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Un viaje lleno de ilusiones

Un viaje lleno de ilusiones

Un viaje lleno de ilusiones

02/12/2017

Categoría: Interés general, xHoy2

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Foto ilustrativa

María Gammicchia concursó este año en el ámbito Cultural de los Juegos Bonaerenses. Participó en Narrativa en la categoría Adultos Mayores. Con su escrito superó las distintas instancias hasta llegar a la final provincial en Mar del Plata.

A continuación, compartimos su producción titulada “Un viaje lleno de ilusiones…”

Hace algo así como 57 años atrás, en un bellísimo lugar de Sicilia, con un mar verde esmeralda, blancas arenas e imponentes montañas con sus pucos cubiertos de nieve, con un sol travieso que acá y allá jugaba a formar el arco iris más lindo, más brilloso y colorido, vivíamos mi papá, mi mamá y yo.

Yo era muy pequeña pero comprendía que la vida diaria era muy difícil, no por falta de voluntad o ganas de trabajar, sino era muy difícil porque recién y al fin, tristemente al fin, había terminado la guerra. Mejor dicho las guerras, ya que en Europa tuvimos dos grandes y dolorosas guerras mundiales, más la terrible explosión de la Bomba Atómica en Hiroshima (Japón) que afectó no solo a Japón, también a toda Europa y su alta radiación a todo el planeta, provocando muertes, pestes, enfermedades, deformaciones humanas, etc.

Sicilia fue parte de todo lo que imaginamos. Quedaba destrucción, desmantelamiento, muertes, tristezas y seres humanos enfermos, muy enfermos por la gran contaminación de la radiación nuclear, ésta mismo hizo que la tierra no produjera nada. Los animales de granja estaban enfermos, todo era desolación, sólo las sabías plantas de castaños, olivos, nueces, vides y almendros resistían y parecía que se fortalecían por darnos algunos frutos sanos, pero los cultivos de trigo eran muy pobres y la vida era muy muy complicada.

El jefe de familia, que era mi papá, junto a quien era su incondicional apoyo, mi mamá, un buen día tomaron la decisión (tema del cual yo no tenía noción) Iban, venían, consultas, cartas, gente con quien hablaban mucho…

La vida se seguía desarrollando dentro de los niveles relatados.

Yo concurría al último año del jardín, con mi impecable guardapolvo negro, cuello BB blanco. Tenía muchos amiguitos en el jardín y en la vecindad. Pasó el tiempo y empecé la escuela (que me gustaba mucho) Aprendí rápido a leer y escribir. Ya casi terminando primer grado y al regresar a mi casa me encontré con algo distinto, raro, que llamó mi atención de niña. ¿Qué sucedía en el hogar? Gente, lágrimas, abrazos, miradas cargadas de tristezas y silencios. Mi mamá y mi papá pasaban de abrazo en abrazo. Mi mamá con los ojos llenos de lágrimas y mi papá con gesto de qué sé yo.

Mis abuelos me abrazaban y estrujaban contra el pecho como queriendo protegerme. ¿De qué? ¿De quién?

Al fin quedamos los tres solos. Mi papá y mi mamá se sentaron y me contaron lo que estaba pasando: “En 15 días partimos hacia un país que se llama República Argentina”, me explicaron (sin que entendiera bien) que era un país que nos abría los brazos generosa y solidariamente y nos daba la posibilidad de trabajar. Con mis apenas seis años comprendí lo que pude.

Llegó el día, el día de la partida. Muy temprano llegaron mis queridos abuelos, que me abrazaban y abrazaban como queriendo meterme dentro de su pecho. Vecinos, amigos, familiares, conocidos… miradas, lágrimas, abrazos, consejos, recomendaciones, tristeza, mucha tristeza. Adiós, muchos adiós, hasta siempre, muchos hasta siempre.

Estábamos por iniciar un viaje lleno de incertidumbres, responsabilidades, miedos, ilusiones, esperanzas, metas que se puedan hacer realidad, deseos; sí, deseos de lograr una mejor calidad de vida en Paz, con los fuertes brazos de mi papá y mi mamá.

Salimos de nuestra ciudad, con los ojos llenos de lágrimas, que no permitían ver en derredor. Viajamos en tren y llegamos al puerto donde embarcaríamos. Con nosotros venía un cargado equipaje de baúles que incómodo nuestros movimientos. Baúles con ropas, muebles, herramientas de trabajo, bicicleta, máquina de coser y muchos baúles imaginarios llenos de esperanzas e incertidumbres, de lo desconocida a conocer, de lo que será, de que nos depararía ese viaje. En la boca, un sabor amargo de dejar abuelos, tíos, primos, hogar, animales, etc.

Luego de muchos trámites embarcamos en un enorme barca llamado Salta, de color blanco, que para mi corta edad era un monstruo por lo enorme. Medía como una cuadra y se balanceaba en el mar. Adentro era una moderna ciudad: cómodos camarotes, comedor, cocina, sala de juegos, cine y al finalizar un pasillo una preciosa y bella capilla, con Jesús y sus brazos extendidos que parecían decir: “Bienvenidos hijos, no se preocupen. Yo los protegeré”. Maravillosamente llenaba nuestra alma y nos daba confianza y tranquilidad ante la dura tarea que nos esperaba.

Pero no todo fue lindo en nuestro viaje cruzando el Océano Atlántico. Dos terribles tormentas golpearon muy fuerte el barco cargado de miles de inmigrantes. Olas gigantes lo envolvían y nosotros preparados con los chalecos al escuchar el sonar del SOS de alarma de posible evacuación hacia las lanchas de emergencia. Ahogaban de temor y pánico nuestros corazones. Recuerdo la frase de mi papá: “Hubiese sido mejor si nos quedábamos en tierra firme porque el mar no tiene fondo”. Luego de cada tormenta el mar se calmaba y todo seguía normal rumbo a Argentina.

Yo me hice muchos amigos en el barco y pasábamos mucho tiempo en la sala de juegos. También acompañaba a quien necesitaba ir al doctor, dentista, farmacia. Todo esto estaba ubicado en el cuarto subsuelo del barco y se llegaba a través de una escalera metálica. Un día yendo al doctor con mi mamá (por ser curiosa) me resbalé de la escalera y rodé muchos escalones. Frené en las botas de un señor vestido de blanco y azul, con rayas doradas en los hombros y un gorro blanco con un ancla dorada en la frente. Era el Capitán del barco. Éste para que yo no llore y me olvidara dele golpe me invitó (junto con mi mamá) a conocer su oficina. Mis ojos no terminaban de asombrarse. Una gran mesa llena de planos, muchos radios o algo parecido. Radares, oficiales, marinos trabajando y lo más lindo fue ver a través de algo así como un telescopio enorme, el mar no tenía fin y ver cómo se juntan el mar y el cielo a lo lejos. Ah, y mirando hacia atrás el camino que dejaba el barco en el mar. No fue todo. El Capitán me hizo observar por los ojos de buey y con mucha alegría vi como los curiosos pececitos de distintos colores pegaban su boquita al vidrio de la ventana y miraban hacia adentro. Me dijo que hace eso porque son curiosos y les llama la atención la luz.

Fueron pasando los días y, luego de amarrar en Brasil y Uruguay, llegamos al puerto de Buenos Aires un frío 16 de mayo de 1960 luego de 29 noches y 30 días de travesía. Allí fuimos recibidos por familiares (que ya espetaban aquí) con mucha emoción y alegría. La recepción en esta nueva tierra fue buena pero chocábamos con muchos inconvenientes: no conocíamos el idioma, no entendíamos ni nos entendían; no conocíamos el dinero, la cultura, las costumbres, los alimentos eran otros, el clima distinto. Nos costaba desenvolvernos. Tal fue así que escribí una carta a mis abuelos para volver con ellos. Pero con mucho sacrificio y amor con el correr de los días nos adecuamos y arraigamos a esta maravillosa y generosa tierra, trabajando y estudiando conformamos una bellísima familia en la cual tenemos raíces en una querida tierra lejana pero nuestro corazón en este hermoso y gran país.

Hoy día agradezco a Dios y a mis padres por la sabiduría, el amor, las garras que pusieron al haber tomado creo, la determinación correcta en el momento justo, puesto que gracias a su decisión tengo una hermosa familia de la cual estoy orgullosa.

Dedicada esta narración a mi querida ciudad de Baradero, que nos abrió las puertas con tanto amor y nos permitió formar nuestro futuro. Y con todo respeto y amor a la memoria de mi querido Papá y a mi querida Mamá.

Por María Gammicchia

Publicado por Semanario La Autentica Opinión (Edición del 24-11-17)

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