Entonces, como soy un bastardo barato, (de la expresión idiomática inglesa cheap bastard), me compro un pasaje para Buenos Aires (John Fitzgerald Kennedy <—> Pistarini-Ezeiza) que hallo en un buscador de viajes de la red Internet llamado “Cheapoair” —lo que significa literalmente “aerolíneas para los bastardos baratos” [“cheap bastards: cheapo”). El precio a pagar por su «baratez» lo constituye una escala de doce horas en México D.F.

Como el pasaje que consigo cuesta sólo el 50% de la tarifa normal, me siento muy feliz y no me molesta para nada la escala de medio día en la antigua Tenochtitlán: me digo a mí mismo que durante las largas horas que pasaré allí haré de cuenta que estoy en la biblioteca o en mi oficina de la universidad o entonces en un café. O, mucho más simple, haré como si estuviera leyendo en el sofá a rayas negras y blancas de mi buhardilla de Pleasantvillek, nomás, y ¡listo!

Me sigo diciendo: “¡Qué bueno!, dutante todas esas horas de escala en México City, y a bordo, de paso recuperaré el tiempo que le debo a la lectura. Consultaré las notas que he escrito en estos días y pensaré un poco más y mejor los temas de conversación y de clase para mi presentación en el Centro Cultural Arturo Humberto Illia el sábado 21 de marzo y para mi clase de literatura en prosa en la escuela de la Unidad Penal 11 el miércoles 18 de marzo».

Ya tengo la valija preparada —excepto la ropa que voy a usar en la “Conversación con Hugo Pezzini” en el Centro Cultural, la cual se halla debidamente colgada en dos perchas para no arrugarla—, mis papeles y los libros que pienso llevar ya en una bolsa “de bandolera”, adonde por último deslizaré mi computadora laptop. Es a esa altura de los preparativos cuando suena el celular. Quien llama es mi primo Pepito (en cuyo hogar de Bs. As. me alojaría). La razón de su llamada es que quiere avisarme que quienes lleguen a Ezeiza desde EE.UU. y otros países de una lista considerable serán alojados en cuarentena obligatoria en los hoteles de la zona del aeropuerto de Ezeiza. ¡La puta madre!

Luego de superar el shock y la frustración que me causa esta noticia, y confirmar su veracidad en la prensa y en Facebook (no vaya a ser que mi primo se ande informando en Fake News & Co.), me pongo a pensar en los pasos a seguir para “des-armar” el viaje. Mi heladera está vacía, excepto algunas botellas de cerveza, de vino pinot grigio y de champagne, porque durante los últimos días he ido comiendo y bebiendo las vituallas de modo metódico-eliminatorio. Es decir, he ido consumiendo todo lo que había en la heladera sin reponer nada en su lugar. La estrategia (que adopto cada vez que viajo y estoy seguro de que vos la usás también cuando viajás) tiene por fin no dejar comida encerrada en ese refrigerador, esta vez durante once jornadas. En mi lista de cosas a hacer para negar este viaje frustrado figura primero, entonces, una visita al supermercado, por lo tanto debo ir sí o sí y ya.

Saco el auto que ya había estacionado pensando no volverlo a utilizar hasta el regreso (voy al aeropuerto en tres viajes: 1] en tren, 2] en subte y 3] en monorriel-airtrain elevado) y me hago una escapada al supermercado Price Rite —para bastardos baratos como yo: “Price Rite” es juego onomatopéyico con  «Price» «Right” y «Rite» [«precio cierto/ precio conveniente» y «ritual»]: rito del precio conveniente. Llego al supermercado y me encuentro con un delirio carnavalesco de gente comprando de modo febril-insensato-Coronavirósico. Algunos estantes tienen espacios vacíos donde momentos antes había artículos esenciales (¿adónde carajo se fueron las costeletas de ternera?, ¿y los bifes de ojo?. En fin, manoteo unos seis osobucos con hermosos y enormes caracús que aparentemente no le interesan a nadie sino a mí y unas costillas de cerdo. A continuación me voy a la sección lácteos: pongo en mi carrito manteca, leche, yogurt y quesos. Así recorro el resto del supermercado abasteciéndome para este retorno forzado de un viaje internacional sin salida previa ni quilómetros hechos. Dejo el coche nuevamente en el garage, subo las escaleras y estoy de nuevo en casa.

Guardo todo en la heladera y me dispongo a deshacer la maleta, la bolsa de bandolera, y guardar absolutamente todo de nuevo en sus lugares de costumbre. Ropa de colgar en el closet, ropa interior y medias en sus cajones correspondientes, corbatas y zapatos en sus espacios debidos, artículos de higiene y cosmética en los armarios del baño. Los libros van de vuelta a sus estantes; a los papeles preparados para la presentación y la clase en Argentina los meto en sobres y éstos últimos  van al archivo bajo mi escritorio. Allí dormirán a la espera de la muerte o desaparición del virus Cerveza mexicana. En ese momento los extraeré de ahí y me los llevaré por fin a Argentina. Si todo va bien, a fines de mayo.

Hago todo esto de inmediato porque no quiero que quede ningún vestigio a mi alrededor que pueda recordarme que estuve a punto de viajar. Es demasiado movilizante para mí. Saco de mi billetera mi documento único de identidad argentino, mi pasaporte y las tarjetas bancarias y de subte argentinas. Todos estos implementos indispensables para moverme fuera de EE.UU. van al cajón donde guardo mis ‘asuntos extranjeros’ (cosas que me son útiles y uso sólo en Río de Janeiro, Ámsterdam, París o adonde sea que esta vida me lleve). Me demoro un par de horas haciendo todo esto que acabo de describirte. Es ahí cuando entonces caigo en la cuenta de que todavía me queda un artículo de viaje más, y el principal: Mi pasaje aéreo. La fecha de embarque es sábado 14 de marzo de 2020, quiere decir sea dentro de un par de días habrá un avión en el aeropuerto JFK esperando que lo aborde.

Comienzo a buscar un número de alguna agencia Aeroméxico en New York para cancelar el pasaje y pedir un reembolso, sabiendo de antemano que esto va a ser imposible debido a su precio de liquidación. No obstante, como estas son circunstancias extraordinarias, sé que existe la posibilidad paradójica de que el imposible se haga posible. Si este imposible se probase imposible, tengo un Plan B: solicitaré que eliminen la fecha de vuelo del pasaje y me la cambien por una de “pasaje abierto”. Estos en general tienen una fecha de expiración a los 365 días de la emisión del ticket. Si lo consigo, sólo será necesario llamar unos días antes de mi futura fecha de viaje (que en mi mente optimista, como te dije, se vislumbra a fines de mayo, combinando con el final de mis clases en la universidad) y fijar la nueva fecha de vuelo.

Hallo dos números de teléfono de Aeroméxico. Uno tiene la característica 212, así que sé que es de Manhattan. La red lo tiene listado como tickets & sales. Perfecto, me digo. Llamo de inmediato y una voz robótica del servicio telefónico me informa que «ese número no existe” ¿Cómo que no existe si acabo de discarlo? Bueno, ¡sea! Regreso a Google y descubro un número de Aeromexico-Customer Service (servicio al cliente). El número 800 que lo precede ya me descorazona: ese prefijo significa “toll free”, o sea, es una llamada gratis. Este tipo de llamada en general conecta con unos centros telefónicos que en general son enormes terminales en algún lugar del «tercer mundo», desde las cuales responden exhaustos funcionarios que demoran una eternidad para atender las llamadas. Aún así digito en número (con headphones en mis oídos para tener las manos libres y hacer otras cosas mientras espero). Pasa una hora, de acuerdo al reloj de mi iPhone, yo a la escucha de «música de ascensor» que se alterna con avisos turísticos de destinos varios a los que Aeroméxico vuela. Unos minutos después de cumplida esa hora de tortura, la llamada se corta por sí misma, de modo automático.

Repito la misma llamada (800-. . . etc) durante tres días seguidos y paso por el mismo suplicio. Sin éxito, a pesar de que todos los medios aconsejan a la ciudadanía que se recluya en sus domicilios, de que estoy en el grupo etario de alto riesgo, y de que vivo a 53 minutos exactos de Manhattan, decido ir una vez más a Google para buscar las oficinas físicas, reales, no virtuales de Aeroméxico en la Isla Bonita (Manhattan). Haré la devolución o cambio de fecha de mi pasaje aéreo a Buenos Aires en persona. Tipeo “Aeroméxico Manhattan offices» en el buscador de Google. Me da dos: una en el Rockefeller Center:13 West 50th Street, y una segunda cerquita de Copley Square, a una cuadra del department store Macy’s: 225 West 34th Street.

Me baño, me afeito, me peino, me visto, bajo las escaleras y me voy a la estación ferroviaria de Plesantville. Tomo el primer tren a New York Grand Central Station. Una vez allí me subo al subway 6 hasta la estación calle 51. Emerjo de las profundidades y camino desde la avenida Lexington y calle 51 hasta Quinta avenida y calle 50, el Rockefeller Center. Busco el número 13 de la calle 50 pero no lo hallo en lugar alguno. Hasta entro a uno de los grandes halls comerciales de Rockefeller Center propiamente dicho e indago sobre alguna oficina o local de Aeroméxico a varios recepcionistas uniformados que parecen saber menos que yo.

Al fin, descorazonado por segunda vez camino por la gran Plaza Rockefeller (esa donde se halla la pista de hielo con el Prometeo enchapado en oro, quien ha emprendido el vuelo después de haberles robado el fuego olímpico a sus co-dioses para brindárselo a la raza humana (el fuego propicia el milagro de la industria, ergo, del capitalismo). Observo los locales a mi alrededor, y por varias deducciones afirmo que ese local enorme ante mis ojos con todos los vidrios blanqueados a la tiza líquida y vacío debe ser la dirección Calle 50 número 13. Es decir,  ex – Aeroméxico.

Impulsado ahora hacia el Plan B del Plan B, parto hacia Copley Square. Dejo atrás a los turistas desorientados de esta era Coronavirus en Rockefeller Center y viajo en un nuevo subway (ahora el el de la línea B) al encuentro de los turistas desorientados de esa segunda plaza. Caminan de aquí para allá con las manos y brazos  repletos de bolsas de papel madera (reciclable) con el logo de Macys.

La calle 34 es una calle comercial de comercios de diseñadores y líneas de vestimenta ‘populares’. Estos tratan de atraer al excedente de los clientes de Macy’s, quienes caben exactamente en ese perfil popular. Recorro esta calle 34 hoy relativamente desierta y hallo un edificio art-déco de frente de granito negro y aristas doradas. Entro y corro hacia uno de los ascensores que justo abre sus puertas, pero entonces me doy cuenta de que no sé en qué piso pueda hallarse Aeroméxico. Dejo entonces con desazón que las puertas se vuelvan a cerrar, giro sobre mis talones y encaro el largo mostrador de recepción. Un  enorme hombre de aspecto balcánico vestido en un traje negro y corbata del mismo color me mira sin interés ni curiosidad cuando le pregunto en qué piso se encuentran las oficinas de Aeroméxico. ¿Aero … qué?, responde a mi pregunta con otra pregunta.  No es una buena señal (“empezamos mal”, pienso). Insisto: “¿las oficinas de Aeroméxico por favor?”. No tiene idea; no conoce la existencia de una aerolínea mexicana, pero de todos modos su ignorancia no constituye un problema; en el edificio no hay oficinas de aerolíneas en absoluto, me informa. De ninguna. None.

Me voy al cálido pub Blarney Stone y ordeno el brunch The Grand Monty completo (carnes de todo tipo, hasta morcillas) con una ‘pint’ de cerveza Blue Point. Para pensar, nomás. Como estoy sentado a la barra, mi preferencia siempre en los pubs, tengo frente a mí una enorme pantalla de LCD que muestra de modo alternativo partidos de fútbol americano, de hockey, carreras de caballos y torneos de golf. En todos hay sólo jugadores o animales. Las tribunas están vacías porque que los torneos han sido vedados al publico debido al virus. Bebo una segunda ‘pint’ de Blue Point’, pido mi cuenta, pago, le doy una buena propina a la simpática chica irlandesa que me atendió, le digo chau a la piba sentada a mi lado que bebe una mimosa tras otra (champagne con jugo de naranja) y parlotea sin cesar, y le hago una visita al baño unisex.

Camino un rato por Quinta avenida para hacer la digestión, ya en dirección a Grand Central Station. Voy de regreso a mi hogar. En el tren, me distraigo leyendo las clases de literatura que diera Julio Cortázar en Berkeley (uno de los libros que iban a Argentina en mi bolsa). Una vez en mi buhardilla, entro al website de mi tarjeta de crédito Citi-Mastercard y “disputo el importe” del pasaje. Llamo al banco para avisarles el por qué de mi disputa. El banco atiende de inmediato y la funcionaria (de acento urdú: sin duda me está atendiendo desde un call center en India o Paquistán. Eso es seguro) me sugiere que descargue e imprima un formulario apropiado del website mismo donde disputo el importe, llene el mismo con mis datos y le adjunte una carta explicando las razones de mi requisición. Escribo en esa carta más o menos lo que acabás de leer, la meto en un sobre, le encajo dos estampillas para estar bien seguro de su llegada (neurótico anal compulsivo in extremis), bajo de mi piso, salgo a la calle, la cruzo, meto la carta en el buzón y regreso al escritorio desde el que estoy terminando de escribirte este relato. Listo. Todo vestigio de mi visita a Buenos Aires y Baradero ha desaparecido. El ser y la nada.

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Pleasantville (no La Paz, ni La Giralda, ni Pelecho, ni Los angelitos), domingo 15 de marzo de 2020

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