
Para quienes peinan canas, no resulta nada extraño el nombre de Enrique Scheitlin, quizás el mecánico más conocido de su época. En su taller de Sáenz al 1200, Enrique tejió decenas de anécdotas.
Era alto, delgado, con un profuso bigote bajo el cual asomaba casi siempre un cigarro de hoja. Su vestimenta habitual consistía en una camisa, que en invierno oculta bajo un pulóver; el infaltable jardinero y las alpargatas, en general “bigotudas”, todo por supuesto matizado con un poco de grasa o aceite. Cuentan que el mismo Enrique fabricó un llamativo encendedor para dar fuego a su cigarro. Consistía en un tarro de aceite de un litro al que había agregado una rueda moleteada, la piedra para la chispa, y como mecha las que se utilizaban en calentadores a alcohol; el combustible era, por supuesto, nafta. Enrique se acercaba a la lata, y con la palma de su mano hacía correr la ruedita para provocar la chispa que estallaba en una poderosa llama. Luego, con cuidado, el hombre arrimaba su cara al fuego para prender el cigarro.
En su taller se reparaba de todo, y sus habilidades mecánicas fueron incluso requeridas para trabajar en la mecánica de un avión. Como prueba de ello, se veían a los costados del portón de entrada las reparaciones en la mampostería que debieron hacerse luego de las roturas provocadas por las alas de la aeronave.
La frase más popular de Enrique era la siguiente: “No hay como arreglar motores de avión: si pasa algo el tipo no te puede venir a reclamar nada”.
Cierta madrugada fueron a buscarlo a su casa que, vale aclararlo, era contigua al taller. Se requería su auxilio porque no arrancaba el motor del barco de la empresa arenera local y había que salir a trabajar fiel a la vieja consigna “buque parado no gana flete”. Hasta el puerto fueron mecánico y cliente, y ni bien subieron Enrique pidió que arrancaran el motor, que gimió y hasta dio alguna que otra vuelta pero no quiso arrancar; fue entonces que el mecánico pidió que no se diera más arranque para no desperdiciar la carga del acumulador, y sin más preámbulo agregó: “traigan un martillo”; ya armado, Enrique aplicó un fuerte y preciso golpe sobre alguna parte del motor y luego ordenó el arranque: el motor dio unas vueltas y, para asombro de todos, de inmediato inició su marcha.
Muy sonriente, el dueño del barco agradeció al mecánico y le preguntó cuánto le debía. Enrique le dijo una cifra similar a los actuales mil quinientos pesos. El patrón, ahora serio, dijo: “¡¿mil quinientos pesos para dar un golpe con el martillo?!”. Entonces, no sin cierta picardía, un sonriente Scheitlin le respondió: “Es que había que saber dónde pegarle”.
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