¿Cómo es el 31 de diciembre en una localidad del interior? Lejos de la ciudad urgida, se puede convocar al olvido general del pasado y a una esperanza ciega hacia lo que vendrá. La exacta significación de toda verdadera y entrañable celebración.
Por: Federico Jeanmaire
Fuente: ESCRITOR, PREMIO CLARIN DE NOVELA 2009
La bajada es la bajada. La calle que lleva desde el colegio de las monjas hasta el puerto. O a la inversa. Aunque, claro, lógica pura, cuando ocurre a la inversa ya no se llama la bajada, sino la subida. Sin embargo, como la mayor parte del tiempo estamos arriba, en la ciudad, siempre es más la bajada que la subida. Se trata de una calle bastante ancha. La única sinuosa del pueblo, con algún desnivel y bordeada de tipas. La más linda de todas, lejos. Según el catastro municipal, su nombre es San Martín. Pero muchos no lo saben o con el tiempo se olvidaron o no les interesa el asunto en absoluto. Y cada fin de año es una fiesta.
Casi todo Baradero baja por ella, en procesión de autos o caminando, para llegar al interminable baile del Club de Regatas. Nacer en un pueblo cualquiera del interior argentino quizá tenga sus desventajas, no lo sé. En cualquier caso, si a alguien le compete tan odiosa enumeración, no será a mí. Lo que sí tiene, y esto lo afirmo desde la más rotunda de las certezas personales, es un par de ventajas evidentes con respecto a los nacidos en la capital.
Sin ir más lejos, la fácil comprensión del significado de algunas fiestas. La primavera, por ejemplo, no es una abstracción impuesta por el almanaque que nos obliga a hacer un picnic en Palermo mientras diluvia, quiero decir. No. La primavera es una realidad que se impone en el ambiente: el verde de los árboles, los olores recobrados, la luz imparable del sol por todos los rincones y la necesidad de apurarse a terminar las carrozas que se han ido construyendo a lo largo del invierno.
Lo mismo pasa con la fiesta de fin de año. Al encontrarse casi todo el pueblo en un mismo lugar, el comienzo del nuevo año es una cuestión perfectamente palpable y compartida. Hay abrazos y saludos y besos con aquellos que queremos, pero también hay abrazos y saludos y brindis con aquellos que no queremos nada. Un olvido general del pasado, de algún modo. Y una esperanza ciega en lo que vendrá. La exacta significación de la fiesta.
Aunque es cierto que eso ocurre sobre todo al principio. Después, con el correr de las horas y del alcohol, el milagro festivo se termina, los odios suelen volver y, a veces, la cosa puede terminar en peleas más o menos multitudinarias. Hace unos años tuve la suerte de que mi amiga Susana se mudara a la bajada. Y, a partir de entonces, la fiesta fue todavía mejor. Ya no necesitamos ir al baile. Nos juntamos en la puerta de su casa después de las doce y tomamos champagne o vino o incluso alguna vez mate, nada más; la bebida es lo que menos importa. Además de Susana, también van Pedro y Titi y Cristina y algún otro que ahora mismo no recuerdo. Y nos sentamos a ver pasar la gente. Los vestidos muy largos o muy cortos de las chicas y el poco arreglo de los varones.
A la mayoría de ellos, lamentablemente, no los conocemos, somos de otra generación. A los que sí conocemos son a los que pasan en auto. Y entonces jugamos. Uno de los juegos más divertidos que hemos inventado es contar cuál de nosotros recibe más saludos. Hacemos trampas para ganar, por supuesto. Y decimos un montón de mentiras de los que nos saludan: que en lugar de ir con su mujer o con su marido iban con otra o con otro, que qué viejos que están mientras nosotros permanecemos tan jóvenes, que tal o cual está más gordo porque su familia le tiene prohibido terminantemente llorar, más etcéteras y etcéteras. La pasamos muy bien. Nos reímos. Nos reímos toda la noche.
Eso, mientras bajan. Pero al rato, nomás, de que bajan los últimos, los primeros defraudados por el baile empiezan a subir, y ahí la cosa se pone todavía mejor. Ayudamos a borrachos, escuchamos a novias o novios despechados, charlamos con los aburridos y nos seguimos riendo.
Alguna vez pensé que ser escritor me había salvado la vida. Tres de las hermanas de mi abuelo paterno eran muy chusmas. Se sentaban todas las tardes en un banco de la plaza Mitre y no paraban de hablar de los demás. Generalmente mal, por supuesto. Con esa sangre en mis venas, podría haber repetido la historia sin gran esfuerzo, me parece. Por suerte, imaginar historias también está en el origen de mi vocación literaria. Es más sano. Mucho más saludable. Y me salvó definitivamente del banco de la plaza.
Otra suerte más, para terminar: este año, y a partir del Premio Clarín de Novela, quizás esta noche no me haga falta hacer ninguna trampa para ganarles a mis amigos en el conteo de saludos.
Clarín
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