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¿Y si reconstruimos «El centro» de memoria? – por Hugo Pezzini

¿Y si reconstruimos «El centro» de memoria? – por Hugo Pezzini

¿Y si reconstruimos «El centro» de memoria? – por Hugo Pezzini

29/06/2023

Categoría: Interés general, xHoy1

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*Nota: este artículo no fue escrito hoy ni ayer. Por eso la descripción de las fechas puede que te sorprenda: lo escribí en París el 14 de julio de 2020.

Sentado a una mesa del café Au Chat Noir (Al gato negro) de la esquina de mi hogar transitorio de los veranos parisinos, en la intersección de la Rue Saint Maur y la Rue Jean-Pierre Timbaud, en esta mañana del Día de la Bastilla; Le jour de la Bastille.

Este último cuatro de julio se celebró la independencia de los Estados Unidos, el país en el cual habito hace 31 años; hace menos de una semana fue el Día de la Independencia argentina; hoy es el Día de la Bastilla y dentro de once días será el Día de Baradero. Todas estas “intersecciones” —coincidencias que vivo en diferentes órdenes y circunstancias, y que he calificado de sincronismos— exacerban mi sensibilidad de auto-exiliado argentino desde hace ya cuatro décadas (antes de mudarme a los Estados Unidos viví diez años en Río de Janeiro). No puedo entonces evitar recordar al célebre escritor del otro lado del río color de león. Las palabras de Mario Benedetti nos reflejan a muchos de aquellos que vivimos afuera:

“La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en un curioso empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria”.

               Mario Benedetti, en “El desexilio”. Diario El País. Madrid, 18/04/1983       

Es así: condenados a ser ‘de afuera’, para siempre, estemos donde estemos, aun de regreso y ya una vez más en nuestro hogar natal.

En un libro de título similar —El desexilio y otras conjeturas—, que Benedetti escribiera desde su exilio en Madrid, dos de sus personajes se juntan en un café de esa ciudad. Mientras beben y fuman, tratan de reproducir de modo imaginativo la localización de los lugares físicos de la lejana Montevideo que tanto añoran; los espacios, los amigos y los personajes típicos que han dejado en esa capital sudamericana, tal como los van recordando mientras los describen.

Desde su vida europea, estos dos uruguayos reconstruyen por medio de un esfuerzo memorioso la geografía, la historia y la gente de la tierra madre (o padre: la “patria”), que existe allá a lo lejos, para ellos dos nada más que como un recuerdo. Retomando su ejercicio —como si yo fuera uno de esos dos personajes del libro de Benedetti— voy a intentar mapear y listar de modo literal el centro del Baradero de mi tiempo. De acuerdo a y limitado por las imperfecciones de mi memoria y de mi escritura —como lo hago ahora en la realidad, cuando escribo desde este bar en una intersección de calles de París —, de modo imaginario me situaré también en una intersección de dos calles del pueblo de mi infancia y adolescencia. Observaré a mi pueblo desde una esquina de ese Baradero como era entonces, o como creo recordarlo.

Pienso en dos realidades, porque existe el pueblo de día y existe el pueblo de noche. Son dos entidades distintas, si eres joven; son dos planetas diversos, dos universos diferentes.

El día es el imperio implacable de la realidad, con su sol radiante, sus perfumes a pampa húmeda, sus sonidos omnipresentes: el viento en los árboles y en los cables del teléfono y el telégrafo, el ruido placentero y suave de las plácidas aguas del río al acariciar el barro de la costa; alguna bocina cercana de esos conductores más antiguos que todavía tocan “la corneta” al acercarse a cada esquina —como la llamaba mi viejo, nacido en 1909 y cuyo padre tuviera el primer automóvil de Casilda, allá en la Provincia de Santa Fe. El rugido del paso raudo de una motocicleta. El ronroneo perenne del proceso industrial de Refinerías, al transformar maíz en producto las veinticuatro horas del día de todos los días. El pito de la fábrica. La sirena de la usina eléctrica; el zumbido de sus máquinas como yo lo oía mientras jugaba en la terraza de casa. Las campanas de la iglesia y la de la antigua intendencia al dar la hora, o los primeros mencionados bronces de la iglesia en su despliegue exuberante de tañidos al llamar a misa. “¡Vamos! ¡Apúrense, que ya van a dar la última llamada!” —mamá, los domingos mientras nos arreglábamos para ir a misa de diez.

La vida comercial del “centro” del pueblo, tal como es por aquellos años, está determinada —y el centro mismo, delineado— por la concentración de locales de negocio que a su vez generan el ajetreo incesante en la cruz formada por la intersección y convergencia entre cinco cuadras de Santa María de Oro y otras cuatro, tal vez cinco, de Anchorena.

Por ahora, Santa María de Oro es la vía primordial del pueblo, la principal: expande su urbanidad mercantil desde la esquina del quiosco de Avendaño, el gran local de ramos generales de Perincioli (¿es esa la intersección con Laprida?; no podría decirlo con seguridad), que vende de todo —en realidad es un bric-à-brac— y la tintorería de los japoneses Okama, a quienes en el pueblo llaman de modo erróneo —tal vez algo xenófobo— “los chinos”, como también la llaman a la otra familia de orientales del pueblo, los Mao. Estos sí, eminencias chinas exiliadas. En el pueblo se rumoreaba que eran parientes del líder de China, Chiang Kai Shek y que habían huido a la Argentina desde esa tierra asiática continental cuando Mao Tsé Tung toma ese país y Chiang Kai Shek debe a su vez también exiliarse y así establece la “otra China” (“Nacionalista”) en la isla de Taiwan. Otros menos versados en sino-historia y en las diferencias entre nombres y apellidos, decían que los Mao eran, en cambio, familiares de Mao Tsé Tung.

La cuarta ochava de Oro y Laprida (si esa es Laprida) es una casa residencial con un extraño frente de mosaicos de vidrio sobre un cantero con plantas ornamentales de hojas lanceoladas carnosas sobre las que siempre se posaban brillantes y enormes langostas, que nosotros atrapábamos y hacíamos “luchar a muerte”. Para eso, cada uno de nosotros tomaba con el índice y el pulgar una langosta. Las enfrentábamos y ellas cerraban sus mutuas mandíbulas unas sobre las otras. Cada uno de nosotros tiraba de su langosta, hasta que la cabeza de una de las dos se separaba de su cuerpo. La langosta del contrincante perdedor acababa decapitada. El vencedor era el que finalizaba el combate con su langosta ilesa.

Santa María de Oro fenece en su virtud comercial al final de la quinta cuadra del extremo opuesto, en el punto cardinal norte de la misma —la de la cúspide de la cruz que forman las calles que he escogido para considerar, y según cómo se las considere. Esa región norte de Oro es ya semi-residencial. En esa esquina inicial tan sólo se abren la despensa de Naldo Genoud y la sastrería Ñaró de Lenguitti; además de lo de Vega y el Círculo italiano (clases de danzas clásicas a cargo de Beatriz Moscheni, del cuerpo de ballet del Teatro Colón de Buenos Aires). Anexo: el Cine Colón, en el centro exacto de la cuadra.

El movimiento comercial de Santa María de Oro al norte culmina y finaliza en la esquina última y en la vereda de enfrente de esa cuadra: la panadería de Savoy, donde no sólo se vende pan y facturas, sino que también uno puede llevar un cerdo adobado para hacerlo asar en el horno de piedra. Fui muchas veces con papá a llevar un cerdito que habíamos comprado y visto matar (¡cómo gritaba, pobrecito!) en alguna chacra del campo. Me fascinaba observar a Savoy mientras usaba la larga pala de madera para empujar la asadera con el chanchito hasta el centro del horno en llamas.

Volviendo sobre mis pasos hacia la plaza, en la próxima cuadra me deparo con la florería Amancay; y cerquita, la heladería de Bermúdez —una filial de los helados industrializados Macri (el rumor conspiratorio e irreal y equivocado, según me han asegurado, es que ésta habría sido una empresa del padre del presidente actual de Argentina. Bolazos = Fake News).

La heladería Macri se localiza enfrente a la zapatería Bertol. A continuación de Helados Macri, puedo ver las cuatro hojas que componen la puerta del garaje donde mi viejo guarda el Valiant I. En el futuro, esta casa será el hogar de mi hermana, la psicoanalista y profesora de filosofía, italiano, ciencias de la educación y otras materias que no recuerdo en el Marcos Sastre y en el ‘terciario’ (si no estoy equivocado, aquí también, y son la misma cosa), la Pupi Barman y de su marido, el Goro Barman, pediatra, médico del hospital, de Rhodia y de Papel Prensa, si no estoy pifiándola feo. Casi frente a este garaje que será hogar, un quiosco.

En la esquina de Aráoz, la casa abandonada durante décadas donde después se construirá el correo, frente a la fonda y hotel del padre de Lito (¿o Dito?) Liaudat, y frente también, pero en diagonal, a la sastrería Petylor, de Pety Acciardi y Lorenzo. En la ochava restante de esa esquina, el mítico café La Suiza, primero de los Labate y después de Miguel Fernández. Caminando ya hacia San Martín por esa vereda, contiguo al café La Suiza y antes del Cine Suiza —en la Casa Suiza— se halla la pizzería donde Eliseo Labate sufre quemaduras en la mayor parte de su cuerpo cuando estalla su horno. En ese mismo local algo más adelante en el tiempo, Hugo Herb fabricará y venderá los mejores helados de la época.

En esa, mi cuadra, ya en la próxima esquina de San Martín y Oro, se abren las puertas de la tienda La flor del día, de Jaime Mizrahi, padre de mis amiguitos Jorge, Noemí (Mimí), Luisito y “los mellizos” (estos dos últimos, demasiado chiquitos para jugar con ellos). La flor del día es en realidad una ‘sedería’. Esto quiere decir que vende Gener os por metro, y se llama ‘sedería’ porque entre las varias telas disponibles se incluye la seda, su ‘tejido’ más fino. Enormes mostradores de madera con los bordes centimetrados para medir las telas extendiéndolas directamente sobre la superficie de los mismos. Alberto Hisi, el padre del Turco Hisi, empleado gerencial desde siempre y por siempre.

A esa tienda la compra más adelante el padre de Ricardo, Salvi, Queli y Sarita Sued –Benjamín Sued. En una especie de “cambio de equipos”, los Mizrahi emigran a Buenos Aires y los Sued (familias judías sefaradíes, ambas), en dirección contraria inmigran a Baradero desde la Capital Federal. La mudanza de los muebles y pertenencias está a cargo del padre de Rubén y Coqui Coria, Juan Coria, en su camión sueco Skoda. El único camión más grande en el pueblo es el Thornycroft de Enriquito Bernardi, hermano de Clarita Bernardi, mi compañera de clase en el Santiago Ferrari. Los porteños Sued en poco tiempo se “apueblerizan” tanto que forman el grupo folklórico Los Hermanos Sued, con Mario Maroli (uno de los cantores de Los Hermanos Sánchez, creo que la primera voz) como integrante y director musical.

Al lado de la tienda de Mizrahi, la joyería de mis viejos, Joyería Pezzini: “Alhajas, relojes, regalos. Créditos a sola firma”. La próxima puerta es una casa de electricidad de los padres de un chico llamado Julio Firpo —quien juega con muñecas, algo raro y singular para todos nosotros, que andamos por la calle siempre con una pelota, bolitas, figuritas o revólveres de cowboy (convoy, decimos nosotros). Después allí mismo abren una despensa Eve y Nelly Rossier, las respectivas madre y tía de mi amigo Polito Capitanelli, quien me enseñó a jugar a la pelota. Esa despensa y rotisería no dura mucho. La reemplaza la tienda femenina de Rodolfo Hernández, el padre de dos pibes más de nuestra barra: Rodi y El Abuelo Hernández. Antes de ser despensa y tienda de mujeres, fue la librería Argumento de Juancito Szajnowicz y de Aldredo Cossi.

La historia de ese local tiene un capítulo más: en ese mismo espacio, por fin, Minino González abre la primera boutique para hombres de la ciudad. Hasta ese momento, en Baradero para hombres sólo hay ‘tiendas’ o sastrerías. Sigo, ahora volviendo hacia Aráoz, por la misma vereda: Discomanía, venta de discos y combinados Hi-Fi, de Raúl “Biro” Suparo — músico de jazz—, un dandy excéntrico y bohemio padre de Ana Suparo, casada con Piki Brianza, quienes ahora viven en Carlos Paz, Córdoba. En el umbral de la puerta de ese pequeño local (que tiene un parlante embutido en el cielo raso), aprendo a oír música “moderna”: jazz, rock, pop —en casa hasta ese momento sólo se escucha tango y música clásica, porque papá es el D.J. Es también allí donde compro mis primeros discos.

Próximo comercio, un taller: la carpintería de don Vicente Airaldi, el padre de Mito Airaldi. Este último muere, creo que de cáncer de pulmón. Eso cuando cáncer todavía es una palabra tan prohibida como menstruación o, peor aún, aborto —y ni se te ocurra decir concha o cajeta en voz alta frente a un adulto. El cachetazo te deja sordo para siempre.

Más allá, la peluquería de la Negra Ramírez, con su pedazo de vereda de tierra con argollas para atar los caballos que se ven con frecuencia, al paso o trotando por las calles del centro, además de sulkys, charretes y alguna u otra chata tirada por una yunta de equinos lustrosos y bien alimentados. Sigue la lencería de Lafuente. Próximo portón y puerta contigua: el Molino Iberia —la taona de los padres de Miguel El Marciano Rodríguez, uno más de mis extraños amigo.

Después sigue la elegante casa de Mabel y Norma Ferrara, y pegadita a esta, la bombonería Bonafide, (donde hoy hay un estudio de radio), que expende café y caramelos sueltos, ambos vendidos por gramos o kilo. Los caramelos de varios sabores están envueltos en papel celofán brillante —de colores diferentes de acuerdo al sabor y todos con el logo de Bonafide— se hallan expuestos en contenedores abiertos con forma de bandejas semiesféricas. Cada uno tiene una cuchara o pala metálica cóncava como las que se usan en los almacenes para la harina, las arvejas partidas, los porotos, etc. Uno agarra una bolsita de papel y la va llenando con cucharadas de caramelos que la cajera pesará y tendrás que pagar de acuerdo al peso. Ya en la esquina, la fonda-hotel de Liaudat.

La vereda de enfrente de la misma cuadra: en la esquina de San Martín y Oro, la Farmacia Italiana de Carlitos Degese, el padre de Baby Degese y de su hermano, mi tocayo, el Mono Degese: este chico se mata con su motocicleta Tehuelche, otro detalle —éste, trágico— de la modernidad. Es en estas dos décadas —la del cincuenta y del sesenta— cuando se inicia la seguidilla ininterrupta de accidentes muy graves o mortales a causa de la velocidad de los vehículos a motor, cuyo valor adquisitivo al fin está al alcance de la abundante y siempre creciente clase media argentina. Hay un libro interesantísimo sobre este tema, de autoría de una de mis mentoras en la Universidad de Nueva York, Kristin Ross. Se titula Fast Cars: Clean Bodies (Coches veloces, cuerpos limpios) —Ella analiza en profundidad estos fenómenos de la modernización súbita y su efecto sobre la clase media. Desafortunadamente, como hace el análisis desde Francia (y se concentra en ese país, en especial en la ciudad de París), este texto sólo existe en francés e inglés (en francés el título es Rouler plus vite, laver plus blanc—“Rodar más rápido, lavar más blanco”). Lo recomiendo a todo interesado en ese tema y que lea en alguno de esos idiomas.

Anexo a la Farmacia Italiana, su Laboratorio de análisis. Puerta siguiente, la feria de Hector I. Chulo Tapia y su hermano. Remates y ferias ganaderas. Portón vecino: el taller de Rithner, concesionaria del Rastrojero diesel; al lado, la peluquería de Scarfoni —mi peluquero de la infancia; en la adolescencia me mudo a la peluquería de Rafa Crescenzi (de estilos más modernos), pegadita al almacén de Caíto Martig en la calle San Martín, a la vuelta de la esquina —Caíto, a quien todos los nenes llamamos “El Belesía”, por su abuelo.

Sigo caminando hacia Aráoz: La casa de electricidad y revistas de Bossetti; la ferretería Willi, el bazar Willi, la librería Willi, la imprenta de Yito Belli y Leuzzi. El hijo de Yito Belli, un chico al que apodamos “Maña”—y es empleado de Bossetti— después compra nuestra casa natal. Donde era la joyería él tiene allí hoy un local de artículos variados, eso que en inglés se llama convenience store. Después de Lo de Willi, siguen el cine de la Casa Suiza, la dicha pizzería de don Eliseo Labate que posteriormente es la heladería de Hugo Erb, como te dije, y en la esquina, el café La Suiza, como ya también te recordé antes.

Frente a la cuadra de la plaza, desde la esquina de Anchorena y caminando hacia San Martín, paso por la tienda El Arca; a continuación, por el bar Viale (lo de Viale) del padre de Héctor “El Gordo” López —una especie de estrado se levanta sobre la barra (haciéndole de techo). Éste a su vez constituye un escenario elevado, tipo palco, donde veo por primera vez una orquesta de tango al vivo. Estoy sentado en la falda de mamá —en mi memoria, veo a Pupi sobre la de papá. Es tarde y tenemos sueño, pero me mantiene despierto mi fascinación con el bandoneón, que su ejecutor maneja sobre su propia falda (en vez de pibes, en la falda tiene el fuelle) —lo toca levantando y bajando la pierna donde lo apoya hasta casi golpear los tacos de sus zapatos contra el piso para marcar con la jaula (otra forma de referirse al fuelle) el compás del dos por cuatro, de modo casi percusivo. El tipo ejecuta el tango en el bandoneón de una forma tal que este instrumento funciona también como en una orquesta o banda lo hace una batería o un contrabajo —à la Canaro; y en el futuro, à la Piazzolla.

Al lado, el bazar de Bandinelli, con un local anexo que mucho tiempo después ocuparía el bar Sportman. En el anexo de Bandinelli se exhiben heladeras, lavarropas, cocinas, toda la revolución de los ‘electrodomésticos’ modernos que liberan al ama de casa de su prisión cotidiana, y así dan a luz a la mujer con tiempo libre para sí misma, para la vida social independiente, y un poco después tal vez para una carrera profesional. Es el albor del feminismo. La libertad que los electrodomésticos le otorgan a la mujer moderna es otro de los temas que toca el libro de Kristin Ross Coches veloces, cuerpos limpios.

            El Hotel de las Naciones y su bar restaurante en la esquina, se adueñan del resto de la cuadra.  En la vereda de enfrente, sobre la plaza, hay una parada de taxis, justo donde se levanta una hermosa construcción minimalista de ladrillo visto: el kiosco de Piriti. Siempre te da de yapa un caramelo de leche envuelto en papel celofán semitransparente que de inmediato se te pegará a los dientes, las encías y el paladar, pero es d e l i c i o s o.

Retrocedamos hasta Laprida: a lo largo de Santa María de Oro, en su primera cuadra comercial, además de Avendaño, Okama y Perincioli, a media cuadra hallo el estudio de Jorge Casey (nunca supe qué hacían ahí) y frente a éste, la oficina telefónica de Teléfonos del Estado. Desde su cabina de madera con puerta fuelle de dos hojas, también de madera y vidrio, mamá llama a mi abuela de San Pedro.

A veces “hay demora” y esperamos media hora antes de que nos “den la llamada”. Dependiendo del clima o las condiciones de la línea, de vez en cuando la telefonista tiene que hacer de intermediaria porque no se escucha nada. Entonces ésta última (siempre la operadora es mujer) le repite a mamá las palabras de mi abuela en San Pedro y a mi abuela las respuestas de mamá, aquí en Baradero. Lo que más me fascina de la cabina (además del olor a madera y cigarrillo) es el extraordinario fenómeno de que al entrar a la misma, por el peso de nuestro cuerpo el piso baja uno o dos centímetros (es como un enorme mosaico único de madera apoyado sobre varios resortes). Este leve descenso del piso de la cabina acciona una especie de interruptor que enciende la luz en su techo. Al salir, el piso libre ya del peso humano asciende nuevamente, interrumpe el contacto y la luz se apaga (por eso digo que funciona como un interruptor). Fascinante. El futuro iPhone XR Plus no figura aún ni siquiera en la imaginación de los autores de novelas de ciencia ficción.

En las tres ochavas de Anchorena y Oro frente a la plaza, el almacén y bar de Marconi. Enfrente, si mi memoria no me hace jugarretas, una florería. El kiosco pertenece a los padres de nuestro amigo, el Loro Skiba —quien pierde una pierna en un accidente durante su servicio militar— y a su hermana, la mamá de quien fuera nuestra primera mujer intendente, Fernanda Antonijevic. En la tercera ochava, la tienda El Arca.

Diferencias: si uno la compara con Oro, Anchorena es todavía una calle semi adormilada, quasi residencial, a no ser las excepciones de la cuadra de El Arca y la siguiente, después de Malabia, en dirección a la estación. La Anchorena ‘del centro’, serán dos cuadras, tal vez tres hacia el oeste. Por la vereda norte: la mencionada tienda El Arca; su vecina, una agencia de loterías. A esa casa de la suerte y la buena fortuna la sigue la panadería El Vasquito de los padres de María Rosa “La flaca” Suárez y su hermana Elsa Suárez. Esta chica fue durante mucho tiempo la novia de mi viejo y permanente amigo Eddy Witte, quien finalmente se casa con Teresita, una chica de Arrecifes, tierra de mi primo, el piloto de automóviles de carrera de la categoría Turismo de carretera, Néstor García Veiga. Puerta contigua a la panadería: el Café de Los angelitos original: enorme mesa central redonda: timba entre tipos que fuman toscanos. Me da miedo y nunca entro, pero siempre miro atentamente al pasar.

En la próxima puerta Alfonsín vende combustibles, lubricantes y creo que herramientas o repuestos para automóviles, y por los fondos, “en L” sobre Malabia, expende exclusivamente querosene (necesario para alimentar las cocinas, calentadores y estufas del pueblo) por medio de una bomba a mano. Hay que llevar un bidón o una damajuana para comprarlo y hacer cola en el frío descampado del enorme corralón: venden el líquido ‘suelto’, por litro.

Volviendo a Anchorena: al lado de lo de Alfonsín, la sastrería del Flaco Lagar, padre de nuestro amigo Roli Lagar; y frente a lo de Alfonsín, el Bazar Volcán de Roberto Scarfoni, papá de Robertito Scarfoni; ambos, padre e hijo, bastante preocupados con la apariencia personal (en el lenguaje del pueblo; ambos medio fanfarrones). Comercio contiguo: la mueblería de Rossi, del papá de Marilú Rossi, una piba divertida y cómica de la edad de mi hermana Pupi. Van juntas a la escuela de las monjas. A seguir, la Fotería Demierre, de Héctor Demierre, papi de Marta Demierre, la mujer de mi viejo amigo y compinche de mis últimas noches baraderenses (antes de irme a vivir a Río de Janeiro), Toscano Di Toro. Próximo local comercial: el antiguo Banco Nación —cuando éste se muda a la esquina de la Av. San Martín, el dueño del restaurante El buen raviol, José Passarello, abre allí su fábrica de postres Emiliano y Borracho, bajo la firma Pereyra y Passarello.

En la esquina de la vereda de enfrente y al lado de la sastrería de Lagar, el Banco Provincia —hoy, el Centro cultural Arturo Illia. Somos compañeros de escuela con el hijo de uno de sus gerentes, Raúl Manzi, quien me enseña a gustar de las grandes bandas de jazz y los solos de batería; especialmente los de Gene Krupa. En la fiesta de cumpleaños de Raúl Manzi me enamoro de Susana Panno, tan sólo de observarla besarse apasionadamente con Polito Capitanelli, su novio, en la terraza de ese edificio neoclásico de nuestra ciudad. Esta es una de las pocas construcciones que conservan su estado original de modo impecable, por otra parte.

            Además, repartidos en ese par de cuadras, un par de restaurantes: el Victoria. Excelentes sus ajíes al uso nostro, que comemos juntos y con placer los viernes a la noche con mi novia de entonces. Ambos ordenamos el mismo plato, pero uno para cada uno, con una botella de 750cc de tinto Don Valentín Bianchi. El otro restaurante es el mencionado El buen raviol, de José Passarello; pastas frescas al dente, insuperables.

Tiendas en Anchorena: La Suiza ArgentinaLas Novedades y la Casa Bo, las tres concentradas en la esquina de Darragueira. A lo lejos, en la esquina de Colombres, lo de Pulido: desde bombachas de gaucho, fajas y corraleras, hasta accesorios de cuero para aperos, monturas y otros productos rurales.

Frente al Banco Provincia, la Farmacia del Pueblo de Chuchi Degese, a quien acudimos para pedir en voz baja que nos venda un insecticida llamado Cuprex —el único efectivo para ciertas plagas púbicas (e impúdicas), inmencionables pero muy comunes en el pueblo por esos años. “Ladiyas”, como las llamábamos entre los círculos íntimos adolescentes.

En esa misma cuadra, la concesionaria IKA de “los Genoud”: Guinea —muerto en otro de esos tantos accidentes automovilísticos de la súbita modernidad argentina. Se desbarranca hacia las aguas en uno de los puentes angostos del Tala; Enriquito —novio de Pupi por un tiempo, como repetiré ya. Después se casa con una chica de Charata y se van a vivir al Chaco. Otro de los Genoud es Carlitos, casado con una de las chicas de Veckiardo. Hay además un cuarto hermano, Rodolfo El Negro Genoud —MUY parecido a Marlon Brando. Para mí, El Negro es el arquetipo perfecto del macho argentino, un tipo ‘duro’ por quien estoy fascinado y a quien en secreto admiro. Pero mi ladero constante para “salir con minas” es desde siempre Enrique. La caga, como te dije, poniéndose de novio con mi hermana Pupi. ¡Qué le vamos a hacer!, ¿no?

En la primera cuadra del punto cardinal opuesto Este —a contar desde la esquina de Anchorena y Bulnes—, un par de locales constituyen un amago a lo no-residencial: la imprenta Martínez, allí desde 1958. En los tiempos iniciales ostenta un cartel con la inscripción Imprenta PEPE Papelería. Le hace todos los talonarios de la joyería a mi viejo.

En la ochava de enfrente, la oficina de Telégrafos del Estado —allí hay que ir para enviar un telegrama. En la misma cuadra, la comisaría de policía, y en la esquina de la plaza, la Escuela No. 1 General San Martín; enfrente, la armería del francés René Chabaud y su mujer, Pepita la pistolera. Y la iglesia. Eso es todo lo que recuerdo de esa cuadra.

En la cuadra de Anchorena frente a la plaza, entonces, como dije, la iglesia, el cine San Martín, el local del martillero Perrone (muebles y trastos viejos en exhibición), y (no sé si en este orden), la zapatería de Giorgio, de la mamá de Mimí Giorgio, y la Joyería Descalzo. Pico Garibaldi se casa con la hija de Descalzo, Muqui Garibaldi, la joyera que hereda el negocio de su padre. Pico, nada que ver, porque es docente y más tarde el director de la Escuela Juana Berisso. Pico a la joyería sólo entra para conversar, y para eso es el hombre indicado: Pico es un conversador por naturaleza. Siempre de gorra, haciendo incógnita su eterna calvicie.

Casi llegando a la esquina de Oro, el kiosco de Skiba que ya mencioné arriba. En la esquina propiamente dicha, la florería contigua, cuya existencia de todos modos no puedo asegurar, verdad sea dicha —ya que creo recordar otra florería casi en la esquina de Anchorena, pero sobre Rodríguez, entre la casa del doctor Mata y el Club Social Baradero. Además existe ya la Florería Amancay en la calle Santa María de Oro, a dos cuadras de la plaza. ¿No serán demasiadas florerías para un centro tan pequeño?

Allí —si es que hubo, entonces, alguna vez una florería—, años más tarde la señora de Skiba, la abuela de la futura intendenta Fernanda Antonijevic, abre un anexo a La Ventajita. Es una juguetería donde compro una extraña daga apache de goma rígida (¡hasta la hoja es del mismo material!) con su correspondiente vaina, también de la misma substancia elástica. Adoraba este juguete. Soy un cuchillero.

Tal es como recuerdo el centro de Baradero durante el día y tal es mi reconstrucción.

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París, Francia

 

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