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Adiós Maestro

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30/04/2011

Categoría: Interés general, xHoy2

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El siguiente texto fue escrito, hace un año cuando Don Ernesto cumplía los 99 años.

Un joven escritor baraderense, Jerónimo Moretti, lo escribió, lo descubrimos en su facebook y luego de su permiso fue publicado en este portal.

Nos pareció bueno rescatarlo en homenaje a uno de los hombres más importante de la Argentina que a lo largo de su vida dejó lo mejor de si, por el bien de toda la sociedad.

 

Uno es el Universo

 

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia;

la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”

 

John Donne

 

A veces miento y digo que soy escritor. Me escudo en una lógica caprichosa: me gusta escribir, escribo y por lo tanto soy escritor. Un escritor es un hombre que escribe. Desde los diez años que invento historias ficticias, cuando descubrí que me causaba mucho placer la imaginación y la creación literaria. Ahora bien, escribir escribe cualquiera. No quiero restarle mérito al democratizarlo, pero para ser un buen escritor, uno que haga literatura, hace falta algo más que conocer el abecedario y las reglas ortográficas. Mucha constancia, entre otras cosas. Por eso, no sé bien si soy un escritor o qué. Supongo que lo intento. Pero la diferencia entre aquel nene que escribió su primer cuento y este hombre que redacta estas palabras, la puso Ernesto Sábato, y más precisamente su novela “Sobre héroes y tumbas”.

La leí entre los 14 y 15 años por primera vez, y fue entonces que, internamente y en secreto, decidí que iba a ser escritor, y esto más allá de publicar o no libros, de ser exitoso o siquiera leído. Percibí un impulso mientras leía esa novela, aunque no entendí ni la mitad por entonces, como era lógico por mi corta edad y porque todas las grandes obras son de lectura y comprensión permanente. Si yo no hubiese leído “Sobre héroes y tumbas”, no sé quién sería hoy. Otro hombre, supongo. Porque conocer a Sábato, leer sus novelas y sus ensayos, fue la puerta de entrada a una cosmovisión que me condujo a Tolstoi, a Dostoivesky, a Holderlin, a Faulkner, y a tantos otros autores que, luego, terminarían de moldear no sólo mi gusto literario, sino también la ventana por la cual me asomé y comprendí al mundo.

“Sobre héroes y tumbas” es tal vez la mejor novela argentina, y ésta no es una afirmación solamente mía. Lo dicen los que saben. Y también los que no saben tanto, como yo y como mi papá, a quien le debo el haber heredado el gusto por la lectura y también, como si fuera poco, haberme impulsado a conocer esta novela. Me dijo varias veces que era un libro increíble, con ribetes misteriosos y maravillosos, de lo mejor que había leído. Y yo, que estaba en una edad de curiosidad, lo agarré y lo empecé como un desafío, un juego casi. Las primeras dos hojas las tuve que leer varias veces. No las comprendía. Venía de saborear la literatura fantástica y de aventuras, “Pinocchio”, “Sandokán”, “El hombre invisible”, y la novela de Sábato era otra cosa, estaba en otro nivel de especificad y complejidad, era imperfecta, enorme, desafiante, angustiante, total. Cuando terminé de leerla, no me paré y proclamé, la lapicera en alto: “oh, ahora soy un escritor serio y comprometido”. No sucede así, claro. Pero sí recuerdo dos hechos de aquellos años: el capítulo en el que Martín, el protagonista de la novela, está desvastado y solo en una habitación sucia de un hotel y le habla a Dios; le dice que, si existe, le mande una señal, lo que sea, él lo necesita y si no aparece tendría que creer en un Dios malvado o perder las esperanzas; Martín no recibe ninguna señal, por lo menos ninguna grandilocuente, y llega a la conclusión de que quizás Dios le está hablando con el sonido de esa bocina en la calle, o con el leve viento que sopla, o con las sombras que se dibujan contra la pared, o tal vez el silencio le indica que está totalmente solo. Esa parte me impactó tanto porque en ese momento, y aunque era un mocoso, tenía mis preguntas acerca de Dios, muy sencillas y a la vez muy dolorosas; y por otro lado, me doy cuenta ahora que ese segmento define muy bien la literatura de Sábato, o por lo menos lo que para mí significan sus libros: llevarte hasta lo más oscuro de la noche para luego mostrarte un hilo de esperanza, provocar que las preguntas se te claven como astillas y al mismo tiempo saber que la respuesta está en planteamiento del enigma y no en su resolución.. Sábato formula las preguntas universales al ser humano y te lleva a conocer las respuestas, pero jamás las da, sólo te muestra el caos del que debe surgir la flor.

El otro hecho se relaciona con un llamado telefónico. Tan movilizado estaba por la novela, que un domingo al mediodía tomé la guía telefónica y busqué el teléfono de don Ernesto. Disqué de curioso, dando por descontado que no iba a atender. Cuando levantaron el tubo del otro lado y escuché la voz cavernosa del escritor decir “hola”, tuve que cortar. ¿Qué le iba a decir? Fui hasta donde estaba mi mamá y me tiré al piso, como desmayado. Era como si un fan de los Beatles se hubiese comunicado con el fantasma de Lennon. Le conté a mi papá que había atendido el mismísimo Sábato, y él lo llamó. Yo agarré el otro teléfono para escuchar la conversación. Recuerdo que mi papá le contó que su hijo estaba leyendo “Sobre héroes..:” y que tenía 15 años. “Ah, sí, está bien, es la edad en la que se debe empezar a leer”, dijo el Maestro.

A través de los años, fui leyendo todo lo que Sábato escribió, incluso sus entrevistas y sus biografías. Varias veces me enojé con él, como un hijo se enoja con un padre, pero jamás dejé de quererlo. Es una persona pesimista y al mismo tiempo con enorme energía, porteña y universal, contradictoria y sabia. Un gran hombre, no solamente un gran escritor. He allí una de las enseñanzas que Sábato me dejó. Para ser escritor, uno de verdad, uno que trascienda, no basta con saber escribir, ni hacer firuletes, ni masturbarse en el arte por el arte: hay que ser Hombre, con mayúsculas. Sufrir como sufren los hombres, entender el padecimiento ajeno, hacerse uno con los demás, comprender al otro, interesarse por lo que pasa a nuestro alrededor. Sábato era un renombrado científico antes de dedicarse a la literatura. La ciencia le otorgaba paz, lo alejaba del mundo. Luego supo que su lugar no estaba en una torre de cristal, analizando abstracciones que, al fin y al cabo, servían a los poderosos para extender su dominio (el estallido de la bomba atómica surgida en las teorías de Einstein fue un quiebre para don Ernesto). En cierto momento percibió que mirando para otro lado estaba sirviendo a que el mundo siguiera como estaba y fuera para peor; que es imposible abstraerse porque todos formamos parte de una sociedad. Eso, sumado a que el Hombre es contradicción pura y no raciocinio, que lo verdaderamente valioso es lo que está más allá de la lógica: los sueños, las esperanzas, los miedos, el llanto y el amor, todas cosas que desprecia la ciencia y que, después de todo, es lo que nos hace humanos y lo que le da sentido a la vida. ¿Y qué mejor terreno que el arte para hablar sobre los temas inaprensibles para la ciencia? Sábato escribe sus novelas imbuido en la lógica de los sueños, se alinea a los surrealistas y a la literatura existencialista rusa, descree del realismo, es un escritor maldito dentro del boom latinoamericano, causa estupor entre los científicos y desprecio entre algunos literatos, que lo miran de reojo. Escribe apenas tres novelas, y dos de ellas son el prólogo y el epílogo de su gran obra. “El túnel”, quizás el más conocido de sus escritos, es una introducción a “Sobre héroes…”, lo que no es poco; y “Abaddon” es la puerta de salida. Sábato es un novelista puro: todo lo que tenía que decir lo dijo en esa historia de amor e incesto, de pesadillas y ciegos, de Alejandra y Martín. La ambición de un novelista es que su obra sea total, que sus obsesiones se vuelquen definitivamente en esa obra única y total. Jamás un novelista escribe pensando que habrá otra novela. Lo deja todo, lo dice todo, lo abarca todo. Cervantes es el gran ejemplo. Tolstoi escribió Karenina y Guerra y Paz, y en cada una de ellas su pretensión de absoluto es insoslayable. Lo mismo que Dostoievsky y “Los hermanos Karamazov”. Sábato descree de esos escritores que lanzan una novela al año, y que tratan cualquiera tema con la misma impostada soltura e interés. Para él, escribir es consumirse. Y una vez que el fuego se apaga, no hay más que decir. “Quienes quieran conocerme, que lean mis novelas, porque salieron de lo más profundo de mi ser”, afirmó una vez. Y es que las palabras son ruido atropellado cuando se dicen al azar, entre el caos comunicacional al que nos sometemos día a día, más allá de los medios. El novelista se autoexamina, pone en primer plano sus obsesiones y sus preguntas y sus pocas verdades; privilegia el caos narrativo antes que la prolijidad, como es el caso de los cuentistas. Sábato no podría haber escrito otra cosa que novelas, del mismo modo que Borges jamás podría haber una. O por lo menos no del modo que lo hacía Ernesto. Para Borges, la literatura era lo que la ciencia para Sábato: un escape. Y el cuento y la poesía, sus tablas donde jugar ajedrez. Para Ernesto, todo lo contrario, y por eso la novela era el terreno fértil de sus historias. ¿De qué trata “Sobre héroes y tumbas”? Es imposible definirlo, y si uno lo hace caería en simplificaciones tales que no harían ni una mínima justicia al significado de la obra.

Tanto me impresionó esta obra que un día le pedí a mi papá que me trajera a Buenos Aires para conocer los lugares donde transcurría. Sábato retrata como nadie el misterio de la ciudad. Al comienzo de la novela, se puede leer una de las frases más maravillosas, poéticas y reveladores del libro: “un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece”. Lo que para la ciencia (y para el sentido común que nos inculca a los modernos) es apenas la Tierra girando sobre su eje, en el relato de Sábato es un hecho incomprensible, como lo era para los antiguos, para los primeros hombres, que, de algún modo, aún lo somos nosotros. Hemos pasado siglos de religión y ciencia intentando encontrarle el sentido al cosmos, pero las respuestas que obtenemos son parciales, por lo que los enigmas son los mismos. Que anochezca sigue siendo inexplicable, es un momento dotado de magia, mirado con ojos de poeta, como debemos mirar las cosas: como si fuera la primera vez que alguien las mira. La angustia existencial de Sábato encaja perfectamente en el misterio de Buenos Aires. “Sobre héroes…” no podría transcurrir en otro sitio ni en otro país, porque también es una honda reflexión sobre el ser nacional y el desarraigo del porteño. Por lo tanto, se nombran sitios concretos, como el Parque Lezama, el primer sitio que visité en mi tour sabatiano. Y no podría haber sido más perfecto. No sé si por influencia de la novela o qué, pero todavía hoy me resulta el lugar más misterioso de la ciudad. Hay allí una energía única, y no por casualidad Sábato sitúa el comienzo de su historia en ese lugar: en lo que ahora es el Parque se fundó Buenos Aires, y no de la manera más romántica precisamente. Al mismo tiempo, “Sobre héroes…” es una obra universal. Aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo” alcanza niveles superlativos en este caso. Los dramas personales y sociales también se dan la mano, como la historia argentina con el presente caótico, el peronismo y la oligarquía, la otredad y la introspección. El lema aquel que lleva como título su primer ensayo, “Uno y el universo”, es palpable y consistente en la novela. No hay diferencias entre subjetividad y objetividad, entre uno y el universo. Los hombres (parece decir Sábato) somos todos uno mismo, y no existe nada por fuera de nosotros: el Universo habita en cada persona y al mismo tiempo no hay una persona aislada; las divisiones entre ciencia y religión, conocimiento e ignorancia, cultura y barbarie, pasión y razón, son arbitrarias, artificiales y, por ende, mentirosas. Sólo la novela, con su poder narrativo, con su verdad en forma de mazazo, puede unir nuevamente las piezas dispersadas por el hombre y sus ansias no de conocer sino de dominar.

El otro de mis memorables momentos con Sábato fue cuando leí “Hombres y engranajes”. Para ese entonces había comenzado la facultad y estaba imbuido en cientificismo. Los ensayos eran piezas incontrastables y duras de razón, estatuas modernas señalando la objetividad, pensadores apoyando su brazo en una pierna y sosteniendo su cabeza. Los ensayos no son ficción, se meten de lleno en el objeto a tratar. Pero “Hombres y engranajes” es distinto a cualquier ensayo que haya leído. No por la trascendencia de sus postulados, que en nada modificarán el curso de la ciencia, sino porque Sábato logró emocionarme por única vez leyendo una obra semejante. Terminé de leer el libro en un micro, y recuerdo que quedé shockeado. No estaba escrito por un científico en busca de un avance en su rama; estaba escrito por un hombre confundido, por alguien que, leyendo y comprendiendo, había logrado algunas respuestas y las exponía con virtuosismo pero sin dejar de lado la emoción. Desde ese momento, cuando cerré el libro, no volví a ser el que era, del mismo modo que me sucedió con “Sobre héroes…”, sólo que esta vez afectó no sólo mi vocación de escritor y me movilizó como ser humano, como un todo. Como aconseja Dolina en un cuento, un poco en chiste y un poco en serio, para aprender a tocar la guitarra, primero hay que dejarla a un costado y salir a la calle a sufrir y a enamorarse, y recién luego aprender escalas complejas que jamás usaremos. La literatura debe estar más viva que la realidad, que después de todo es una construcción ficticia más. Con ciertos órdenes, es verdad, con determinados movimientos históricos, pero que jamás escapa a lo humano, porque no existe nada externo a lo humano, porque no hay verdad más allá de nuestros ojos, porque nuestros ojos sólo pueden ver limitaciones y caos, y a lo sumo asomar una luz al final del túnel.

Con Sábato también aprendí que sólo los cínicos o los pesimistas o los corazones duros y enquistados en el cuerpo, pueden amar. El que salta todo el tiempo de felicidad, probablemente jamás conozca la felicidad verdadera. Es necesario hundirse en el lodo, conocer la profundidad del pozo, para luego emerger de él victorioso. Porque el Maestro será pesimista, un poco (del todo) renegado, pero jamás un depresivo. La angustia de Sábato es movilizadora. El depresivo no hace nada, se resigna a quedarse tirado en su cama, a ver la vida pasar por un costado. Con todos sus errores, Sábato jamás se quedó quieto. Durante la dictadura, se reunió con Videla pero también sufrió la persecución política, a niveles que la gente desconoce incluso hoy en día. Sin embargo, jamás se fue del país. Se equivocó con el peronismo, como él mismo confesara. Fue marxista, y luego renegó de ello, de Stalin y su dictadura, pero jamás dejó de reconocer las verdades (científicas) alcanzadas por Marx. Sólo que para Sábato no puede haber revolución socialista si no hay previamente un cambio en la conciencia del Hombre. Nada tiene esto que ver con la paparruchada del new age, desde ya. Simplemente el Maestro disiente con Marx en tanto que éste afirma, con base científica, que la revolución comunista llegará más allá de la voluntad de los Hombres, por la dialéctica y el movimiento de la Historia; mientras que el novelista reclama que los hombres son caprichosos, contradictorios, y que la Historia la hacen ellos a los tumbos, equivocándose, siendo crueles. No hay orden lógico en la Historia. Somos simples mortales tratando de entender. Y siempre será así. Por lo tanto, mientras no asumamos esta condición y no nos deshagamos de la ciencia como la principal arma para comprender el mundo, viviremos todos manoseados en un mundo tecnocrático y frío, donde las herramientas que construimos para una mejor existencia nos terminan dominando. Ése, y no otro, es el pensamiento de Sábato, la base de todas sus obsesiones.

Su versión más conocida, sin embargo, para la mayoría de la gente es la del viejito sabio que formó parte de la CONADEP y llevó a cabo la investigación del “Nunca más”. Aunque suene quizás políticamente incorrecto, es la parte que menos me interesa de Sábato. Seguramente es valioso su aporte en ese momento de la democracia y su coraje para ponerse al frente de la investigación; algunos otros podrán cuestionarlo, diciendo que se lavó las manos luego de su visita a Videla, etc. Ni el peronismo ni la izquierda ni la derecha jamás comprendieron a Sábato. Y Sábato tampoco los comprendió a ellos. O lo hizo demasiado tarde, en el caso del peronismo. Pero como dije antes, es la parte que menos me interesa del Maestro. No por una postura, ni por hacerme el sota: el gran escritor que conocí en profundidad y me marcó como persona deja en segundo plano los errores o aciertos de la vida pública. Como muchos jóvenes (porque don Ernesto siempre adoró a la juventud, y viceversa), siento que él es mi padre; un padre al que nunca abracé ni nunca miré a los ojos, pero que conozco más que muchas personas cercanas, y al que le debo las pocas cosas que sé. Y como tal, lo entiendo incluso en sus equivocaciones.

Hoy Ernesto Sábato cumple 99 años. Hace tiempo que no escribe por su ceguera, e imagino que a esta altura tampoco pinta (otra de sus grandes pasiones) y que apenas puede hablar y moverse. Hubieron dos momentos que devastaron el corazón del Maestro: el primero fue cuando murió uno de sus hijos en un accidente de auto; como él mismo señaló varias veces, jamás volvió a ser el mismo y una mueca de tristeza se le instaló definitivamente en la cara. El segundo momento es más reciente, y tiene que ver con la muerte de su esposa Matilde. Él jamás podría haber sobrevivido sin ella. Y cuando Matilda murió, allá por 1998, pensé que Ernesto iba a morir al poco tiempo. Doce años han pasado y sigue respirando, aunque no viviendo. Poca gente lo sabe, pero Matilda enfermó gravemente durante finales de la última dictadura, por las constantes amenazas de muerte que la familia recibía.

Uno va muriendo de a poco, hasta que un día deja de nacer. Sábato hace doce años que está esperando la muerte. Es hoy apenas un signo de pregunta arrugado en un rincón, un escritor que no puede leer ni escribir, un pintor que no pinta, un hombre que no camina, un enamorado sin su amada, un renegado sin fuerzas, un cúmulo de recuerdos, un cuerpo lleno de ese aire que llamamos alma, a falta de otro nombre.

Podría decirse que nos quedarán sus obras, que jamás morirá, que alcanzó la eternidad gracias al arte. Pero son todas pavadas. La muerte no tiene consuelo. No podemos encontrarle una razón. Simplemente vivimos porque no entendemos el porqué. Cuando comprendemos racionalmente, morimos. Nos arrojaron a este lugar y cada uno hace lo que puede. La esperanza está en nosotros, en entendernos y entender el Universo por el sólo hecho de sabernos capaces de amar y respetar. Porque así como desatamos guerras y matanzas espeluznantes, también somos capaces de construir hogares y parir obras como “Sobre héroes y tumbas”. De algún modo, el Maestro murió hace rato. Quedamos nosotros, sus lejanos alumnos, para recoger la llama de la escritura y continuar vivos en un mundo que nos empuja lógicamente hacia la muerte.

 

Jerónimo Moretti

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