
Las próximas elecciones se presentan como un termómetro del estado de ánimo social: ¿será la alta participación una sorpresa, reflejando un último intento de cambio a través del voto, o predominará la abstención como síntoma de desencanto ante la percepción de que el sistema no se modifica desde las urnas?
En los últimos años, la polarización y la frustración con la política han alimentado discursos tanto de esperanza como de escepticismo. Por un lado, podría darse una movilización récord, especialmente entre jóvenes y votantes descontentos que ven en estos comicios una oportunidad crítica. Por otro, el fantasma de la resignación—la idea de que «nada cambia, vote quien vote»—podría ahondar la desconexión entre la ciudadanía y las instituciones.
El resultado no solo definirá equilibrios de poder, sino también la salud democrática: una participación alta legitimaría al ganador, mientras que una baja abstención reforzaría la crisis de representatividad. En cualquier caso, más allá de los resultados, la clave estará en si la sociedad elige ser protagonista o espectadora de su propio futuro.
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