
Aun cuando la frase que titula este texto constituya uno de los ‘clichés’ más conocidos del oficio del escritor, este es un punto que merece consideración, ¿no te parece? ¿Qué diablos significa esto?
El horror de la página en blanco es el lugar común más común de la práctica literaria: es el elefante sentado en la sala, el bicho feo, el Cuco. Decidí hoy conversar un poquito con vos sobre esta cuestión porque representa un dilema teórico sobre la situación emocional que enfrenta todo aquel que —dispuesto a escribir— inicializa una computadora. Muchas veces, “no sale nada”, el milagro no se produce y el horror triunfa, hermano.
Hoy en día, en mayor o menor medida la computadora o el celular se utiliza principalmente para ingresar a alguno de los varios medios sociales disponibles en el Internet. Por medio de esos aparatos electrónicos es posible internarse en una villa virtual habitada y animada. Es así debido a que estos espacios están saturados de contenido. Allí se halla material interactivo listo y a disposición del usuario. Al entrar en contacto con esas imágenes, sonidos y palabras, uno pasa a pertenecer a una sociedad inmaterial, no está más solo. Ahí se encuentra compañía.
En la actualidad, somos ciudadanos y partes integrales de esa villa intangible, sus asociados. Seres sociales que somos, buscamos esa pertenencia e inclusión. Nadie quiere quedarse afuera. Este es el siglo de la inclusividad. En esta esfera pública virtual además se configura una identidad personal: uno posee un username (un nombre de usuario) y se halla en posesión de una keyword—una seña que es a la vez la ‘llave’, “key”, que abre acceso a ese hogar, a esa villa, a ese mundo, a ese universo cibernético.
Solo en mi buhardilla de las sierras de Westchester, de ese modo también yo me hallo acompañado. Es decir, la democracia virtual me ha conferido el derecho a ingresar a esa sociedad de la cual soy miembro y me garantiza cuanto menos el simulacro de la compañía. Es el flamante Metaverse: un lugar adónde ir para huir de la soledad. Compañía, al fin y al cabo.
Vivo solo desde hace ya mucho tiempo. Por añadidura, mi propio laburo me demanda horas y horas cotidianas también a solas. Por ende, los medios sociales virtuales —que una inteligencia artificial maneja en el espacio inmaterial— son quienes me proporcionan compañía constante sin que tenga que moverme de mi escritorio. En cyberspace abundan villas que puedo visitar sin tener que levantarme de mi silla. Facebook, Tweeter, Instagram, Tic Toc, Whatsapp, Youtube, et al.
En los cada intervalo de descanso que hago durante mi tarea diaria, puedo salir de la aplicación Microsoft-Word en la que estoy escribiendo e ir a dar un paseo por cualquiera de los portales que se ofrecen en el monitor de mi computadora. Ahora mismo, ¡ya!, si se me antoja (“¿A ver cuántos ‘likes’ tiene la última foto que subí a mi muro?”). Es gracias a este milagroso mecanismo que nunca me siento solo. Thank you very much, Mister Mark Zuckerberg & Cia.
Pero volvamos vos y yo al horror de la página en blanco.
Si imaginases a los medios sociales virtuales como la cara de una moneda, mi laburo —la práctica de la escritura— sería el reverso de esa misma moneda. Mientras los medios sociales ofrecen compañía; la materia prima (o el crisol) del escritor —la página en blanco—, constituye la soledad y el vacío más absolutos. No existe nada virtual ni meta-lo-que-sea en este segundo universo real. Es algo tan tangible y sólido como la roca que Sísifo empuja de modo infructuoso hacia la cumbre de la montaña.
¿Por qué te digo eso? Verás.
Hace añares, cuando era todavía estudiante de literatura, fui parte de uno de los talleres de escritura creativa, “El ensayo personal”, que ‘moderaba’ un escritor norteamericano adusto y severo llamado Lewis Meyers. Lo pongo aquí a tu disposición como símbolo y ejemplo porque para mí él representó en ese momento La voz oracular al respecto de este tema del cual estamos hablando. Como la sacerdotisa Pitia del Delfos de la Grecia clásica, quien propalaba mensajes cifrados que su interlocutor debía descifrar, este profesor, Lewis Meyers, dijo algo cuya veracidad sólo fui sintiendo y comprendiendo con el pasar del tiempo.
El primer día de clase nos reunimos en un salón muy íntimo de uno de los edificios “brutalistas” (moles de concreto gris y vidrios) de la City University of New York (CUNY). Su campus abierto se levanta a ambos lados de un par de cuadras de la avenida Lexington, aquí en Nueva York. Te imaginarás que todos los participantes aguardábamos la llegada de este profe llenos de esa emoción entusiasta que llamamos “anticipación”.
Sin decir palabra, Lewis Meyers entró a la sala y se sentó a la cabecera de nuestra larga mesa; sobre la misma organizó sus libros y algunas hojas sueltas de notas. A primera vista, Lewis Meyers aparentaba ser un típico WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant): Alto, delgado-espigado, de piel muy clara y levemente rosada; a la sazón un hombre ya de media edad pero, si bien es cierto, algunos años más joven que los que yo tengo hoy en día. Una tupida cabellera gris cubría su elegante y larga cabeza. En su rostro se destacaba un par de ojos azules muy penetrantes separados por la naríz protuberante que emergía y descendía bajo el ceño. Este apéndice aguileño delataba la pertenencia étnica de este hombre a la colectividad de los judíos askenazíes neoyorkinos del Lower East Side de Manhattan. Lewis Meyers era un conspicuo miembro de la intelligentzia neoyorkina.
Una vez que estuvo satisfecho con la organización de su espacio en la mesa, Lewis Meyers enfocó su vista en cada uno de nosotros escudriñándonos uno a uno con detenimiento e interés. Solo entonces se levantó de su asiento para dar inicio de modo oficial al taller de escritura The Personal Essay. Lo hizo con la siguiente admonición:
“One writes alone and dies alone”: Uno escribe solo y muere solo.
Nuestra reacción colectiva fue un mutismo que intentó en vano ocultar el estupor ante lo incomprensible. Pero, quienes encaminamos nuestro destino en la dirección de una vida de escritores tuvimos oportunidades y razones de sobra para entender su criptología oracular. Se escribe solo como se muere solo. Entenderíamos además la agudeza del cliché que expresa el horror ante la página en blanco. A la compañía superficial y fácil de la página de Facebook —esa ventana hacia la sociedad virtual— se contrapone la soledad de la ocupación literaria.
Lewis Meyers nos quiso advertir aún antes del comienzo mismo de su taller que si nos dedicáramos de lleno a este oficio sufriríamos siempre esa sensacion de soledad y de vacío que genera la página en blanco y la tarea de llenarla. La página en blanco despoja al escritor de toda certeza y lo abandona a los contenidos de su propia mente, las limitadas posibilidades de su imaginación. Es con la escasez de ese material único que el escritor debe arreglárselas. A partir del desafío que constituye ese vacío y esa soledad, el escritor debe concatenar elementos que le permitan engendrar alguna cosa, crear un ‘algo’ que pueble ese espacio y valide la propia existencia. De la mera utilización de ese material, en la cúspide brillan Shakespeare, Dante, Wolff, Cervantes, Borges, Munro, Goethe, Dickinson, las plumas anónimas de la Sagas islandesas. En las profundidades, escribe aquella chica o muchacho ignoto de los suburbios de alguna ciudad cualquiera del vasto mundo. Todos en pos de lo mismo.
No sé si vos que me leés sos de esa época, pero seguro que sabés de esto que ahora te voy a hacer acordar:
Yo pertenezco a la generación que en general escribía un diario íntimo. Casi todos “llevábamos” ese diario personal, the journal, el jornal. En las librerías de lujo (en lo de Willi), vendían hasta unos cuadernos con tapa de cuero y una presilla con cerradura y llave para ese fin. Mi hermana Pupi, sin ir más lejos era subscritora de una revista llamada El diario de mi amiga… . En cada nuevo número aparecía una nenita de un país diferente. Digamos que una entrega semanal podía ser El diario de mi amiga Dalvinha. Dalvinha entonces sería una nena de la ciudad de Bahía en el noreste Brasileño. En ese diario Dalvinha contaría sus aventuras del mismo modo íntimo y en primera persona, tal como lo hacíamos nosotros nuestros propios diarios. La próxima semana llegaría en cambio El diario de mi amiga Patricia. En este caso la revista consistiría del diario de una piba irlandesa de Dublin quien, en el mismo tono íntimo y confesional, revelaría sus andanzas. Y así cada semana. Esas revistas eran populares porque estaban hechas de material que nos era familiar. Era escritura para pibas preadolescentes como mi hermana. Eran textos como nuestros textos, esos que nosotros también escribíamos todos-los-días.
Aún hoy, si mirás una película de ‘época’ no falta ese momento en el cual la madre halla y subrepticiamente lee el diario de su hija o hijo… para enterarse. En los casos más trágicos, es el novio o la novia quien lo descubre. Ojos no autorizados no debieran jamás leer el diario y así saber los secretos allí plasmados. Se armaba la cagada, como quien dice en crioyo. Esta era la tragedia que en nuestra generación equivaldría a la del presente si alguien se apoderase de tu seña y de tu celular. Estos medios, tanto el diario íntimo como el teléfono celular, en diferentes momentos en el tiempo, constituyeron y constituyen la puerta hacia una esfera privada a la cual nadie, a no ser el poseedor, debe tener acceso.
Sin embargo, lo que quiero destacar con esta mención del diario íntimo es que entre la gente de mi generación la escritura estaba naturalizada. Uno escribía para sí mismo, pero escribía todos los días. Todos o casi todos escribíamos cotidianamente. El acto de escribir servía como un modo de exteriorización de la memoria y la forma de preservarla como recuerdo de la experiencia y existencia individual.
Se contaban en su mayoría quienes escribían un diario normal. En éste depositaban y almacenaban tanto confesiones como una lista de hechos, tareas y experiencias cotidianas: “Sábado 9 de abril de 2022: 10:00 de la matina; fui al quiosco porque estaba sin puchos. Compré dos atados de Parisiennes. Tengo que fumar menos o me fundo. 21:00: Fui al cine con Fulanita. Nos sentamos en la última fila y no vimos ni una escena de la película, pero la pasé re-bien. … … … etc”. Sin embargo, no faltaban los pocos que, aun cuando escribieran sobre momentos similares, se hallaban además realizando experimentos de diversas formas narrativas. Comenzaban a interesarse —más que en el mero contenido— en el texto formal (o en la forma del texto) per se.
Pasar de la confección de un diario a la construcción de un artefacto literario, llamémoslo así, requería efectuar un salto cuántico, sea este accidental o intencional. Estos últimos escribidores que menciono se inclinaban más hacia la manera de escribir y sus distintas posibilidades. Se preocupaban no sólo por depositar ‘contenido’ sino que al hacerlo emprendían una tarea de investigación y exploración de los vericuetos de la escritura. Trataban de hallar satisfacción y placer en la forma de plasmar el contenido de esas experiencias vividas. Y en imaginar un más allá. Es decir, además de lo autobiográfico y confesional del texto, en esas páginas escritas derramar el producto de una ‘preocupación estética’.
La confección del texto para éstos últimos incluía la procura de una cierta forma de belleza, o como prefieras llamarla. Te darás cuenta que si estaban escribiendo como quien esculpe… ya vislumbraban un ojo observador potencial, un tercero receptor y objeto de la narrativa. Un lector. Cualquiera que se adentrase en el rabbit hole (esa profunda madriguera) de la construcción literaria se abocaba a la elaboración texto dotado de estructura formal y estilística —una forma arquitectónica que solidificase la escritura. Quien lo hacía esperaba que la conjunción del contenido con esa forma estilístico-estructural desencadenase la experiencia de una lectura singular. Si así fuese, el texto revelaría la voz particular del escritor. Quien escribe con esas preocupaciones estéticas, estilísticas y aun sonoras y melódicas, ha empezado a trabajar al servicio de esos potenciales ojos ajenos. Escribe para un tercero.
Este abandono de la tarea autoepistolar —de escribir-se a sí mismo para sí mismo en un diario íntimo— y su reemplazo por la creación literaria puede haber también nacido como consecuencia de un descubrimiento accesorio: escribir para otro alberga en sí tanto el horror inicial de la página en blanco como la compensación hedonista ante el producto terminado.
Quien comienza a escribir de acuerdo a profundas demandas estéticas ha alcanzado los bordes o las fronteras del universo poético. The medium is the message, escribió Marshall McLuhan. De acuerdo a esta hipérbola, el medio deviene el mensaje en sí mismo. O sea, la forma como se lo transmite es lo que confiere fuerza y significado al contenido del mensaje. Por pura justicia poética, el horror que la página en blanco suscitara en el escritor revertirá en la satisfacción recíproca de ambos, escritor y lector, cuando la escritura se transforme en lectura. Un sublime intercurso.
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New York City, Sábado 9 de abril de 2022
Ilustración: Leonid Pasternak (1862 – 1945): «La pasión de la creación». Sin fecha.

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