresivamente –sin los sobresaltos del azar de la tómbola arbitraria e idiosincrática que decide los premios de la Lotería Nacional, o el desorden que impondría una atención basada en la pura prepotencia o el despropósito de algún bruto (palabra de mi madre, ¡Amén!). No: todo era calmo y cortés. Los parroquianos esperaban sin impaciencia que llegase su turno, charlando en frases espaciadas por silencios de duración más o menos considerable. Una persona más entraría con un “buenas tardes” algo embarazado; pero unos minutos después su voz de volumen intimista se uniría a esa charla semiociosa de quienes no temen que el futuro huya en ese intervalo de espera. Y esa también era mi espera: a la sazón, yo tan sólo un niño pequeño “haciendo los mandados” –la única obligación laboral de mi infancia privilegiada.
Mis ojos recorrían el espacio lleno de misterios, sorpresas –y reconocimiento de lo tantas veces visto. Nuevamente a la derecha, la pared lateral cubierta del techo al piso por las latas de galletas. Hojalata cúbica con ventanas circulares como ojos de buey, donde se exhibían las Express de Terrabusi, las Criollitas, las Bagley, las Manon, las Ópera, las rosquitas con su dulce esmalte rosa o blanco – masitas de tantos otros tipos y marcas menos publicitadas, que el tiempo fue erosionando de mi memoria hasta transformarlas en olvido. Ordenadas vertical y horizontalmente –en columnas y filas, todas de frente hacia el exterior– sugerían, por su aspecto y forma, la cornucopia absoluta de texturas, colores, aromas y sabores. Esto llenaba mi boca de una saliva golosa, que yo –inmobilizado– deglutía al observar ese paraíso de la golosina, idealizado en una dulzura potencialmente latente y eterna.
¡Qué alegría cuando Martíg salía por la abertura a la izquierda del mostrador para dirigirse a las latas! Martig era risueño, de cara ovalada y ojos llenos de estrellitas brillantes, cabello negro semi-enrulado que dejaba al descubierto las amplias entradas y la calva incipiente. En mi recuerdo, su camisa era blanca o celeste pálido –desabrochados los dos o tres botones superiores la entreabrían de forma tal que su pecho de piel fina y blanca quedaba a la vista, y las mangas cortas mostraban unos brazos rollizos, pero no gordos, medio lampiños. Todo esto le confería un aspecto de limpieza y pucritud totalmente apropiadas a su función de expendedor de vituallas. Más bajo que Belesia, tal vez; cariñoso y bromista, él siempre significaba para mí la promesa de alguna galletita gratis.
Con la punta de la pala de harina, o sus propios dedos de gruesas pero delicadas uñas de almacenero, abría la tapa circular de la lata que contenía las galletitas o masitas solicitadas. Este era un episodio deslumbrante, tan ardiente como el del Corte de la Levadura: su intensidad me hacía vibrar como si una jaula de zoológico hubiera sido liberada y asomase un tigre de Bengala –el hocico húmedo y el brillo marfilino de los colmillos temibles– como lo evocara en su poema ¡Tigre! ¡Tigre! el sublime William Blake.
Martig colocaba las galletitas en una bolsita color madera que segundos antes había desplegado a la tridimensionalidad, después de haberla tomado de una pila donde se hallaban plegadas como si fueran hojas de papel, cada una en su compartimiento correspodiente – que contenía bolsitas de un tamaño particular, que seguro determinaba su capacidad, quizás su peso.
Martig regresaba al mostrador; mis ojos lo seguían, entonces encontraban la pared posterior del almacén. Allí se hallaba la promesa de lo prohibido: los paquetes de cigarrillos, Imparciales, Colorado, Derby, Saratoga, Monterrey, y los Particulares. Muchas veces, corriendo, había cruzado la calle con monedas en las manos, enviado desde el corralón de Amigo y Cataldo, en la vereda de enfrente. Iba a comprar dos o tres atados, haciéndole un mandado a Cherro, Bohle o Pancho –los peones de la cochería. Entraba a lo Belesía para decir alto e inmediato: “Para Cherro, tres Particulares de quince” (a veces, “… de doce, para Pancho”). En ese entonces, eso significaba centavos. Los centavos exactos en mi mano me habilitaban a evitar “la cola”. Ni bien profería mi solicitud, Martig o Belesía en un “pase de manos” tomaba de forma simultánea las monedas mientras me entregaba los atados, demostrando de modo obvio y gráfico que esta excepción no alteraba la metronomía del rítmico devenir almacenero.
Cuando la providencia me bendecía desde los cielos, coincidía mi egreso del local con la exacta emergencia desde la trastienda o depósito –por una puerta en la pared a la izquierda del mostrador– de Caíto Belesía, portando dos canastas de mimbre con los pedidos. Caíto era un muchacho algunos pocos años mayor que yo. Alto y fuerte, siempre peinado de raya al costado –el pelo bien cortado por Crecenzi o Scarfoni se mantenía en su lugar por la firme gomina mañanera, pero muchas veces una mecha escapaba de su jopo, agraciándole la frente.
Con su rostro avezado de piloto de triciclo, era el miembro de la familia encargado de hacer el reparto. Usaba unos enormes pantalones “cortos”, pero que le llegaban hasta las rodillas. Cubrían la cintura de los mismos los faldones desplegados de la camisa de mangas cortas (la remera todavía no hacía parte de nuestra vestimenta). La sonrisa de Caíto era amplia y con un dejo permanente de sabia ironía –una sonrisa que era tan integral a su rostro como la existencia de su nariz; o de sus ojos, tan penetrantes como las dagas de Toledo.
Caíto me acariciaría la cabeza después de depositar las canastas en la caja del triciclo, me levantaría con sus poderosos brazos de repartidor, y me depositaría a mí también en la caja del triciclo, junto a las canastas. Entonces pedalearía erguido pero remolón y relajado –sin prisa, en absoluta sincronía con el devenir paradisíaco del Baradero de esos años dorados– primero levantando alto las rodillas para después bajarlas empujando despacio los pedales, silbándome alguna de sus melodías, hasta llegar a la esquina de San Martín y Oro. Sentado, mirando hacia adelante, yo me inclinaba levemente al sentir cómo el triciclo giraba describiendo una curva amplia hasta alcanzar la vereda del este. En dos o tres pedaleadas más, el vehículo impulsado por la sangre humana de ese hijo del amacenero pasaría frente a la vidriera de La flor del día –la casa de Salvi, Ricardo y Sarita Sued. Al final el pedal central del triciclo –su freno–lo inmovilizaría a las puertas de la Joyería Pezzini.
En su primera entrega, Caíto acababa de conducirme, con mis mandados ya hechos, a la familiaridad de mi hogar.
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New York City, 7 de octubre de 2015.
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