
Por Gabriel Moretti
En la década del 60, los tres cines que existían en Baradero trabajaban a pleno; en el Colón se pasaba la promocionada película “El magnífico cornudo”, protagonizada por Claudia Cardinale y Ugo Tognazzi.
Para conocimiento de los más jóvenes diremos que los cines funcionaban viernes, sábado y domingo por la noche, y en el último caso había una función en horas de la tarde. A esa matiné concurrieron muchos espectadores, a tal punto que para el ingreso a la sala se formó una cola sobre la vereda de la calle Santa María de Oro. Llegado este punto es necesario aclarar que, en ocasiones, la cinta de celuloide solía ”cortarse” y la proyección quedaba interrumpida; la sala entonces se iluminaba de manera casi simultánea. También hay que aclarar que el sistema de proyección consistía en dos máquinas en las que se cargaban los rollos de forma alternativa: cuando el operador veía que se terminaba uno, comenzaba a proyectar el que había colocado en la otra máquina.
Según parece, aquella tarde de domingo el habitual operador había sido reemplazado por otro que, en vez de cargar en espera el rollo correspondiente, colocó el de Sucesos Argentinos, corto noticioso que comenzaba con un criollo que, montado, hacía parar a su caballo sobre las patas traseras con una voz de fondo que anunciaba los “Sucesos Argentinos”.
En plena exhibición de la película italiana y para sorpresa de los espectadores, apareció en la pantalla el mencionado jinete. En la sala había un timbre que, accionado por quien hacía las veces de “acomodador”, alertaba al operador de alguna anormalidad. Cuando se encendieron las luces, se detuvo la proyección durante unos minutos y luego se reinició la película de manera correcta. Lo que esta vez sucedió fue que el operador suplente se olvidó de apagar la luz de la sala y la película se exhibió con las luces encendidas, algo que por supuesto dificultaba la visión.
Quien accionaba el timbre apretaba el pulsador una y otra vez, pero el operador no se daba cuenta por qué sonaba la campana, entonces el acomodador, don Ismael Querzoli, caminó entre la platea hasta pararse frente a la pantalla y desde allí, con las palmas abiertas y haciendo bocina alrededor de su boca, gritó varias veces: “¡la luuuuuz!” hasta que el operador entendió de qué se trataba, las apagó y, por fin, la cinta fue proyectaba sin otros inconvenientes.
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