Por Inambú Carrasquero – Si alguien logra recordar, después de tanta agua corrida bajo el puente, el asalto al Banco de la Nación de la ciudad de Ramallo, el 17 de setiembre de 1999, con la toma de rehenes y su demencial desenlace, coincidirá conmigo en que el horror y la conmoción que aquello causó en toda la población, es la prueba irrefutable de que esta sociedad no podía, en aquel momento, ni siquiera imaginar, que en los años posteriores, aquel episodio sería totalmente olvidado y superado por la violencia y la inseguridad que se instalarían en el país, a pesar de que, en el gobierno nacional, provincial y en las administraciones municipales, no parece representar un problema que reclame urgentísima solución.
En efecto, los crímenes, asesinatos en ocasión de robo, secuestros, violaciones, asaltos en las rutas, salideras bancarias, arrebatos, etc., se suceden en los noticieros y tapas de diarios donde sólo se refleja una mínima parte de esta desesperante realidad. La violencia y la muerte se han vuelto tan cotidianas y cercanas, que escuchar a la Presidente en su tilinga apreciación de la realidad, expresando irónicamente que todo se debe a la mala onda y la exageración de la prensa, especialmente por supuesto, del diabólico monopolio, nos hace caer en la triste cuenta de que, sin reconocer el problema, mal se dispondrán a buscarle remedio.
La marginación, el negocio de la droga que ha logrado enquistase en todos los ámbitos, el accionar de mafias, cuyas ramificaciones se han adentrado en las instituciones mas respetables, los intereses políticos y económicos corruptos, que no reparan en límites con tal de acrecentar su poder, han socavado tan fuertemente los cimientos de las instituciones encargadas de velar por el cumplimiento de las leyes y por la seguridad de los ciudadanos, que hoy asistimos a toda clase de delitos, inermes, angustiados, en la más desoladora indefensión.
En estos días, asistimos indignados al ejemplo más claro de que la impunidad, madre de tanto ilícito, se ha hecho carne entre nosotros, al punto de que también la exhibimos gustosos a los cuatro vientos y qué mejor ocasión que el Campeonato Mundial de Futbol, que se llevará a cabo a partir de los próximos días, para que, a modo de honorables embajadores, arribaran al continente africano, con su inigualable don de gentes, los integrantes de Hinchadas Unidas Argentinas, en representación de las emblemáticas barras del fútbol celeste y blanco, custodios entusiastas de una pelota que no se mancha; pero claro, se sabe que las injusticias abundan y, pese al vínculo que tienen con el poder político, diez de ellos, uno, pobre, con pedido de captura internacional y luego, dos joyitas más, fueron prontamente deportados. A muchos de los que pudieron quedarse no se les permitirá acercarse a los estadios donde se desarrollen los partidos, ¡qué lástima! Porque con estos selectos grupos, teníamos la oportunidad de lucirnos con lo más granado del sano ambiente futbolístico argentino; ¡qué exagerados son con la aplicación de las leyes en Sudáfrica!. La prepotencia con que estos grupos pisaron suelo africano, es propio de quienes se saben impunes, pues hoy, todos sabemos que son avalados política y económicamente por la AFA y lo que es peor, por el mismísimo gobierno que les soba el lomo y los premia a costillas de todos nosotros, porque son el ejército que están preparando a los fines de consolidad el poder, que a falta de apoyo popular, edifican con esta gente, con vistas al 2011.
Pensemos un momento, si hoy cada argentino siente que su vida no tiene valor, si a las muertes de hoy, las relegan al olvido, las muertes de mañana, si cada espeluznante episodio de inseguridad se convierte en uno más de una terrible lista que se engrosa día a día, ¿Cómo hacemos para atrevernos a pensar en lo que todavía nos falta por ver y por sufrir?.
Nuestra sociedad debe ser aligerada del enorme peso muerto de la inseguridad, en esta inercia en la que nos encontramos, se consume aceleradamente nuestra capacidad de asombro y de reacción, por lo tanto resulta ingenuo y hasta de mala fe, esperar que un buen día, porque sí, nos encontremos con que se ha revertido semejante estado de cosas. Tendríamos que obligarnos a realizar cada día, individualmente, un mínimo esfuerzo por lo menos, dirigido a lograr colectivamente una fuerte y decidida actitud de rechazo a este desesperante presente, en función de un futuro razonablemente seguro.
En una sociedad carente de valores sagrados, el objetivo numero uno debe ser el retorno a aquellos comportamientos, colectivos e individuales, donde las reglas básicas de convivencia recobren su sentido y se conviertan en el marco efectivo, donde se desarrolle la vida del país.
¿Dónde está la profunda diferencia entre un país con una razonable seguridad y el nuestro?. La crisis que presenta un país inmerso en la inseguridad, resulta de la disociación entre las normas o leyes que deben regir a todos los ciudadanos y el efectivo cumplimiento o acatamiento de las mismas; la relación entre los individuos se da en un terreno totalmente alejado del sistema formal que sostienen las leyes y, al contrario, se desarrolla en un ámbito donde las garantías y las sanciones no existen, donde la transgresión, por más grave que sea, carece de consecuencias, donde el mensaje cotidiano nos dice que todo límite puede ser avasallado, sólo es cuestión de animarse, y, lo peor, que intentar regirse por el orden establecido por las leyes, es más peligroso que no hacerlo. Basta comprobar la indefensión en la que nos encontramos todos los que intentamos permanecer dentro de la ley; sin mucho esfuerzo advertimos que las garantías y las ventajas les son proporcionadas a los delincuentes, de manera que, peligrosa y fatalmente, se ha ido estableciendo la cultura del caos, de la ley de la selva, donde el orden que debiera sustentar el estado organizado, resulta totalmente intrascendente.
Lo que nos ofrecen los gobernantes, no es precisamente el mejor ejemplo; ningún país aterriza en este lamentable estado de inseguridad de la noche a la mañana. Hemos recorrido un largo e irresponsable camino, donde el respeto a las leyes ha sido obviado escandalosamente por las más altas autoridades primero que nadie, a las que hemos visto acomodar, reformar, pasar por alto, torcer, las normas en función de sus intereses, divorciados hasta de la misma constitución; envalentonados por la debilidad o la connivencia del poder legislativo y del poder judicial, continuaron alegremente pasando por alto todas las formas, todos los límites, hasta vaciar de contenido el orden jurídico de la Nación.
Hace años, los argentinos mirábamos con asombro los niveles de inseguridad de otros países y nos ufanábamos de sentirnos dueños de caminar tranquilos por la calle; hoy la cultura de la inseguridad ha transformado a tal punto nuestros hábitos más comunes, que hemos reducido a un mínimo impensado, la libertad de movimiento y hemos condicionado inevitablemente, nuestra vida de relación; y no tenemos la excusa de haber sufrido siete años de dictadura, estoy hablando de un proceso que comenzó a desarrollarse en plena democracia.
Una sociedad segura, debiera ser el objetivo prioritario de los gobernantes y si lo que deseamos es un país en el que se pueda vivir con las garantías dignas de un estado civilizado, tal vez necesitemos exigir a quienes nos conducen, cambios inmediatos. Si el gobierno, la ciudadanía, las instituciones y los medios de comunicación no confluyen en la certeza de que la situación por la que atravesamos no admite más esperas, evidentemente, no tenemos la más mínima posibilidad de salir adelante.
Entre las taras que arrastramos colectivamente, brilla la liviandad con la que hablamos de Derechos Humanos; pareciera que solo fueron vulnerados por la dictadura que sufrimos y hoy somos incapaces de percatarnos de que el derecho a la seguridad de nuestra vida y de nuestros bienes, a transitar y a vivir libremente, el derecho a la justicia, han ido desapareciendo de nuestras legítimas aspiraciones.
Todos los días vemos como se nos está cayendo la estantería y no movemos un solo dedo; no tendremos perdón de Dios.
Inambú Carrasquero
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