
Una máquina diésel eléctrica, de las que tantos kilómetros recorrieron llevadas por sus conductores.
En ocasiones sucede que una mera coincidencia nos permite conocer cosas que sabemos, recordamos por haber leído, pero a veces, y éste es el caso, nos las relatan los mismos que las han sufrido.
El relato tiene algo de magia, el lenguaje, esa maravillosa herramienta que nos permite conocer y conocernos, nos aporta cosas impensadas e inesperadas por lo tanto.
Un banco, una espera y a nuestro lado, una persona a la que jamás habíamos visto o notado antes. Se trataba de un hombre bajo de estatura, de físico pequeño y hasta endeble a primera vista que nos identifica por nuestro nombre. Recuerda determinado momento en el que la defensa del servicio ferroviario nos ocupó tiempo y revela que fue, hasta que lo dejaron cesante como a otros miles, maquinista ferroviario.
El hombre habla con un no disimulado orgullo de su trabajo, al igual que lo hacen prácticamente todos los antiguos ferroviarios. Recuerda a sus compañeros, muchos de ellos ya fallecidos y nos revela qué fue de su vida luego de ser despedido por las políticas de aquél presidente que dijera una de las frases más ridículas e irresponsables de nuestra historia: «Ramal que para ramal que se cierra».
El señor que hablaba a mi lado fue foguista durante años y, en un momento, se animó a dar el salto; se preparó adecuadamente, estudió lo necesario y rindió el examen, que aprobó, para que se lo habilitara a conducir la máquina tractora de un tren, ¡pavada de responsabilidad! Eso le permitió volver a integrarse a su familia, de la que el trabajo lo había mantenido apartado durante años ya que sus tareas las realizaba en la localidad bonaerense de San Martín de lunes a viernes, regresando cada fin de semana a nuestra ciudad para pasar esos días con los suyos.
Todo parecía encaminarse en la vida de nuestro ocasional interlocutor, pero llegó el abrupto cambio que lo dejó sin trabajo. «Salí a juntar fruta, trabajé como peón de albañil» confesó el hombre mientras pensábamos en la insensatez que representa, no ya cerrar ramales ferroviarios, sino enviar a juntar fruta a personas capacitadas para realizar una tarea difícil para la cual el estado invirtió tiempo y dinero.
«Me falta menos de un año para jubilarme, vivo con una hija y tres nietitos, mi mujer se fue cuando empezó a escasear el dinero en la casa. Antes iba todo bien, yo era el que aportaba en tiempo y forma, pero cuando dejó de ser así, me tuve que separar» nos dijo con una amargura que se reflejaba de manera evidente en su mirada.
¿Cuántas historias similares existirán? ¿Cuántas historias como ésta se repetirán?
G. Moretti
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