Lo más curioso es que el pibe que ideó el viaje, Carlitos Martínez, no apareció a la hora convenida en el muelle del Regatas  —donde habíamos quedado en encontrarnos. Claro que ninguno de nosotros se levantaba jamás a las tres, tres y media de la mañana. Por eso, pacientes —con los remos apoyados contra un árbol vecino al banco de piedra donde nos sentábamos— lo esperamos un rato, mareados de tanto sueño.

Todavía no había amanecido.

Despiertos a semejante hora temprana, nos imaginábamos de estatura heroica. En mi caso, sólo una vez al año veía el pueblo vacío, fantasmal —perdido en niebla y silencio. Papá bajaba las tres persianas de hierro de la joyería y colocaba sobre la más grande un cartel que decía “Cerrado por vacaciones desde el 1ro. de febrero hasta el 1ro. de marzo”.

A las cuatro en punto de la mañana subíamos todos —papá, mamá, mi hermana Pupi y yo— al Chevrolet ’51 negro y rumbeábamos en nuestro viaje hacia el Océano Atlántico. Esa exactitud en los acontecimientos de nuestra vida sólo podía ser la consecuencia de tener un padre relojero, me decía a mí mismo.

El primer trecho del viaje con destino a Mar del Plata eran los siete kilómetros del acceso a Baradero, en dirección a El Chocolatín, el monolito de cemento implantado en el punto donde este camino intercepta la Ruta 9. Al llegar a este monumento recordatorio [“Baradero Primera Colonia Agrícola del país”], el coche giraba hacia la izquierda y encaraba la interminable doble huella de tierra hasta Campana, donde comenzaría el bendito asfalto.

Viajábamos hacia el sur levantando nubes de polvo, a los trancos y barrancos, sumidos en la oscuridad de la hora de ese comienzo del trayecto. Alcanzábamos apenas a discernir las formas borrosas de lentos bólidos enormes con sus cajas y acoplados cubiertos por lonas impermeables Pampero, ajustadas sobre la carga por fuertes sogas o cables de acero. O entonces veíamos jaulas cuyo ganado vacuno se amontonaba entre los barrotes de madera. Si era porcino, generaba un olor a excremento tan intenso que impregnaba la cabina de nuestro automóvil, aún con todos los vidrios cerrados.

La luz mortecina que sobrevivía la polvareda que levantaban esos transportes, sólo nos permitía distinguir la rápida imagen pasajera de uno que otro camión o coche que circulaba a menor velocidad y pasábamos, o los faroles amarillentos de los que cruzábamos yendo en sentido contrario.

Hasta que resplandores rojizos preanunciaran en el naciente la inminencia del amanecer, no veríamos más nada, salvo el camino de tierra, la estrecha banquina y los yuyales que se extendían hasta los alambrados laterales. La pampa infinita permanecía sumida en la negritud espectral de la noche.

Esos eran los recuerdos adormilados que brotaban a mi memoria durante esos minutos de espera —la única asociación existente en mi archivo mental para explicarme de modo racional este momento pre-inicial del día. La inmovilidad y el silencio de la costa del Regatas eran interrumpidos tan sólo por el murmullo del correr de las aguas de nuestro Río Baradero.

Tito estaba a cargo de las vituallas que garantizarían nuestra sobrevivencia alimenticia durante esta semana de aventuras que habíamos planeado con mucho entusiasmo. Estaríamos los cuatro juntos, solos por primera vez, cobijados bajo las frescas sombras de una arboleda que se alzaba en una zona muy lejana y salvaje de la Isla Baradero —según le había asegurado a Carlitos el barquero de quien hablaré más adelante.

Debido a estas condiciones incivilizadas de nuestro destino, yo estaba encargado de proveer el arsenal de seguridad. Además del farol Sol de Noche, tenía en mi poder la poderosa linterna Eveready de tres pilas de papá. Como parte fundamental de ese bagaje, había empacado mi rifle Maheli 5.5mm de aire comprimido y una pistola automática de acero negro mate calibre 22mm, que para ese destino había comprado [cinco mil pesos de esa época] de manos de una mujer hermosa de nombre exótico, Mechtilde. Ésta era una beldad de ojos penetrantes color azabache y de cabellos brillantes, con rulos del mismo tono intenso impregnados de furiosa energía. Quizás fuese su lenguaje corporal aguerrido lo que determinara su apodo en el pueblo, Pepita la pistolera. No obstante, para nuestra imaginación —nutrida durante esos años de la Guerra fría por las novelas noir de espionaje— era su condición de traficante de armas: Machtilde era la esposa del armero René Chabaud; llamado en el pueblo ‘Chabó’, o ‘Yabó’, El francés.

El comercio de este profesional se localizaba en la calle Anchorena, frente a la Escuela Número Uno. A menudo pasábamos largo tiempo petrificados frente al local. Admirábamos los revólveres, escopetas y fusiles; estiletes y cuchillos; navajas sevillanas y de Toledo; proyectiles y municiones de varios calibres. Esta mercadería se exhibía sobre los polvorientos manteles de terciopelo oscuro que forraban las superficies de ambas vidrieras exteriores, y por doquier en el interior: Por dentro, la Armería Chabaud era un bazar caótico de máquinas de matar, expuestas dentro de mostradores de vidrio y vitrinas del mismo material transparente. En el recinto además se distribuían de modo antojadizo esculturas de bronce Art-Nouveau y lámparas Art-Déco de opalina, sobre mesas de caoba y nogal. Saturaban el resto del espacio otras antigüedades también auténticas: un paraíso sensorial fascinante.

En realildad, esa cuadra de Anchorena era una verdadera «santa bárbara» infestada de armamentos. A tres puertas de la armería, un recinto elegante concentraba espadas, sables y dagas; arcabuces, máuseres y pistolas de duelo; condecoraciones y parafernalia militar antigua. Era la vivienda y museo privado del martillero Héctor Perrone, coleccionista de instrumentos de combate vintage —que allí mantenía su exhibición permanente, visitable y observable “only by appointment”.

Casi frente a su casa habitaba el subcomisario González, que seguramente guardaba un arsenal dentro de sus armarios. Sobre la misma vereda, en el centro de la cuadra, del amplio zaguán de una casona con una puerta de dos hojas siempre abiertas entraban y salían a toda hora hombres con revólveres y pistolas a la cintura; algunos inclusive portaban fusiles o ametralladoras: era la Comisaría de Policía local. Hasta el hermano de Pepita la pistolera ambulaba siempre por las calles del pueblo con un revólver Colt Police 38mm en su cartuchera: un uniformado más de esa misma institución.

Pero volviendo a nuestros instrumentos de viaje: además de la comida, el equipaje de Tito por supuesto incluía espirales Caracol y repelente de mosquitos Off, un encendedor substraído a su padre y un bidón mediano de kerosén que utilizaríamos para alimentar el Sol de noche y encender la leña para cocinar. Sin embargo, porque la mayor cantidad de nuestra nutrición se originaría en latas de conserva, también se había agenciado del abrelatas de su madre.

Otra de mis tareas asignadas había consistido en convencer a Jorge Sempio, a la sazón Director de actividades náuticas del club [o algo por el estilo], a hallar un modo de que se ignorasen las reglas que imponían límites para la tenencia temporaria de las embarcaciones del club. Existía la posibilidad de exceder el máximo de cuatro horas. Para sobrepasar ese período de tiempo, se generaba una autorización automática con sólo hacerla explícita en el Libro de Bitácora del Salón de botes. Había que escribir “Más de cuatro horas” en el blanco asignado para Notas, y listo. Pero, de acuerdo a nuestra investigación previa, no había ningún antecedente histórico de retención y uso de una canoa equipada con cuatro remos por una semana entera.

A pesar de admitir dos remeros, éste bote que planeábamos usar no era una de las estrechas y veloces tartanas deportivas largas que llamábamos “los doble par”: la que necesitábamos no era una embarcación de competición, sino la muy especial semideportiva de transporte: Dentro del galpón del club, descansaban sobre firmes bancos de apoyo los dos únicos ejemplares de la que pretendíamos utilizar. Eran naves de amplio casco con espacio para carga en proa y popa, muñidas de cuatro toletes de bronce y cuatro bancos: dos para los remeros [pequeños asientos anatómicos de delgada madera sobre carritos corredizos con rueditas a rulemanes que se desplazaban por un par de rieles] y dos asientos fijos de tablas para los pasajeros. El estándar de estas embarcaciones incluía dos pares de largos y finos remos deportivos con palas curvas cóncavas de longitud media: eran estos remos los que ahora descansaban apoyados contra el árbol, listos para ser usados ni bien llegase Carlitos Martínez. No obstante, este tipo de bote no disponía de timón, por lo tanto demandaba bastante destreza de los remeros en la sincronización de la estrategia de remo durante las maniobras para modificar su rumbo.

Visto a la distancia, el aspecto de estos bajeles era muy similar al de los chinchorros que transportaban pasajeros desde las carabelas y fragatas a los muelles en las películas ambientadas en el Siglo XVIII y aun antes. Entonces, así los llamábamos en el club: los chinchorros. Su casco era una construcción impecable de finos listones longitudinales curvos de madera de ley, fijados al esqueleto con tornillos de bronce. El artista que los construyera los había terminado dándoles varias manos de un barniz calafateador semimate casi invisible. Eran preciosos navíos de trasporte. Perfectos.

A pesar de ser una institución “social y deportiva”, estrictas reglas regulaban el comportamiento de los miembros con respecto al uso de las instalaciones y los artefactos del Club de Regatas Baradero. Por eso mismo, en mi reunión con Sempio manipulé con habilidad la alteración de esta situación rectora, echando mano a un argumento emocional. Mencioné varias veces la fuerte amistad existente entre mamá, papá y él [muy a menudo conversaban en la joyería con gran animación]. Fue así que conseguí ablandar la dura sensibilidad del profesor de educación física y autoridad emblemática del Regatas. Jorge Sempio accedió a interceder ante la comisión directiva para que ésta nos permitiese remar rio arriba, y que así despojásemos al club de uno de estos dos valiosos botes durante toda una semana. De todos modos, la realidad era que estos botes se usaban tan sólo muy de vez en cuando.

Osqui El Petizo Amante estaba a cargo de la organización logística de la infraestructura habitacional de nuestras instalaciones. Se había agenciado de una reja de alambre y hierro para usarla como parrilla. Como backup de iluminación e ignición, llevaba en una bolsa de nailon cuatro atados de media docena de velas de estearina cada uno, y cuatro cajas de fósforos de cera Luxor. Esos no fallaban nunca. Osqui había conseguido una especie de carpa hecha de lona liviana pero impermeabilizada de forma similar al hule. Asimismo traía cuerdas, un hacha para cortar leña con el filo y martillar las estacas de este toldo al suelo con la parte de atrás de la herramienta, y barrotes de aluminio para erguirlo. Su material incluía además algunas mantas y colchonetas para armar el piso interior, que también serviría de cama: desconocíamos todavía la existencia de la sleeping bag —la bolsa de dormir que alguna década más tarde popularizaría la tribu hippie trashumante que la transportaría enrollada sobre la mochila a lo largo de las rutas de las Américas, Europa y el Oriente.

Carlitos Martínez había usado sus contactos para intimar con un barquero, obtener de él información sobre lugares “primitivos” para acampar en la isla, y por fin arrancarle la promesa de remolcarnos con su carguero rio arriba hasta el “oasis” arbolado que este navegador recomendara. Se situaba a algunos “nudos marinos” [como decíamos nosotros, imaginándonos bucaneros] al norte de los arroyos y del Rio Tala —no demasiado distante de la ciudad de San Pedro. Remolcados, además de tiempo ahorraríamos también nuestras energías: sólo las usaríamos en su totalidad cuando tuviéramos que remar el trayecto integral del regreso. En esa segunda ocasión, contaríamos asimismo con la ventaja de navegar río abajo.

Los patrones del barquero [que serían los Spósito de la arenera, quiero creer] no autorizarían jamás que uno de sus navíos de transporte fluvial llevara acoplada “a tiro” una canoa del Regatas cargada de comida, equipo de campamento, y una tripulación de cuatro chicos que apenas habían pisado el umbral de la adolescencia. Además, ¡ni pensar en romper una segunda regla al admitir a esos pibes a bordo de la barcaza! Por eso no podríamos ni amarrar nuestra canoa a la popa del carguero en los muelles del puerto antes de la partida, ni abordarlo. En cambio, deberíamos remar hasta más allá de la Vuelta brava. Este era el punto donde, al hacer la curva, el Puerto de Baradero desaparecía de vista. Entonces bogaríamos hasta donde la costa de la isla enfrenta el sitio en el cual en el futuro El Viejo Poletti construiría el balneario —una zona ribereña en ese entonces desierta. “Anclaríamos” a la espera del arribo del barco en ese lugar de la isla y allí —de modo clandestino— se operaría el enganche.

Así fue que cuando Cacho Martínez, el padre de Carlitos, llegó a la entrada del Regatas trayendo a su hijo en un impecable Renault Dauphine color crema vainilla, entre todos subimos al chinchorro nuestros artefactos para acampar—sin olvidar de incluir en el stock de carga a Tito Bissotto, Osqui Amante, Carlitos Martínez y a vuestro narrador, El Mono Pezzini: la tripulación.  Ni bien estuvimos todos a bordo, Carlitos encontró la forma de interrumpir las severas e insistentes recomendaciones postreras de su papi y todos nos despedirnos de él con efusión.

Sólo entonces emprendimos nuestro viaje río arriba.

A pesar de resoplar por el esfuerzo debido a la resistencia ejercida por el peso de la carga, la corriente en contra, y el estado persistente de modorra que nos dominaba, pasamos frente al puerto pocos minutos más tarde. Mientras superábamos los muelles, vimos allí en amarras al Argo —el barco que más tarde nos auxiliaría para llegar a nuestro destino. La cabina se hallaba ya de luz encendida y el motor ronroneaba en marcha.

Algún tiempo después íbamos ya a buen compás, ahora frente a La Mutua. Las formas aquadinámicas del chinchorro no eran tan sólo un gesto estético del diseño, un antojo bello de quien lo pensó, sino que eran también efectivas. La canoa obedecía fielmente el impulso de los remos y su orden implícita al navío: ¡Adelante! ¡Adelante!

Después de un cuarto de hora, el trabajo muscular nos había despabilado. Tito remaba con el primer par de remos y yo con el segundo. Los hundíamos con determinación, sincronizando nuestro movimiento para empujar las aguas con las palas a la profundidad perfecta: no demasiado hondo, pero sin permitir que se acercaran demasiado al ras de las aguas y perdiésemos torque en un mero salpicado. Además, como éramos hombres  [“Boys will be boys”] y remeros avezados del Regatas, una demanda interna de nuestro ego competitivo nos compelía a mantener la elegancia de nuestro estilo.

En el banco de popa, Osqui —que en el futuro sería músico, sonidista e iluminador de espectáculos musicales— rompía el cuasi silencio de la prealborada baraderense con la melodía que interpretaba en el rasguido claro de su guitarra acústica, Gavilán Pollero, el rock de Los Pickups. No nombré este instrumento al clasificar la lista de objetos que traíamos a la isla porque era parte integral de la existencia dinámica de Osqui Amante. Es decir, la llevaba a todas partes. Cantaba el Gavilán en su registro límpido, imitando a la perfección el estilo y la voz nasal “sufriente en los vibratos” del líder de esa temprana banda de rock argentino, Horacio Ascheri —a quien todos admirábamos sin restricción.

Carlitos era el chico más relajado de nuestro grupo. De ojos profundos y soñadores, era la proto-encarnación de lo que hoy se considera un “tipo cool”. Mirando hacia nuestro destino, iba sentado de frente en el banco de popa—ejerciendo la función de “timonel vigía” de facto ya que su vista aguzada y su voz vibrante nos guiaba por las tinieblas del río a esas horas. Era necesario que nos orientara oralmente [“Dos remos hacia el medio”… “Más lejos de la costa…”] porque nuestro vehículo demandaba que adoptásemos la posición de remo de las embarcaciones deportivas y canoas del club: Navegábamos de espaldas a la obscuridad; no de frente, como lo hacían los remeros en los chinchorros de las películas de piratas que tanto nos gustaban. Éstos siempre remaban mirando hacia adelante, y a veces hasta de pie.

Remamos largo rato aguas arriba por la margen de terra firma, pero al acercarnos a La vuelta brava aumentamos la profundidad relativa de inmersión y la intensidad de empuje del remo izquierdo con respecto al derecho [“Izquierdo…”, “Izquierdo…”, “Izquierdo…”, marcaba el ritmo con la voz, Carlitos], para que la embarcación se fuese desviando hacia nuestra derecha y entonces cruzase en diagonal hacia la costa isleña. De este modo, la canoa “rectificava” la curva. Por medio de esta maniobra evitábamos la fuerte corriente en contra que las aguas del río ofrecían del lado baraderense de su lecho, cuando éste también cortaba el codo de la curva en sentido opuesto —arrojando buena parte de su caudal a mayor velocidad sobre la margen derecha del río propiamente dicha (un río se observa aguas abajo), la de nuestro terruño.

Por experiencia náutica personal, nosotros sabíamos que ese fenómeno hidro-fluvial de des-sincronizacion en la velocidad del curso de las aguas en cada margen, era lo que había originado el adjetivo [brava] para describir la particularidad de ese antojo geomorfológico del lugar [la vuelta]: La denominación La vuelta brava no había nacido debido a una supuesta “población peligrosa” que habitara en esa zona —como de modo erróneo afirmaba la imaginación creadora de un buen número de chicos “del pueblo” que, en consecuencia, vivían lejos “del bajo”. Tampoco se llamaba La vuelta brava debido a alguna supuesta intensidad del ángulo que formara el camino aledaño al río al girar hacia el oeste y alejarse, por lo tanto, de las aguas: en la época de esta aventura, la curva del camino hacia la Ruta 9 todavía no había nacido; aún no se había quebrado la barranca para darle paso a «la 41». Esa ruta no existía, ni siquiera había sido planeada.

La Vuelta brava sólo era una vuelta brava si uno tenía que navegar en ascenso la curva de ese río, que en ese punto se hacía muy torrentoso. La verdad es que en cualquier embarcación sabríamos describir casi de memoria este derrotero en diagonal aguas arriba. Cientos de veces habíamos remado por esa zona arisca en el mismo rumbo y ritmo —en muchas oportunidades con la exclusiva intención de abrazar y besar a nuestras novias detrás de la cortina vegetal que propiciaban los árboles en un lugar de la isla que los remeros del club llamaban Los sauces. Era un destino popular de esos socios del Regatas, debido a esa utilidad escamoteadora que propiciaban las sombras y el telón natural creados por la fronda de sauces que allí se alzaba al borde de las aguas.

Cuando por fin arribamos al punto de atraque, remamos enérgicamente hacia una parte rasa de la costa para que la proa del chinchorro se fijase en el barro. Entonces sacamos el termo para matear, resignados a la espera. Tito cebó varias vueltas de espumantes amargos que en la pre-madrugada sabían a néctar y ambrosía.

Justo cuando despuntaban ya las primeras señales del alba con la luna todavía descendiendo en el horizonte (en consecuencia nos hallábamos coreando la canción que todo el país entonaba en ese momento, Luna tucumana), la silueta del Argo apareció en la curva, navegando en nuestra dirección.

Recibimos alborozados la orden a viva voz del barquero de desatracar y remar hacia la popa de la barcaza. Así lo hicimos, rápido, sin hesitación y llenos de entusiasmo. Uno de los tres tripulantes del Argo nos arrojó “una línea” y atamos esta larga soga con un buen nudo marinero a la argolla de proa del chichorro.

Rugió la aceleración de las rotaciones del poderoso motor de cuatro tiempos y se inició el desplazamiento del carguero de hierro, lo que tensó la cuerda que amarraba ambas embarcaciones. Fue entonces el turno de nuestro navío de madera empezar a moverse, a ganar velocidad de acuerdo a la aceleración del barco que lo arrastraba. Acomodamos los remos orientándolos hacia la popa, apoyados sobre los extremos laterales de nuestro casco con las concavidades de las palas mirando hacia el interior del chinchorro; los encajes toleteros forrados de suelas de cuero de los remos, dentro de los toletes de bronce, seguros en su posición habitual.

Remos fuera del agua.

Ahora viajábamos los cuatro sentados de espaldas al enorme cuerpo de metal de la barca que nos remolcaba —mirando en dirección a la popa, agraciados desde el chinchorro con tan sólo una visión lateral y posterior de nuestro entorno. De todos modos el Argo constituía un muro que impedía la observación de lo que existía hacia el norte, nuestro punto cardinal direccional y de destino. Pero a media que la luz se hacía, la creciente imagen de ambas costas y del río que se alejaba rápido hacia el sur constituía un paisaje tan trascendental que nuestro deseo de ver y saber qué habría a nuestro frente se había esfumado por completo.

Con el pasar del tiempo, la monotonía mántrica del transcurso de agua y tierra, y el zumbido zen del motor a velocidad crucero se apoderaron de nuestros espíritus. Medio nos recostamos sobre nuestros bancos respectivos y cerramos los ojos, dejando que el sol —que brillaba alto— abrasase nuestra piel. Sin percibirlo, recuperamos la somnolencia matinal, y Morfeo nos recibió a los cuatro de brazos abiertos.

. . .    . . .   . . .

Un tiempo indefinido más tarde, un sonido estridente nos despierta, medio en sobresaltos. Desde el puente de mando el barquero sonríe divertido mientras hace sonar la sirena del Argo en cortos y repetidos aullidos. Nos indica por señas que desamarremos el chinchorro: hemos arribado al lugar donde construiremos el hogar que nos albergará durante una semana.

Prisioneros de un dulce estupor tan placentero que parece quasi-posorgásmico, nos ponemos de pie y liberamos la soga, desamarrándola. A continuación alzamos los brazos al unísono en una despedida agradecida al capitán y a su escueta tripulación, y el carguero reanuda de inmediato su marcha. El navío va disminuyendo de tamaño al alejarse, para por fin desaparecer de vista tras un meandro del río. A partir de ahí, es nada más que el humo negro que exhala su chimenea y se pierde en el azul del cielo: la única nube en la diáfana mañana del límpido firmamento isleño.

A medida que el sonido del motor de la barcaza se va haciendo más y más inaudible, sentimos nacer un sentimiento de nostalgia. Entendemos que este distanciamiento progresivo representa no sólo la pérdida temporaria de todo otro contacto humano, sino también el despojo de ese primer episodio —el viaje hasta aquí—, que acaba de ser extirpado de la totalidad de esta aventura que durará siete días. Al finalizar, ha dejado de ser presente; se ha transformado en el primer segmento de la memoria integral de esta experiencia, de este rito de pasaje; un recuerdo que guardaremos para siempre. “Y que sucedió hace ya más de medio siglo”, escribe ahora en esta página El Mono Pezzini, vuestro narrador y uno de los tripulantes del chinchorro.

Solos y desprovistos hasta de nosotros mismos, comenzamos entonces a remar las paladas finales del viaje, ahora hacia la costa. Lo hacemos despacio y sin preocupación alguna con la elegancia de nuestro estilo. Aunque aún no lo sabemos, retrocedemos a la procura y al encuentro de un algo primal. Estamos lanzados ya a la búsqueda y el hallazgo de una condición espiritual animal [ánima: alma], de algún modo primitiva. No lo intuimos todavía, pero ésta será una necesidad metafísica absoluta, indispensable y suficiente. Sólo por medio de esta conversión lograremos mimetizarnos al entorno y adquirir de modo orgánico [quiero transformarme en ti] los fundamentos de este paisaje salvaje, este espacio primordial de pajonales, arbustos, charcos y alimañas —donde una vez imperó el indio.

Orientamos nuestros ojos hacia el cercano oasis de árboles frondosos en medio del cual estableceremos nuestro campamento. La naturaleza intemporal nos abre sus brazos, acogiéndonos en una bienvenida tan generosa como lo fue la de Morfeo a bordo del chinchorro, mientras el carguero nos remolcaba.

Descendemos del bote y entre los cuatro descargamos todo el equipaje en silencio. Por último, sumergidos hasta la cintura en el agua color sepia de nuestro río, nos aferramos a los bordes de nuestro hermoso vehículo acuático. En un armónico esfuerzo colectivo —como si manipulásemos un ícono sagrado— lo arrastramos hasta afuera de las aguas, y allí lo bautizamos con el único nombre que aflora a nuestra conciencia: Argo.

Somos Los Argonautas.

En este instante, se adueña de nosotros una fatiga monumental y nos aprisiona un sopor tan extraordinario como aquel que —según Homero, por obra de la seductora Circe— poseyera a los tripulantes de la barca a remos [βάρκα κωπηλασίας[1]] que nunca tuvo nombre —la de Ulises—, cuando desembarcaron en Aeaea, la isla de esa hechicera mitológica.

Transfigurados, nos dejamos desfallecer allí mismo en la orilla barrosa y, casi en contacto físico con nuestra preciosa canoa, nos entregamos por completo a ese letargo.

Dormimos.

En la costa de la Isla Baradero —con nuestras mentes en paz— nuestros cuerpos permanecen quietos hasta bien entrada la tarde, cuando el escozor de las picaduras de los tábanos que nos han atacado durante nuestro sueño acaba por despertarnos. Ya habitamos La isla.

Así es El viaje. La estadía es otra historia.

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New York City, 22 de junio de 2017

Ilustraciones: Arte final fotográfico de Ricardo Ferreira, San Francisco, California, EE.UU., a partir de antiguas imágenes de Mónica Carretti [El Argo] y Mauricio Malacalza [La isla], que conservo hace mucho tiempo en mi álbum virtual “¡Baradero!” – Mi agradecimiento a los tres por su hermoso trabajo y este rico material.

[1] βάρκα κωπηλασίας: “Barca a remos” en griego; así es como el texto homérico [Η Οδύσσεια, La Odisea] menciona el navío de Ulises.

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