
En el buen gusto de Nicolás Repetto, en la acidez de Roberto Pettinato o hasta en el desparpajo de Chiche Gelblung se puede reconocer parte de su estilo. Pero siempre faltarán piezas para rearmar el modelo que patentó en sus entrevistas. A dos años de su muerte, la ausencia de Jorge Guinzburg se hace notar en la televisión argentina.
Y cuando una ausencia no pasa inadvertida, el dato revela tanto un vacío como una necesidad: la de tener, al menos del otro lado de la pantalla, a alguien capaz de convertir un reportaje en un momento memorable, más allá del personaje. Como lo hacía Guinzburg cada vez que le sacaba punta a su lengua afilada, a su ingenio, a su réplica, a esa capacidad para encontrar siempre una carta que le permitiera doblar la apuesta. O como cuando echaba mano a su caudal informativo sin fanfarronear.
Maestro sin pupitres, solía decir que un conductor tenía «la obligación de saber de todo un poco», de «participar en una trivia sobre cultura general y poder ganarla». Y decía también que en el apuro por dominar la réplica no se puede quedar al descubierto: «Siempre, pero siempre hay que pensar antes de tirar algo al aire… cuanto más rápido mejor, pero no se puede regalar la palabra».
A dos años de aquel miércoles de marzo de 2008, el sillón del entrevistador completo debe andar extrañando a ese tipo que en La noticia rebelde, en La Biblia y el calefón, en Mañanas informales o donde haya desplegado su fina ironía supo hacer de la pregunta un sólido puente hacia la gracia.
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