
Te sigo contando. Como te dije hace algunos días, me hospedo en una de las cabañas de la bajada al puerto que Mirko Schlegel ofrece al visitante, al viajante, al turista y a su amigo El Mono. Alojarme en esa cabaña de madera me brinda la oportunidad de permanecer unos días “viviendo” por primera vez en, a mi entender, el trecho más hermoso de la ciudad. Si viviese hoy de verdad en Baradero, querría que fuese en esa bajada. Siempre quise vivir ahí, desde muy chico. Entonces y a la manera de un soñador, el amanecer en Villa tranquila me permite imaginar cómo podría haber sido una infancia alternativa, y lo hago. Imagino. Trato de vislumbrar cómo tal vez me habría sentido de niño si hubiera crecido allí, jugando en esa calle, rodeado por el perfume y bajo la sombra de los enormes árboles de flores amarillas (¿tipas?) de ese barrio tan particular, tan distinto del de mi céntrica casa natal en Santa María de Oro. Sólo conozco la bajada muy de paso, por haberla vivido en una infinidad temporal y transitoria construida de cortos momentos veraniegos durante los descensos por esa calle rumbo al Regatas con la toalla y la malla de baño en un rollito bajo mi axila, a la usanza de los muchachos de esa época ya tan lejana.
Durante mi primera madrugada en el pueblo, como es habitual para mí, salí a correr. Bajé hasta el puerto y tomé el camino que va hacia la rotonda de la cuarenta y uno. Completé su semicírculo y encaré por la subida de esa ruta en dirección a la Panamericana. Daría la vuelta en la intersección con la ruta nueve y regresaría por el acceso. Esa fue la peor sección de mi itinerario. Me encontré con un acceso de asfalto destruido, lleno de baches y pedazos de hormigón arrancado. Ya cuando crucé el puente de la cuarenta y uno sobre las vías, había sido obligado a bordearlo, dejar de correr y caminar con cuidado porque allí el asfalto se interrumpía, reemplazado por un caos de hormigón desintegrado en piedras sueltas. Así estaba ese puente en esos días de junio de dos mil dieciséis, igual o peor que el acceso. Por fotos y comentarios en Facebook sé que ambas vías de circulación, ambos tramos, tanto el acceso como el puente de la cuarenta y uno se repararon durante la intendencia de Fernanda Antonijevic y en la actualidad ese problema está resuelto.
Cruzo la barrera y sigo corriendo a lo largo del pueblo, ignorando las esquinas pero concentrado en observar los frentes de las casas y los transeúntes con quienes me cruzo, así hasta llegar nuevamente a Villa tranquila. Aunque es una fría mañana de junio, me zambullo en la pileta de natación de Mirko y tomo una rápida ducha igualmente helada. Me visto, salgo a la calle y subo hacia al centro.
Pero, volviendo al momento de mi llegada desde Ezeiza: me interno en el pueblo por el acceso (es el año dos mil dieciséis, en junio, te lo recuerdo) y el chofer del remise en el que llego me va señalando y explicando las nuevas edificaciones. Noto con sorpresa que el paso de su coche sobre los rieles, además, es mucho más mullido que el de mis tiempos, cuando el ripio del suelo no era suficiente para evitar los saltos del Chevrolet ’51 de papá sobre esos hierros siempre sobresalientes. Ahora es de verdad un paso «a nivel”.
Además, el chofer identifica para mí las calles cuyos nombres conoce o recuerda. Por esa manera de mostrarme el pueblo, compruebo que un rasgo de antaño persiste: los baraderenses (algunos como yo, al menos) a ciertos lugares remotos (como al barrio ‘de atrás de la estación’) no los conocíamos por sus denominaciones oficiales sino por la notoriedad de alguno de sus edificios, habitantes o cualquier otra señal de convención generalizada: “allá por la Vuelta brava”, “allá en la calle de la quinta del intendente”; “ahí cerquita del potrero de Sahía”, en el callejón del quincho de Alorso”, “después de la laguna de Piseta”, etc.
A pesar de saberlo desde unos breves meses que pasé en Baradero allá por el ’86, miro asombrado todas las calles transversales a San Martin, desde allí mismo —la vía— hasta la Plaza Mitre (e imagino que será lo mismo hasta la bajada al puerto) asfaltadas y muy transitadas hasta perderse de vista. “Las afueras” de mi antiguo Baradero hoy forman parte integral del pueblo. El tráfico de automóviles que parecen ir “hacia la estación” o “hacia el centro” es intenso porque entro al pueblo avanzada ya la tarde, cuando todavía se prolonga el rush de la hora pico vespertina, un poco antes de la hora de la cena.
Me ducho, me vísto y entonces, fresquito después de esos dieciséis o dieciocho kilómetros corridos, salgo a desayunar a Los angelitos. Frente al busto de Guillermo Brown, veo una cara conocida: la de mi ex compañerito de la Escuela número uno, Cachito Maisonave. Me le acerco pensando que —así como yo lo he reconocido de inmediato— él sabrá quién soy ni bien me vea. Nada de eso. Me mira perplejo mientras le hablo y tengo que repetirle mi nombre, mencionar la antigua joyería de mis viejos, decirle que soy El Mono. Después de que ha transcurrido lo que me parece más de un minuto, al fin a Cachito se le ilumina el rostro y me dice, “Ah, sí, … ¡pero eso fue hace muchísimo tiempo!”, como si la imagen del tipo que tiene parado frente a él se hubiese esfumado de su memoria, como si no recordase tampoco esa época remota de su propia vida vida. O como si todo eso hubiese sucedido durante una vida anterior. Me doy cuenta de que en mi propia historia personal han sucedido varias ciudades, países, los dos hemisferios, idiomas, amigos, casamientos, divorcios, esposas, hijos y nietos. Fue en otra vida. Justamente. Así es.
Cuando unas horas más tarde del momento mañanero que formara parte de mi itinerario de corredor cruzo la plaza Mitre caminando y de traje, ésta está desierta. Sólo veo algunas personas que ambulan por Anchorena y otras menos por Santa María de Oro. Y eso es todo. Un auto y dos motos cruzan raudos la próxima esquina, San Martín. Yo, por mi parte, camino por la plaza cruzándola en diagonal, desde la esquina del Sportivo hasta la de Pelecho. Y encaro por Anchorena.
La mañana está tan fría como desapacible. Un gris plomizo cubre el cielo. A esta hora, aunque es aún algo temprano, el pueblo ha perdido el movimiento intenso pero breve que vi al regresar corriendo de mi temprano amanecer. Había salido a la hora en que los niños y jóvenes van hacia sus escuelas, a mis ex-colegios. Por lo que fui observando, esa parece ser también la hora cuando salen y entran por el acceso a la ruta nueve aquellos que por razones de trabajo viajan entre Baradero y otras localidades. Me pasaban autos, camiones y algunas motos. Ese rush ahora ya se ha extinguido.
Entro a Los angelitos por primera vez desde hace varios años. Hay un par mesas ocupadas y voces llegan desde “la trastienda” que se abre hacia la izquierda de quien llega. Al fondo, hay un hombre que atiende detrás de la barra y al mismo me dirijo. No nos conocemos ni reconozco a ninguno de los hombres que están sentados a las dos o tres únicas mesas ocupadas del local.
Me acodo en la superficie de madera y pido un cortado y medialunas. El silencio súbito del lugar y las miradas que siento en mi espalda me genera una cierta sensación de extrañeza. Lo que siento durante mi corto diálogo para pedir el escueto desayuno es esa incomodidad de quien —ya en medio de la acción, in medias res— percibe que está haciendo algo no acostumbrado, ha adoptado un comportamiento o modo de actuar inusual. Ahora estoy casi convencido de que la barra de este bar no es para beber de pie. Mi actitud no se integra al código tácito de comportamiento cotidiano de este bar: nadie toma café de pie en esta barra tan baja que este lugar tiene en vez de las altas de cualquier bar. Es más bien un mostrador. Es obvio que los parroquianos aquí se sientan a las mesas. De a poco se va iluminando mi memoria: en mi juventud nadie bebía tampoco en las barras del Hotel de las Naciones, ni de La Suiza, ni de lo Viale, ni de lo de Marconi. Sólo recuerdo algunos tipos tomándose unos vinos en la barra de Vega al atardecer y basta. Entonces, por oposición, recuerdo las películas del Far West, cuando ‘el forastero’ entra al salón empujando las dos puertitas aéreas vaivén de persianitas, va directo a la barra y en medio del silencio expectante pide un whisky. Aunque en cualquier ‘saloon’ el comportamiento en la barra sea ‘normal’, la foraneidad es lo que sí crea sospechas. Es la llegada de un cierto «otro». La extrañeza ante la alteridad.
Tomo café en un relativo estado de ‘autoconciencia’. Sé que mi atuendo (o la argolla de acero cirúrgico que cuelga del lóbulo izquierdo de un tipo ya bien entrado en los sesenta años de edad) puede a los ojos locales resultar extraño. Mientras espero mi expreso, miro a mi alrededor y considero que mi vestimenta es obviamente extranjera. Llevo un grueso traje tejido de invierno a rayitas gris oscuro y negras. El borde completo del saco, incluido el cuello y las solapas, y también la costura del pantalón, llevan un orillo de cuero negro todo pespunteado. Nada común ni local, estoy seguro. Compré ese traje en Reykjavík, la pequeñísima capital de Islandia. Sólo entonces veo de que en la pared izquierda del bar está clavado el póster donde —exhibiendo una foto mía de dimensión considerable— se anuncia mi inminente presentación en el Centro Cultural Illia. Comprendo entonces que el silencio súbito que me sobresaltara no había sido de desconocimiento, sino de reconocimiento y curiosidad. Sin embargo, estoy seguro de que —pasados tantos años míos de ausencia— a quienquiera que sea que me haya conocido en el pasado le debe suceder lo que le sucedió a Cachito Maisonave. Mi aspecto actual le debe resultar tan irreconocible y extraño como, por otra parte, a mí me resultó Baradero al llegar al pueblo después de todo ese tiempo afuera.
El café está delicioso.
Cuando dejé Baradero por primera vez, allá por el ’67 para ir a estudiar a una universidad porteña, el pueblo propiamente dicho —es decir, la urbanización continua— sólo comenzaba en ese punto exacto: al cruzar la barrera. La avenida San Martín que allí se abría en dirección al centro de la ciudad era mucho más estrecha que ésta por la cual corrí esta mañana, y hacia ambas lateralidades, el asfalto no se extendía más que unas seis o siete cuadras. Del otro lado, o sea desde la barrera “hacia afuera”, en dirección a la Ruta 9 de mi niñez, sólo existían quintas, chacras y campos de pastoreo, tal vez un único taller mecánico. La casa de esquina de Bichito Allegrini, la feria de Tapia, más campo, el almacén que después fue de Dellagiovanna, la quinta de los Poletti y pará de contar. No había silos, lavaderos, balanzas, nada. Sólo persiste grabado en mi retina desde hace ya más de medio siglo un minúsculo lote cubierto de yuyos intencionales cerca de la barrera, creo que del INTA. Así se le llamaba —por su sigla— al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, con sede regional en la vecina San Pedro. En ese pequeño lote abarrotado de diferentes especies vegetales se hacían estudios y experimentos con agrotóxicos químicos. Un severos cartel a la entrada ostentaba calaveras con sus clásicas tibias cruzadas de advertencia a los transeúntes: peligro mortal para cualquier extraño que se internase en esas malezas descuidadas que lo infestaban e infectaban, de modo literal. Yo, niño, veía la gatera en el tejido de alambre como si fuese la portada del infierno. En silencio hacía fuerza psicológica para que papá acelerara el auto y se alejara cuanto antes de ese trecho del acceso.
Ahora, promediando la segunda década del siglo veintiuno, lo que me sorprendió al entrar a Baradero fue el número de calles transversales demarcadas con claridad, todas pavimentadas en su totalidad e integradas a las varias vías longitudinales del pueblo, las cuales en su conjunto delineaban manzanas y manzanas urbanizadas, ya desde varias cuadras antes del cruce del paso a nivel —en lo que antiguamente era “afuera del pueblo”. ¿Será que hoy a la nueva sección de ese lado, pero más cercana a la ciudad, todavía se la identifica —como durante mi niñez— con la frase indefinida “atrás de la estación”? ¿Por acaso el desuso y la quema piromaníaca de la estación de trenes habrá causado el olvido de ese significante (“… de atrás de la estación”) y otro nombre hoy lo ha reemplazado? Ya lo sabré cuando llegue al centro y se lo pregunte a alguien, pienso con esa animación expectante que sólo nace de la incógnita, de la ignorancia.
En mi memoria, uno en general salía del centro hasta la ruta evitando hacerlo por Anchorena porque ésta se transformaba en ‘de tierra’ unas dos cuadras después de la cancha de Sportivo (ese espacio hoy revertido a la función teleológica de su nombre original: la plaza Colón), en la esquina siguiente a la Cooperativa agrícola, después de pasar por la casa de Tingo Padrós. Sus transversales en ambos sentidos desde allí hasta la vía también eran de tierra. Es por eso que el tránsito de ese lado del pueblo de la San Martín disminuía o desaparecía durante los días de lluvia. Y en la vía terminaba el pueblo, te lo recuerdo. De todos modos, paralela a una cuadra de Anchorena, corre la columna vertebral del poblado, la San Martín, vía neurálgica de la ciudad. Digo eso de “de todos modos, etc. …”, porque de San Martín hacia el norte todas las longitudinales estaban pavimentadas. No. No. Tengo que limitar esta afirmación. Estaban pavimentadas hasta Thames, porque Gorriti se hacía de tierra en la esquina donde empezaba a llamarse Sánchez de Bustamante, una cuadra después de pasar por el tanque de Aguas corrientes. Ese artefacto arquitectónico le daba nombre a ese barrio, por supuesto. Mis amigos Tato y Lalo Botaro vivían con su mamá Toti allá, “en el barrio de las Aguas corrientes”.
En síntesis: uno tenía la opción de tomar cualquier transversal y girar en cualquier “mano contraria”: se salía del pueblo tomando alguna de las calles longitudinales al norte de San Martin, como digo, hasta llegar a Gorriti, donde una vez más acababa el asfalto de las transversales y longitudinales. Es decir que si llovía (y no sólo en esos días), en general en vez de tomar la Anchorena, para salir del pueblo uno circulaba por Aráoz, Sáenz, Thames o Gorriti. ¿Llegaba el pavimento de Aráoz hasta el boulevard de la estación, realmente? No lo recuerdo, pero estoy casi seguro de que no llegaba. No. Si se iba saliendo por Anchorena, uno giraba a la derecha en la esquina donde empezaba la tierra y se mandaba para Thames.
Durante mi niñez se iba con cuidado; la gente andaba en segunda y se disminuía la velocidad al llegar a cada esquina, no sin antes tocar bocina anunciando la llegada del coche de uno a dicha intersección. Al derecho de paso lo autorizaba y garantizaba el primer bocinazo. Otros tiempos, como te digo. No era raro —de verdad, no lo era, te juro— que al estacionar en paralelo tuvieras que retroceder entre una pick up, digamos, y la cabeza de un caballo de anteojeras ensillado a un sulky. El animal, a su vez, estaría atado a uno de los árboles de la vereda. Ese es otro detalle: casi todas las calles del pueblo eran arboladas. Una calle de vereda pelada era una excepción, en general de las “nuevas” de tierra, parte de la urbanización creciente y continua que extendía las dimensiones del damero que había constituido el pueblo original. Thames era una frondosa boveda vegetal continua desde Colombres hasta el boulevard de la estación ferroviaria.
El sentido mismo de la distancia era diferente y los chicos del centro éramos de alguna forma de ‘otra población’ con respecto a los chicos de la estación, a los chicos del cementerio, a los chicos de la fábrica, a los chicos del hospital, o a los chicos del bajo. Y por supuesto que existían además los chicos de otra categoría, diferentes: los chicos del campo, la gran periferia baraderense, motor de la economía local.
No obstante — y paradójico— , cuando Baradero era mucho menor en tamaño lo sentíamos mucho más grande. Infinito, nuestro universo.
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New York City, 18 de diciembre de 2021
*Lamento ignorar quién es el fotógrafo que tomó la panorámica aérea que ilustra este artículo. Es posible que sea de Pablo Berniger, pero no quiero atribuírsela sin tener seguridad de su autoría. Si vos, Pablo, u otra persona pudiera, por favor, identificar al fotógrafo, se lo agradeceré y solicitaré a BTI que corrija este epígrafe, reemplazándolo por la atribución autoral.

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