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La tradición y su día – por Hugo Pezzini

La tradición y su día – por Hugo Pezzini

La tradición y su día – por Hugo Pezzini

17/11/2019

Categoría: Interés general, xHoy1

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En Argentina, el término “tradición” está asociado principalmente a usos, costumbres, artefactos, música y otros elementos, todos de origen rural. El “Día de la Tradición” es un buen ejemplo de ese significado específico que la palabra «tradición» recibe o denota en Argentina hasta la actualidad: el Día de la Tradición en Argentina es una fiesta “gauchesca,” una celebración “folclórica.” Por lo tanto, si la información a proveer a propósito de las “tradiciones” argentinas fuese la que “tradicionalmente” fornece el acerbo local, ésta debería reducirse a una lista “artefactos culturales rurales” y su descripción. Una somera muestra es la siguiente:

• la payada,
• la doma,
• el juego de la sortija,
• la yerra,
• la mateada
• el arreo de tropillas.

Además de los ejemplos provistos en esta somera columna, uno puede incluir las danzas y ritmos folclóricos y el cancionero folclórico en general:

• el Pericón Nacional,
• el malambo,
• el carnavalito,
• las bagualas,
• la cueca,
• la zamba
• la chacarera

Aquí se descubre una singularidad argentina: Tradición y Folclore son entendidos como sinónimos, lo que no es un hecho coincidente en otras culturas. Estos dos términos, aun cuando los significados estén estrechamente relacionados, no son equivalentes en su semántica.

La historia es un devenir constante y creciente. Nuevos artefactos culturales son adoptados y se tornan “clásicos.” Lo que entra a pertenecer a esa categoría especial puede ser también considerado una tradición: todo lo que es “canonizado,” incorporado al mencionado acerbo cultural nacional, pasa a engrosar el tesoro de las tradiciones de la nación.

Es oportuna esta semana del Día de la Tradición para observar y entonces re-conceptualizar el significado de la palabra “tradición”, después de haber analizado su entendimiento dentro del contexto del imaginario colectivo de los argentinos. Un gesto tal haría justicia a objetos costumbristas [concretos o abstractos] que «por tradición» permanecen ausentes o segregados de lo que se entiende como nuestro patrimonio tradicional.

Felizmente, algunos pocos artefactos en tiempos relativamente recientes ya han sido incorporados a la lista de las tradiciones vernáculas. No obstante, forman parte de un grupo de instrumentos [una vez más: concretos o abstractos] que se consideran pertenecientes a distintos sectores culturales específicos del país, pero que tienen negada la representatividad a nivel nacional.

El tango provee un buen ejemplo de un artefacto cultural urbano que indudablemente es “tradicional” pero no es sancionado como parte de nuestra  “tradición.” La palabra usada es “típico”, o muchas veces, “ciudadano”: Entonces se lo acepta, pero restringuiéndolo a la categoría de la “tradición porteña.” Es difícil explicar este fenómeno sin referirse al mismo como un ‘error, producto de una forma histórico-tradicional de pensamiento “unitario”, centralista. Este fenómeno —que es un rasgo específico de la historia política nacional— ha transformado a Buenos Aires y al resto del país en dos esferas separadas, distintas entre sí. Es un binarismo cultural mutuamente exclusivo. Por fortuna, Jorge Luis Borges ha contribuido de modo prominente en la re-definición de lo tradicional que habita en la zona gris y borrosa del límite entre ciudad y campo, entre lo urbano y lo rural. Con su insistente enfoque en esa zona limitrofe —el suburbio—, Borges crea un “puente” que perturba ese binarismo; y de algún modo trata de resolver esa brecha conceptual. Los artefactos limítrofes borgeanos marcan la tradición de los “bordes” culturales.

El carro de reparto, el matadero, los almacenes de suburbio, las pulperías arrabaleras, etc. habitan esa línea borrosa que existe entre lo rural y lo urbano.  Personificando el “borde” se halla su arquetipo, el antihéroe Francisco Real, apodado «El Corralero». Ese compadrito, quien es todavía un semi-gaucho/una entidad semi-rural (híbrida), protagoniza el primer, quizás el más famoso, cuento de Borges, “El hombre de la esquina rosada”.

El arrabal es la región mitológica fundamental, o al menos característica, de la ficción borgeana, cuando ésta trata de lo argentino. “Arrabal” es una palabra española, derivada del vocablo árabe, “al rabal”, que significa «extra-muros». Es decir, el arrabal es la zona más adjunta a la ciudad fortificada: «pegada a ella» pero fuera de los muros de la fortificación. El barrio de Barcelona llamado “El Rabal” [al rabal: arrabal] es exactamente la zona de Barcelona que una vez existió fuera de los muros de la ciudad. La presencia de prostitución, tráfico de drogas y el asentamiento en el barrio de inmigrantes de etnias y nacionalidades  minoritarias (consideradas “problemáticas” por ciertos círculos socio-políticos de la Unión Europea), es una prolongación histórica de su origen. Hoy ya no se halla más fuera de los muros sino totalmente integrada a la ciudad (las famosas Ramblas barcelonesas tocan los bordes de El Rabal). No obstante, El Rabal preserva toda su “marginalidad” original. Debe hacerse énfasis en cómo «el margen» significa al mismo tiempo «el borde»/»al borde» (como localización espacial) y «fuera de» (con respecto a las convenciones de la ley y a las costumbres que la sociedad considera aceptables).

Pero, sigamos: la ginebra Bols o LLave es tradición; la misa católica de los domingos a las diez de la mañana es parte de la tradición. Lo son también actividades a la vez tan insospechadas cuanto evidentes como, dígase, la pesca de río, tanto desde la costa como desde una canoa (con caña, línea, tramayo, “robador” o tiradera). Estos y otros “artefactos” similares [perdón por esta perezosa obligación de repetir este término ad nauseam] que construyen y han construido las imágenes de la conciencia colectiva argentina deben ser y seguramente serán en algún momento apropiado, incorporados a la tradición. Tal vez suceda cuando la imaginería popular sea por fin mapeada por analistas culturales no-exclusivistas que estén deseosos de “realistificar” [no confundir con “reificar”] nuestro reduccionismo costumbrista, que precisa urgentemente de actualización.

La charla en el bar frente al pocillo de café y al cigarrillo negro es otra tradición argentina, por ejemplo; pero esta es una tradición que parece tener un carácter internacionalista [como muchas otras tradiciones que el país comparte con otros: no solamente se arrea o arreó ganado en Argentina, bien se sabe, por ejemplo –la filmografía del “Far West” norteamericano está inundada de escenas pobladas de centenas de reses levantando polvo por las llanuras de ese país del norte].

Debe recordarse siempre que hay muchos otros objetos [“instrumentos” en lo literal] tradicionales que Argentina comparte con otros países: La guitarra “criolla” [acústica, españolísima] y el bandoneón no son instrumentos autóctonos, a pesar de haber sido incorporados al acerbo nacional. Astor Piazzolla —en un documental realizado por la B.B.C. de Londres— menciona que el bandoneón, de origen alemán, fue llevado a la Argentina por marineros italianos que lo preferían por su sonido más lastimero que el del acordeón. Su repertorio en general se componía de melodías melancólicas, más o menos como gran parte de nuestro cancionero del tango.

Pero volviendo al carácter internacional de la tradición del café y el cigarrillo compartidos en el bar: el director cinematográfico norteamericano Jim Jarmush acaba de lanzar en París, desde donde escribo este artículo, su film “Coffee and Cigarettes.” Esta película está construida como un patchwork, o un quilt [una colcha de retazos] de escenas costumbristas filmadas —o serie de cortometrajes apareados. En cada “corto” hay dos personas que conversan, separadas por la mesa del café y unidas en el café, el cigarrillo y la charla que comparten en cada uno de los tantos cafés donde las escenas se desarrollan.

El cigarrillo negro es por supuesto un artefacto cultural argentino. El tabaco negro es/era fumado casi con exclusividad en la zona rioplatense y en Francia. No obstante, parecería que en Argentina el fumar está dejando de ser una costumbre masiva; como también en los países “desarrollados” del “primer mundo” en general [Francia presenta una interesante excepción en este sentido]. Pero es indudable que el cigarrillo negro es/ha sido/fue un objeto tradicional de estas dos regiones, el Río de la Plata y la república francesa, y pertenecen/ pertenecían/pertenecieron a un “glamour” idiosincrático romanticista de ambas culturas, la francesa y la rioplatense. Los negros franceses “Gauloises” fueron “glamourizados” a nivel internacional por el “boom” literal de la novela Rayuela, de Julio Cortázar. Pienso en Rayuela y lo que viene a la mente de inmediato es La Maga, Oliveira, Gauloises. Por supuesto que esta tradición del fumar está cada vez más acercándose a lo arcaico debido a la, ya no muy reciente, y generalizada interdicción del humo de tabaco en locales cerrados [en teoría al menos, el cigarrillo no se puede encender en ningún café de Argentina]. La creciente consciencia de los efectos altamente nocivos/mortales de la nicotina –su potencialidad “asesina” es un hecho concreto que ha desmitificado la visión romántica de esta gestualidad y práctica. La moda de la salud conspira contra el glamour romántico (mortal) del tabaco.

Lo que se torna arcaico, lo que “muere” o cae en desuso pero fue alguna vez hegemónico constituye una tradición. Basta observar el mencionado “arreo de tropillas” que es un elemento fundamental de nuestra  tradición. No se arrea más desde hace ya más de tres cuartos de siglo. El “camión jaula” que reemplazara esta práctica también casi ha dejado de circular por las rutas; los vagones-jaula ferroviarios que también transportaban ganado han casi desaparecido [desde que los trenes de larga distancia dejaron de circular] y el plantel de ganado ha disminuido de forma notable en el paisaje de las pampas y planicies argentinas. Esta situación crítica de una de las actividades económicas tradicionales argentinas, ha transformado esa tarea y la posibilidad de su observación en un objetos tradicionales arcaicos. Es otra tradición que –si dependiera de la confirmación ‘visual’ del paisaje campestre [comparada a la antigua: un mar de pelajes iguales pastando en nuestras planicies]— pareciera haber pasado a la historia de modo literal. Para cualquier observador de las rutas y las vías férreas de la nación [con edad suficiente para recordar la última imagen que he descripto], esto no se practica más.

Debe aquí también mencionarse la fuerte “tradición” deportiva argentina: las carreras de caballos en hipódromos urbanos [tradicionalmente integradas a la mitología tanguera o ciudadana] bien merecerían estar incluidas en el catálogo oral y escrito de la tradición argentina. Están inexplicablemente ausentes, a pesar de que no son más que una extensión de las carreras “cuadreras” rurales, que sí están incorporadas de modo firme y fuerte al canon tradicional. Las carreras de caballos en el hipódromo son un artefacto cultural similar o paralelo a las cuadreras criollas, pero de carácter urbano; carácter que —yo argumento aquí— permanece segregado del ámbito taxonómico de lo entendido como tradición nacional: es es la razón que excluye al hipódromo y su actividad: su carácter urbano.

Otra exclusión para mí inexplicable la constituyen las competiciones automovilísticas de turismo de carretera: los sonoros apellidos Gálvez o Emiliozzi son arquetipos incorporados al imaginario colectivo, al menos están incrustados firmemente en la historia del deporte automovilístico argentino. La cabeza de esta área es indiscutiblemente Fangio. Juan Manuel Fangio, con gran justicia, al menos sí es reconocido como parte de la galería de personalidades populares absorbidas por la memoria nacional, lado a lado, por supuesto, a Pascualito Pérez y Carlos Gardel.

Este cantor de tangos y dandy argentino sirve bien para insertar dentro de este tema “la paradoja del hibridismo” de los artefactos tradicionales argentinos. El lugar de nacimiento de Gardel permanece hasta hoy abierto a la discusión [¿Toulouse, en Francia? ¿Tacuarembó, en Uruguay? ¿Un arrabal de Buenos Aires, o el Abasto?]. Narro en una de mis aguafuertes parisinas, Café Society, el argumento o tema de la eterna discusión que a menudo surge entre europeos y latinoamericanos en nuestra mesa de los sábados [“La table du mépris”—“La mesa del odio”], en el Café Beaubourg de mi barrio, Le Marais, aquí en París] donde se levantan todas estas hipótesis al respecto de la cuna de El zorzal criollo.

Dentro del paradigma paradojal de ese hibridismo argentino se incluyen objetos ya incorporados al canon tradicional: un buen ejemplo es provisto por el tango fundacional “La Cumparsita” (uruguayo-argentino), como lo es también el caso del escritor —de reciente incorporación canónica—  Julio Cortázar. Este hombre es belga de nacimiento y argentino por vocación –y porque sus padres, argentinos ambos, lo inscriben como tal en el “Registro civil nacional de las personas” de Argentina cuando retornan con el niño al país. Su nacionalidad, por otra parte, fue ganada y demostrada de hecho y de derecho por su formación sociocultural y política, por su idiosincrasia [y hasta por su política: ser peronista o antiperonista acérrimo fue una tradición del siglo veinte que no ha perecido a los comienzos del veintiuno, a pesar de vivir su fase “revisionista”], y por la “voz” argentinísima de la mayoría de los personajes de su ficción. Es posible afirmar que Cortázar gana su derecho a ser reconocido como un “artefacto cultural” de la tradición argentina también por que en su literatura se evidencia un nunca mitigado interés por todo lo argentino. La ácida temática misma de su ficción critica muchos aspectos idiosincráticos de la sociedad argentina –y esa autocrítica es también un rasgo tradicional de nuestro “ser” argentino. La paradoja del hibridismo se completa con la ciudadanía francesa que  Cortázar adopta en los postreros años de su vida [belga, argentino y francés].

Los restos de Julio Cortázar no descansan en Argentina sino en París, donde habitó la mayor parte de su vida; comparte su tumba  con su mujer Carol Dunlop en el cementerio de Montparnasse, cerquita de La Coupole, uno de los cafés que frecuentaba. Por otra parte, y volviendo al principio de esta conversación, es notable que —satisfaciendo su deseo testamentario, creo haber leído— los restos de Jorge Luis Borges se encuentran no en la Recoleta, que parecería su destino natural, sino también en Europa, precisamente en Ginebra, Suiza, lugar de su formación intelectual más temprana —lughar donde también se encuentra la tumba del compositor argentino Alberto Ginastera, dígase además.

También registro aquí mi sentimiento de estupor ante el ultraje inconcebible inflingido al fútbol argentino, al mantenérselo ausente de la galería de nuestros artefactos culturales tradicionales —tal vez, la única unanimidad nacional. Y lo mismo podría decirse del casi arcaico boxeo; el Luna Park del pasado supo ser un recinto sagrado, un templo, como también el ring de la Asociación de Box de Rivadavia y Medrano.

El rico “parque” cultural  de las tradiciones argentinas merece una taxonomía apropiada de la cual aún se carece. 

Cierro destacando esta existencia curiosa pero innegable del “paradigma del hibridismo argentino”. Es indudable que este fragmento paradójico de la esencia nacional debe ser reconocido también como una tradición más de la primordialidad constitutiva Argentina: La «raza o especie argentina” es una entidad híbrida. Dado el hecho de que el plantel nativo argentino fue exterminado en un genocidio pre-planificado, Argentina fue hecha enteramente de inmigrantes extranjeros. La inmigración masiva durante una buena parte de los siglos XIX y XX y aún antes completaron el componente étnico mixto del plantel o “stock”humano nacional; ende, de su cultura, hábitos, actividades y costumbres. Con su árido y flemático humor [muy británico, por otra parte] el mismo Jorge Luis Borges ayudó a identificar o definir esta paradoja del siguiente modo [voy a parafrasear su decir, ya que no tengo la cita textual a mi alcance en el momento de escribir estas notas]:

“El argentino es un italiano que habla en español y cree ser inglés”

______________________________

Hugo Pezzini, Le Marais, Paris, 2004

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