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El Regatas en verano – Por Hugo Pezzini

El Regatas en verano – Por Hugo Pezzini

El Regatas en verano – Por Hugo Pezzini

17/12/2017

Categoría: Interés general, xHoy2

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Cuando la furia de los elementos no abate su irracionalidad sobre secciones de la corteza terrestre –causando la desdicha de flora, fauna y humanos; cuando el espíritu de las aguas no ha enloquecido –arrasando todo aquello que halla a su paso; cuando el líquido elemento de cielo y tierra no se ha transformado en un enemigo férreo –invadiendo insolente la tierra firme; cuando el Río Baradero se desplaza obediente por los meandros de su cauce plácido —llamando a tardes bucólicas de quietud, o fortificantes de actividad física, así atrayendo a los habitantes del pueblo a su proximidad— existe, ha existido y siempre existirá como posibilidad de placer, el Regatas. . .

¿Cómo empezar a pensar, a recordar, describir, ese lugar paradisíaco que iluminó los veranos de nuestra infancia, de nuestra adolescencia, con la luz difusa que se filtraba a través de los sauces que lavaban sus melenas en la bahía? ¿Cómo hablar de esa distancia –entonces enorme— desde el centro, que debía cubrirse “haciendo dedo”? Todos de pie, inmóviles en la esquina del Colegio San José, con nuestras toallas enrolladas bajo las axilas para proteger la malla; nosotros, una barra de muchachones unidos en el deseo de la providencial aparición del camión del sodero Salaberry, porque Grasso nos dejaría sentarnos sobre los cajones repletos de sifones, para emprender el viaje por la bajada –destino final: Club Regatas.

Vivíamos una etapa muy temprana de nuestra existencia, por eso el pueblo era ese espacio perfecto, desprovisto de referencias comparativas que pudiesen empañar su lustre. En consecuencia el club era nuestro paraíso de todo verano –espacio anhelado desde el centro durante las largas estaciones que lo precedían y lamentado en saudades durante la totalidad de las que lo sucedían –una circularidad metafísica del deseo–, esa descomunal sed de náufragos que satisfaríamos otra vez cuando llegase el verano, en cada tarde pasada en el club.

La omnipresencia del Regatas era Pica, el “casero” [en mi imaginación marinera, el “contramaestre”]: un delgado personaje de película muda, un señor de bigote finito y ojos pícaros; pantalones “pescadores” que le dejaban los tobillos a la vista; una boina vasca cubriéndole el cráneo ad eternum, y un pucho diminuto incrustado de forma permanente en la comisura de los labios angostos y resecos. Su vivienda dentro del club estaba emplazada de modo estratégico en la esquina más cercana a los muelles del puerto, por lo tanto esta era la primera construcción que divisábamos al doblar la curva frente al Bar El Portuario. Si llegábamos a pie, nos deslizábamos bajo el alambrado ahí mismo, frente a la casa de Pica y, con su beneplácito pero ensordecidos por los ladridos de su perro, nos dirigíamos hacia los vestuarios cruzando el club ‘a campo traviesa’. Entonces tomábamos el atajo por dentro de las dos canchas de tenis contiguas, si este cuadrilátero de tejido de alambre estuviese abierto. Accedíamos y egresábamos por sus puertas laterales, que se abrían y cerraban en los puntos exactos de emplazamiento de los postes de las redes. Ni bien pisábamos sobre el polvo de ladrillo, enrojeciendo el yute de nuestras alpargatas, cuando la Diosa Fortuna nos concedía la gracia de que él estuviera jugando, tal vez oiríamos la demandante y grave voz de nuestro héroe polideportivo local, nuestro Charlie Menditeguy baraderense: Julio Manuel Genoud. Siempre impecable y peinado con gomina a la Gardel, éste aprovecharía nuestra presencia para demandar a manera de peaje una pequeña tarea: recoger para él los instrumentos volátiles de ese deporte –que se hallaban temporariamente esparcidos por los rincones y extremos de la cancha: “Las pelotitas, muchachos. Las pelotitas, por favor”. Las juntábamos con premura y tratábamos de lanzarlas con precisión milimétrica a sus manos. Julio Manuel en vez de empuñarlas optaba por dar un toque magistral con su raqueta, golpeándolas con brazos musculosos que las redirigían hacia las alturas, para entonces sí tomarlas en su descenso, una tras otra, con el movimiento malabarista de su mano izquierda, y así las iba insertando con la misma rapidez en el bolsillo, donde ellas abultaban todavía más la forma masiva de sus muslos, que se insinuaban poderosos a través de su minúsculo short blanco (no había colores en el tenis aún, por ese entonces).

Pero si Fortuna hacía que saltáramos del camión sodero frente a los dos portones principales, el de ‘acceso al club’ propiamente dicho y el de ‘acceso al muelle’ del Regatas, nos era dado entrar por el frente: en esos años no había garita ni ningún otro tipo de mecanismo restrictivo, y el ingreso dependía tan sólo de nuestras propias piernas y la disposición de internarnos en ese espacio aparentemente abierto a toda la humanidad. Pasábamos primero frente al salón de botes, donde estaban las cuatro rápidas tartanas, los tres doble par, un par de enormes chinchorros, y el delicado y frágil cuatro novicios (remar en esta embarcación hacía necesario que aceptásemos como timonel al patriarca y capitán del club, el adusto “Viejo” Poletti). Además se hallaban allí no sólo todos los remos sino también el libro de bitácora donde debíamos anotar (con precisión diaria y horaria) la salida y regreso de la embarcación que usáramos –fuese ésta el último vehículo deportivo, o fuesen las canoas angostas F o las anchas A, siempre amarradas en la costa –su gris industrial contrastando con el borgeano “color de león” de nuestro río. Algunos años más tarde llegarían los par simple que permitirían a nuestras novias de turno actuar de timoneles mientras nos observaban, sentados frente a frente, remar hacia el sauzal de la isla en la Vuelta brava, o internarnos por el Arrecifes –soledades propicias a las caricias amorosas.

No obstante, era cuando uno decidía navegar en estos bajeles o acceder al tesoro más recóndito del club, más allá del salón de botes y la cancha de básquet —la pileta— que finalmente se comprobaba la exclusividad de la institución. Tanto remar en los botes como zambullirse en esa piscina demandaba la tenencia del carnet de socio o de pileta. Este último debía presentarse a Ester Cándido, la chica del medallero, quien nos entregaba una medalla metálica con un piolín, que usábamos como pulsera en nuestra muñeca, identificándonos así como 1) “al día con los pagos de socio”, y 2) “en estado de buena salud”: El carnet era un cuadernito de cartón color rosa-amarillento con cuadrados donde el Doctor Mori pondría a cada tantos días su firma, atestiguando así la ausencia de micosis en nuestros pies y venéreas en nuestros genitales. El resto de las enfermedades eran insospechadas y desconocidas para nuestra condición de bañistas.

Las aguas de la pileta eran una mezcla azul-verdosa y tibia: agua muy fría que brotaba de un caño circular a la derecha de la escalera “de lo hondo”; y agua caliente y algo aceitosa que emanaba de una abertura vertical de cemento (bajo el “trampolín grande”), que llegaba a la pileta después de haber sido usada para enfriar las máquinas de la usina de energía eléctrica local.

La pileta, a la sazón la única y eterna del club, era elevada; se accedía a la misma por una escalera frontal, para visitantes y público, y otra posterior, exclusiva para bañistas. A su vez, contigua a la escalera de visitantes estaba la puerta al vestuario de damas; y a la escalera de bañistas, la entrada al de caballeros. En los vestuarios había taquillas de metal donde guardábamos, ropas, pertenencias y tal vez el equipo de mate colectivo. Éste demandaba toda una operación logística al comienzo de cada temporada de verano, para determinar no sólo quiénes formarían parte del equipo, sino también las formas rotativas que designarían quién y de qué modo ésta o éste recaudaría los fondos y haría las necesarias compras y reabastecimiento de yerba, azúcar y alcohol para el calentador de aluminio con mecha de estopa o piedra pómez. Esto para no mencionar la provisión vespertina de las indispensables facturas o galletitas. En los vestuarios también se hallaban los baños: al menos en el de caballeros, la sección correspondiente a las duchas era de estilo y características militares: simples “flores” al final de caños suspendidos en el cielorraso, por lo tanto la ducha era colectiva –y así fue que vi por primera vez en Regatas a mis iguales (¡y a adultos!) desnudos. Mis púdicos padres me habían ahorrado la visión de toda y cualquier desnudez (aun las suyas y la de mi hermana), por ende, no la conocí —a no ser la mía propia frente al espejo— hasta que empecé a frecuentar ese vestuario.

Tendría yo, ¿cuántos?, ¿once, doce, trece años? cuando llegué a lo de Demierre para que me tomaran la primera foto “seria” de mi vida. Ésta adornaría mi carnet de socio del Club de Regatas Baradero. Por supuesto que ya conocía el club; había estado allí varias veces debido a la facilidad de acceso y visita que mencioné antes, pero fue mi voluntad de tornar esas visitas en una actividad regular la me llevara a insistir ante mis padres (que no eran para nada frecuentadores de espacios sociales de ese tipo y por lo tanto no estaban asociados a ningún club de la ciudad, ni de ninguna otra) para que satisficieran ese deseo. Finalmente papá había cedido; y por eso la foto, el carnet, el vestuario, la taquilla, y mi descubrimiento de un mundo de cuerpos saludables, deportivos y desnudos –y la interminable espera de los veranos de la costa, del club.

Posterior a la pileta se levantaba “el tinglado” –cuya principal función (ya que no yo nunca pude elucubrar otra que justificase su existencia) era constituir la alternativa obligatoria para hacer y comer el asado si llovía en el día para el cual uno lo había planeado. La planificación durante la semana previa a un asado requería otra logística tan complicada como la que el equipo de mate demandaba: reservar las tiras, los chorizos, morcillas y achuras en la carnicería de Brandly, Rolón o Rivadeneira; hacer el acopio de platos, vajilla y vasos. En la víspera del evento había que retirar la carne; y en el día del asado propiamente dicho, hacer la obligatoria pasada por lo de Savoy o El vasquito en busca del pan recién salido del horno, y por la verdulería de las tías de Polito Capitanelli —“lo Paoloni” en la calle San Martín— para elegir unos tomates, lechuga y un par de cebollas. El vino lo comprábamos en la “conserjería” del club, nomás, de manos del tío de Ester, la medallera. Él nos facilitaría también vinagre y aceite para la ensalada. El asado se comía en las mesas de madera con bancos adosados que había esparcidas por el club, siempre cercanas a alguna parrilla donde la carne crujía y chirriaba apetitosa mientras el asador la controlaba y nosotros jaraneábamos nuestra inspiración abastecida de tinto o blanco.

Detrás del tinglado finalmente se alcanzaban los confines postreros del club –los yuyales olvidados por la cortadora de césped o la guadaña de Pica. Existía allí un portón de hierro por el que se podía hacer una salida no oficial hacia la senda de tierra que, rápida, nos conducía a la parrilla La tablita, contigua al club; al Tiro Federal, a media distancia; o al fin de esta huella de tierra, en la lejana alcoholera; por el camino de la costa, que he descripto ya en este medio: https://www.baraderoteinforma.com.ar/la-costa-por-hugo-pezzini/

Hugo Pezzini

Río de Janeiro – 15 de agosto de 2015

Ilustración: El Club de Regatas Baradero en 1963. A partir de una imagen de Claudio Flores, para Baradero de Ayer y de Hoy (¡Gracias Claudio Flores y Carolina Uffelmann!)

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