Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano murió el 20 de junio de 1820, a los 50 años de edad. Se lo recuerda por haber creado nuestra bandera, pero hizo mucho más que eso. Y, sobre todo, fue un grande de verdad, una fuente inagotable de valores y principios.
Basta repasar su vida para comprobar que dejó todo de lado para ponerse al servicio de su patria. Provenía de una familia acomodada, instruido, buena presencia, galante. No le faltaba nada para triunfar en la vida; buenos modales, educado en las mejores universidades de España, hablaba varios idiomas, sabía de economía y leyes por igual. Sin embargo, en lugar de disfrutar de todo eso, lo ofrendó a la causa superior de la libertad e independencia, una quimera en esa época.
Fue una de las mentes más preclaras del grupo de patriotas que llevó a cabo la Revolución de Mayo de 1810, el primer acto del proceso independentista. En lugar de permanecer en su sillón de vocal de la Junta, él, que de corceles y de aceros sabía poco y nada, debió marchar a guerras lejanas de final incierto, al Paraguay primero, al Alto Perú después. Ganó y perdió batallas, pero dejó una estela tras de sí de hombría de bien, patriotismo y grandeza, imposible de igualar. No en vano, José de San Martín, que no solía regalar elogios de ocasión, escribió a Tomás Godoy Cruz, diputado por Mendoza en el Congreso de Tucumán: “En caso de nombrar quien deba remplazar a Rondeau, yo me decido por Belgrano; éste es el más metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de integridad y de talento natural; no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a milicia, pero créame que es lo mejor que tenemos en la América del Sud”.
Otro contemporáneo, José María Paz, quien revistó a sus órdenes en el Ejército del Norte, dijo de él en sus célebres Memorias: “Jamás desesperó de la salud de la patria, mirando con la más marcada aversión a los que opinaban tristemente. Estaba dotado de una gran moral… su valor era más bien cívico que guerrero. En los contrastes que sufrieron nuestras armas, fue siempre de los últimos que se retiró del campo de batalla, dando el ejemplo. En las retiradas que fueron consecuencia de esos contrastes desplegó siempre una energía y un espíritu de orden admirables ¡Honor al general Belgrano! Él supo conservar el orden tanto en las victorias como en los reveses”.
Sin ser militar debió comandar ejércitos; luego, sin ser diplomático debió hacer de tal cuando lo enviaron en 1815 a Europa; y siempre, sin ser maestro bregó por la educación de su pueblo. Todo lo que le tocó en suerte, lo hizo del modo más cabal, poniendo lo mejor de sí, amparado en sus convicciones religiosas y morales y en los saberes acumulados a lo largo de su vida. Nada, aún los errores cometidos —que los tuvo, como todo mortal— fue concebido o ejecutado con doblez o segundas intenciones para perjudicar a alguien o causar daño.
Creyente hasta la médula, tras la gran victoria de Tucumán, depositó en brazos de la Virgen de la Merced su bastón de mando, proclamándola Patrona del Ejercito. Estaba convencido de que aquel triunfo que salvó la revolución cuando nadie lo esperaba había sido un milagro, y así se lo reconocía a quien, según creía, había hecho de mediadora. Cuando se le otorgó una suculenta recompensa por las victorias conseguidas en esa campaña, declinó recibirla, solicitando que fuera destinada a levantar cuatro escuelas en ese norte arrasado por la guerra y la miseria.
Aún en las peores circunstancias trató de obrar conforme a sus principios y de hacer lo que mejor convenía a quienes dependían de sus decisiones, compartiendo con ellos éxitos y fracasos con igual entereza. En la guerra, procuró evitar derramamientos de sangre hasta donde le fue posible. Y cuando le tocó vencer, actuó sin odios ni rencores, como ocurrió tras la batalla de Salta.
Él, que como se dijo podría haber tenido una vida regalada, plácida, ni siquiera pudo armar una familia, mucho menos cuidar su patrimonio y su salud. Murió pobre y olvidado; asistido por su hermana Juana en la vieja casona paterna. Tan pobre que, como no recibió en vida la paga adeudada, le entregó al médico que lo atendió hasta el final lo único que conservaba de valor: un reloj de oro. El mismo que manos desaprensivas robaron del Museo Histórico Nacional donde estaba exhibido. A falta de una lápida, la frase “Aquí yace el General Belgrano” fue tallada sobre la tapa de mármol de un mueble de la casa.
Se podría seguir hasta el infinito. No en vano, perduran en la memoria colectiva esos valores y principios que guiaron todos los actos de su vida y que constituyen el principal legado que dejó, además de la hermosa bandera que creó a orillas del Paraná. Bagaje virtuoso que podría resumirse en palabras como desprendimiento, patriotismo, nobleza, dignidad y compromiso.
Gracias por tanto, querido Manuel…
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