“¿Jurás amarla y respetarla tanto en la salud como en la enfermedad?”
“La vocación es algo que nace y muere con uno”
“La familia siempre unida, pase lo que pase”
“Agradecé que tenés trabajo, vas a dejar algo seguro ¿y después?”

Desde la vida intrauterina cargamos sobre nuestras espaldas con mandatos, expectativas y deseos depositados sobre nosotros por padres, familia en general, los patrones sociales y el momento del mundo en el que nos toca nacer. Como esponjas, absorbemos lo que las figuras importantes de nuestras vidas esperan de nuestro porvenir. Lo que viene desde el afuera nos constituye como elemento central de nuestra personalidad, conforma un molde con el que nos moveremos desde nuestra más tierna infancia.
La pregunta es: ¿Cuánto nos cuesta desafiar estos patrones, cuestionarlos, transformar certezas en preguntas y simplemente elegir aquello que queremos para nuestras vidas?
Con este mismo mecanismo funcionan las preocupaciones, angustias y pesares que cargamos en nuestras vidas. Cuánto pesan, entonces, los mandatos familiares, sociales, culturales.
Los consultorios psicológicos se pueblan de preguntas formuladas desde la sensación de que no se puede cambiar el destino ni torcer los designios con los que nacemos.
“¿Cómo se hace?”
“¡No tengo el coraje!”
“No puedo ni imaginármelo”
Afirmaciones como estas se repiten en diferentes protagonistas con diferentes historias, pero un mismo temor: no tener la fuerza para hacer algo diferente con sus vidas de lo que “el destino” les marcó.
El elefante encadenado
Había una vez un circo, en un pueblo muy pero muy pequeño.
En la entrada de la carpa, un elefante, grande, muy grande.
Estaba atado a una soga muy delgada y la soga atada a una estaca casi minúscula al lado del tamaño del animal.
Los chicos del pueblo, que poco tenían por hacer, inventaban historias respecto de por qué el elefante se quedaba ahí, paralizado, teniendo la libertad a su alcance, con tan solo un tirón de su pata.
“Estará hipnotizado” decía uno.
“Le darán alguna droga para que se quede quieto” decía otro.
Hasta que uno de ellos se animó y le pregunto al domador, que también era dueño del circo.
La historia es esta, dijo amable el hombre: El elefantito nació en cautiverio, de bebé lo atamos a la misma soga y estaca a la que está sujeto ahora.
En aquel momento era torpe , quiso escaparse, y se enredó con la soguita cayendo para un costado.
Lo intentó nuevamente días más tarde, y tuvo el mismo resultado . Un tercer intento y la pequeña estaca quedo atorada en uno de sus ojos como resultado.
Desde aquel entonces, y han pasado años, el elefante no volvió a intentar.
Por tres razones:
1-No sabe que ha crecido
2-Tiene miedo
3-No es consciente de su fuerza Como el elefante, muchas veces andamos por allí “sobre -respetando” cadenas que sin dudas podemos romper.
Con trabajo personal, introspección, terapia, como sea, debemos limpiar nuestras cabezas de aquello que nos obstaculiza el camino del crecer y poder así mirar hacia adelante.
No será sin miedo, porque implicará cuestionar todo aquello en lo que creímos, entender que el cuento que nos contaron era solo un cuento.
Alejandro Schujman
BTI
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