
Estoy en el epicentro del epicentro: la ciudad más afectada del país más afectado por el virus Covid-19 de todo el mundo. Hasta la fecha, el número de infectados por el Coronavirus en Estados Unidos de Norteamérica se cuenta en setecientos diecisiete mil, con un total de fatalidades de treinta y cinco mil cuatrocientos cuarenta cuerpos, de acuerdo a los números de hoy, sábado dieciocho de abril de dos mil veinte. En términos absolutos, estas son las cifras más altas del planeta.
Llevo ya más o menos un mes de cuarentena aquí. La cantidad de muertos por el virus en New York llega ya a quince mil, o sea que en este lugar ha fallecido casi el cincuenta por ciento del número total nacional. El número de casos de infección es de doscientos treinta y siete mil; eso es más o menos un treinta por ciento del total de los Estados Unidos.
De modo coincidente, hace también casi un mes del comienzo de la primavera, pero todavía amanece tan gris, frío y lluvioso como es común en los últimos días del invierno. No es que por causa del virus maligno, el Dios del Tiempo no sepa que ya es primavera. No. Es así porque la relación entre las estaciones meteorológicas y su período transicional entre cada una de ellas, en New York es muy similar a cómo se manifiestan esos fenómenos en nuestra urbe porteña: El clima de Manhattan es más o menos como el de Buenos Aires, pero exagerado — o es su caricatura.
New York es una Buenos Aires con nieve y temperaturas en la decena de grados centígrados bajo cero en invierno y calor recalcitrante (o mejor, recalcinante) de cuarenta grados en verano: el asfalto se te pega a los zapatos como si fuera hecho de chicle, tanto al cruzar Broadway como al cruzar la Avenida Santa Fe. Un ‘meme’ que anda en estos días circulando por los medios sociales del internet bien define el momento climático de ahora, la media primavera, tanto en “La isla bonita” como en la CABA: Arrancó oficialmente la temporada de “Salgo con campera y a la tarde me la meto en el orto”.
Pero vuelvo a nuestro asunto. Toda esta situación inesperada, insospechada, impredecible e increíble por el horror intrínseco de su dimensión, me tiene y ha tenido reflexionando como sin duda alguna te tendrá a vos —a vos y a todos los que nos encontramos con una enorme cantidad de tiempo en nuestras manos, tiempo disponible para nosotros mismos; estacionados en el espacio irrenunciable e inescapable que enclaustran las cuatro paredes, techo y piso de nuestros hábitats personales. Hoy, tal vez por primera vez desde que ingresamos al mundo adulto, tenemos tiempo real disponible para la cavilación detallada, intricada y demorada.
Pasó un inmensurable antes de que finalmente «me cayera la ficha» sobre esta realidad y su paradoja: es tan aterrorizadora que se nos ha naturalizado casi de inmediato. Es parte del día a día: es parte del día a día la noticia de las cifras; el atraque y amarre a los muelles de New York Harbor de un enorme barco hospital de la Armada norteamericana porque los de la ciudad no dan abasto. Es parte del día a día la actividad en el hospital de campaña en Central Park. Es parte del día a día la readaptación de las residencias de los distintos campus universitarios (Columbia, Barnard, New York University, etc.) para que sus camas estén dispuestas y prontas para acoger pacientes. Nos acostumbramos a aceptar los ochenta camiones frigoríficos enormes y sus acoplados, estacionados a las puertas de los hospitales de New York City porque las morgues están ocupadas por completo: no queda una gaveta vacía, y en algunas morgues menores se ha descubierto el escándalo de decenas de cuerpos apilados en los pasillos.
A pesar de esta naturalización del pavor espeluznante, nos hemos horrorizado (tal vez también vos) ante los videos viralizados en el internet que muestran las imágenes de ataúdes alineados en el fondo de fosas comunes —en seis filas verticales de diez cajones cada una— que a continuación entierran las topadoras municipales Caterpillar.
Hemos visto por TV las deliberaciones para autorizar la construcción de sepulturas en ciertos parques de la ciudad. Hemos oído las noticias directas de nuestros conocidos, infectados y afectados por el virus Covid-19 —mi propio colega de oficina en New York University, los padres de un amigo fotógrafo y artista plástico, te cuento. Todo el tiempo se habla y oímos sobre los muertos, claro. Siempre los muertos. Todos los días más y más muertos, siempre esperando que la próxima cifra sea la cumbre y a partir de ahí el número comience a decrecer. Pero no: En New York, cuerpos y más cuerpos yacen por doquier. La Parca ambula por doquier.
Discutía ayer en Facebook con un chico argentino que se ufanaba del bajo número de víctimas ahí, quien sostenía además que en pocos días Argentina podría reabrir las puertas de los hogares para que la gente volviera a salir, cuanto menos para ir a trabajar. Como el muchacho ‘abogaba’ a favor de esta medida, la apoyaba, lo interrogué —por medio de una pregunta retórica, en realidad— sobre si por acaso él quería que allí se crease una situación como la nuestra (la de aquí, la de Estados Unidos de Norteamérica). A continuación, le di las cifras que te transcribí algo más arriba. De modo arrogante, me respondió: “Acá no es así, ni fue así en China; algo ustedes deben haber hecho mal”. Le contesté, “Sí, lo que se hizo mal aquí fue no ‘cerrar bien’ la cuarentena, ni a tiempo”. Intervino en mi defensa otro chico (todo esto sucedía en el muro de Facebook). Bajo mi comentario, este último le escribió al defensor de la apertura: “Vivo en Italia; vos no tenés ni la menor idea de lo que estás diciendo”. Creo que es así.
Tenemos medioambientes muy muy similares y nuestros cuerpos biológicos son iguales. A ese bicho le gusta cómo son; pensá en esto, por favor. La ficha demora a caer, y cuando cae, en general cae demasiado tarde. Y la muerte en masa se naturaliza.
Te escribo sentado al escritorio que está orientado hacia el gran ventanal único de mi buhardilla. Miro hacia afuera para que veas lo que veo: la colina detrás de los tejados de pizarra muestra todavía los árboles tan desnudos como los dejaron el otoño y el invierno; el cielo es de un gris monótono y sin solución de continuidad: no se puede distinguir nube alguna—. La bóveda que debiera ser celeste es constituida de una masa compacta y espesa de material nebuloso orgánico y uniforme. Un duomo metálico pálido y opaco. Ha dejado de llover, pero las últimas gotas testarudas de la llovizna del amanecer todavía se aferran a la baranda de la escalera de incendio que baja de mi ventana al jardín.
Si me levantase y fuese hasta sus vidrios para mirar hacia afuera, vería los canteros cubiertos de incipientes daffodils ya florecidos. Estos capullos —narcisos, en castellano— son las primeras flores que brotan y se abren en primavera, seguidos de los tulipanes, que también deben estar allí, abiertos bajo mi ventana —copas de champagne o de vino rojas y amarillas esperando a alguna abeja tempranera providencial que llegue para continuar el proceso de la fecundación. La primavera es el momento del renacimiento, de la vida y de los ritos sagrados de la procreación. Pero no ésta, no aquí. La muerte la supera. No hay nadie en el jardín, como tampoco hay nadie en las calles de este pequeño pueblo, Pleasantville, que es con respecto a New York lo que es San Isidro, digamos, con respecto al mayor puerto del Plata.
Nadie sale de casa a no ser para ciertas actividades de excepción, de las que yo mismo participo: salgo de mi hogar día por medio para ir a pedalear mis kilómetros más o menos constantes. Voy equipado con toda la parafernalia vestimental y protectiva del ciclismo, pero ahora además con una máscara negra de grueso neoprene forrado con una tela sanitaria interior que me cubre todo el rostro, desde la nuez de Adán hasta el puente nasal. Por supuesto que llevo guantes y un casco sobre un gorro tejido de lana mohair. Llevo además una vincha con orejeras que mantienen firmes dentro de mis oídos los wireless AirPods que llevo insertados allí. Me sirven para oír música durante las varias horas que me toma completar mi itinerario de entre sesenta y noventa kilómetros, según cómo me sienta y las condiciones del tiempo.
La teoría que rige la autorización del gobierno para que yo pueda desarrollar esta actividad física extrema, argumenta que si quienes estamos ‘acuarentenados’ podemos salir a hacer nuestro ejercicio o practicar nuestros deportes individuales por algunas pocas horas, nos mantendremos más íntegros y saludables en el aspecto físico y en el psicológico.
Podemos caminar, marchar, trotar, correr, pedalear, patinar, esquiar, hacer skate o lo que sea —siempre que las actividades se desarrollen de modo solitario y en espacios abiertos, no grupales ni competitivas, que se entienda—. Si lo hacemos obedeciendo esas reglas, aceptaremos con menos dificultad y de buen grado todo el resto del tiempo de encierro a largo plazo, sin depresión, ni claustrofobia, ni ataques de pánico —o al menos sufriendo un menor grado de ansiedad. Además, esa actividad física y contacto con el mundo exterior nos quitará la compulsión a compensar la inactividad estacionaria con la ingestión excesiva de comidas y bebidas, «the comfort food».
Esta práctica común (morfar en exceso) durante el ocio y la inmovilidad provocaría el aumento de peso de la población obligada a la inactividad, aumentaría la proporción de materia grasa en los cuerpos y la propensión a la diabetes, la hipertensión, y otros complicadores igualmente insalubres. La cuarentena acabaría contribuyendo al deterioro de la salud de la ciudanía secuestrada en sus hogares. Ya es suficiente con la amenaza mortal del Covid-19, ¿no es así?
Hay más todavía: de acuerdo a lo dispuesto, existe la obligación explícita de que cada ciudadano que opte por acogerse al beneficio de esta recreación diaria, salga al exterior protegido por máscaras, y guantes, se recomienda. Por último, se agrega la restricción de no acercarse a ningún ‘tercero’ a menos de diez yardas de distancia (más o menos nueve metros).
Esto es en suma lo que hago y constituye el punto alto de mi “día por medio”. Salgo a hacer ejercicio.
En muchas oportunidades, en vez de pedalear decido dejar mi bicicleta en casa. Ya no la tengo en el subsuelo: ahora cuando vuelvo de mis recorridos me la cuelgo del cuadro sobre el hombro y la subo los tres lances de escalera hasta mi buhardilla y entro con ella a mi hogar porque no quiero que nadie toque su superficie, por razones obvias. Mi Rocinante ahora está siempre a mi lado y va conmigo adonde yo vaya, si es que así lo decido. Pero, como decía, a veces en cambio la dejo en casa y salgo a pie —equipado para correr. Troto un par de kilómetros (las rodillas ya no me permiten largas distancias) y camino el resto del trazado elegido. En general me desplazo a lo largo de la ruta ciento diecisiete —en parte por un veredón, en parte directamente por la banquina— desde mi pueblo, Pleasantville, hasta el siguiente, Chappaqua, y de vuelta por el bajo de Washington Avenue. Son unos diez kilómetros.
Tanto mi pueblo como el vecino descansan en el regazo de sendos valles, por eso el camino es sinuoso y con continuas subidas y bajadas, variada arquitectura y variada vegetación, si bien que el padrón general es orgánico a la generalidad de la Nueva Inglaterra, en cuyas inmediaciones nos hallamos: casas de madera con techos de pizarra y enormes jardines en colinas cubiertas de bosques desnudos en invierno y frondosos en verano.
Como camino o pedaleo en los horarios de temperatura ideal, un cierto porcentaje de gente coincide en el momento de nuestras salidas —porque toda la sociedad vive en igual estado de semi-ocio. Las excepciones notables, sacrificadas y estoicas son los trabajadores de profesiones, oficios y actividades indispensables para la continuidad del funcionamiento de la vida civilizada y sus necesidades. Entonces, durante esas horas más cálidas del día, no hay vez que no me cruce con otras personas que deambulan con el mismo fin: tan sólo hallarse afuera de sus casas y en movimiento.
Todos enmascarados, debemos construir la parte invisible de nuestros rostros por un esfuerzo de la imaginación, a partir del lenguaje corporal, de la expresión de los ojos, de la vestimenta, del tipo físico y de la actitud individual general. Nos miramos mientras nos aproximamos (pero siempre a la distancia: si vengo por una senda estrecha, cruzaré a la vereda o senda de enfrente mucho antes de que estemos cerca). En el momento de cruzarnos, nos saludamos; nos decimos un “Stay safe”, o un “Enjoy your day”, por ejemplo —flamantes prácticas y nuevas formas de reconocimiento y aceptación de nuestra mutua existencia que eran actitudes y gestos desconocidos hasta la llegada de esta plaga letal.
En ese momento ínfimo del cruce, hacemos contacto visual y nos decimos un saludo en palabras intercambiadas con una cierta dulzura, tal vez con algo de suavidad, de cuidado. Nuestras voces están dotadas de una sinceridad emocional patente, obvia; no emanan como producto de la mera convención social —y mirá que ésta es una sociedad erigida y sustentada por rígidas convenciones sociales.
En esa intersección de nuestros rumbos opuestos, se genera un micro segundo de encuentro que nos moviliza y reconforta. Mientras lo escribo recapacito e intuyo que quizás ese sea el verdadero motivo que muchas veces me lleva a la calle desplazándome sobre mis zapatillas deportivas en vez de sobre el asiento de mi bicicleta. Salgo a buscar ese instante pedestre.
Esta nueva ‘cercanía a distancia’ de un par de segundos, jamás antes vivida con tanta intensidad frente a desconocidos —el detallismo macroscópico de nuestra mutua consciencia emocional durante la cuidadosa proximidad— es lo que me restaura y me permite volver a casa listo para el claustro. Renovado. Renacido. Por medio de ese Good morning!, por el Beautiful day!, huh? o el Enjoy yourself!, siento como si «nos visitásemos» para —sin palabras ni proximidad física— compartir algo invalorable.
En ese cruce instantáneo —de cuerpos distantes pero de intensas miradas— nos tele-codificamos una infinitud de mensajes cuyos significados no tienen articulación posible— o tienen una miríada: Por medio de esos ojos que se ven sobre las máscaras intercambiamos humanidad en estado desnudo y crudo: primal en toda su vulnerabilidad, su fragilidad y su humildad. En toda su mortalidad.
Entonces recuerdo otro ‘meme’ que vi ayer en un medio social:
Nos quedamos dormidos en un mundo y despertamos en otro.
De repente Disney se quedó sin magia, París ya no es más romántica, New York no se alza erguida, la muralla china no contiene y La Mecca quedó vacía.
Los besos y abrazos se transformaron en armas, y dejar de visitar a nuestros padres y amigos ahora es un acto de amor.
De repente nos dimos cuenta de que el poder, la belleza y el dinero no sirven para nada y no garantizan ni siquiera el oxígeno necesario para sobrevivir.
El mundo sigue su curso y es precioso. Sólo enjaula a los seres humanos.
Puede que nos esté dando el siguiente mensaje:
«No sos necesario. Sin vos, el aire, la tierra, el agua y el cielo están bien. Cuando regresés, acordate de que sos mi invitado. No mi dueño».
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Pleasantville, sábado 18 de abril de 2020

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