
Oculto bajo el lienzo de la noche se avecina voraz.
Cuando Justo y Bocha encienden las punzantes luces de Dinka —ergo caducan las sombras propicias para el abrazo y la danza—, y la música se apaga para marcar el fin de la noche en el boliche, por la única escalera estrecha, en una bruma etílica, un malón —de ojos a media asta, de manos temblorosas y ceño húmedo— se precipita hacia Araoz.
Con el primer albor ya tañen tempranas campanas que al tropel que tropieza en los escalones no le atañen. Las calles desiertas todavía admiten una u otra bicicleta rezagada que pedalea un destino a Refinerías. Un coche cruza una esquina lejana –su bocina para nadie, desperdiciada en un eco que se confunde con las risotadas de muchachos noctámbulos y los susurros de una última pareja en algún zaguán.
Sólo más tarde, después de que las doble puertas de la iglesia se desplieguen como las alas sepia de un pesado gorrión de madera, y el sonido del órgano de Lila Papalardo alcance los bancos de la plaza (“en medio de los pueblos / columna de Verdad…”), se organizará un ciclo canino segregado por género y número cuya criptografía gestual y verbal otorgará promesas románticas que tal vez se concreten, o no, en alguna cita: la vuelta del perro.
Más tarde todavía, el reloj sobre la torre ordenará evacuar al unísono el verde y las veredas (o tal vez sean los golpes del badajo, tantos como apóstoles). Cuando las mesas del hotel estén tan vacías como los vasos del aperitivo exhausto, nuevamente habrá nadie en las calles, y el almuerzo tardío sucederá a fuerza de graves voces paternas urgiendo a una mesa de ravioles y pollo perfectos. El vino con mucha soda no mitigará la sed de naufragio de los trasnochados; la siesta o el truco en La Suiza constituirán la disyuntiva posterior al Nescafé bien batido con azúcar.
El viento de la tarde temprana azotará los abrigos de transeúntes que se apresarán hacia encuentros u ocios futbolísticos irreemplazables e inaplazables. Nuevamente bicicletas, ahora apoyadas en las paredes contiguas a ciertos ingresos serán señuelos certeros para atraer a aquellos que, por identificación de los colores y características de esos vehículos, sabrán de la presencia de un amigo en tal o cual bar o café. Y allí acontecerá La baraja, El dominó, El ajedrez o El azar misterioso de La charla trascendental o inconsecuente cuya genealogía será determinada por los tragos perennes, incesantes. Las últimas butacas de la matiné cinematográfica propiciarán la oscuridad requerida para esos besos furtivos y ciertos ritos iniciáticos cuya memoria signará todo el bagaje erótico del futuro.
En el frío de la alta noche, la culminación defraudada de las utópicas expectativas del Séptimo Día: la melancolía agridulce de todo cierre, de toda conclusión; y el lento e imperceptible desfallecer de la conciencia misma del mero existir sobre la mullida almohada.
Hasta que el impertinente atrevimiento del despertador aúlle su insolente lunes.
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New York City
Imagen del cielo baraderense por la fotógrafa Vanesa Mori

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