
La cotidianeidad en su ritmo letárgico
acoda la rutina de un momento añorado
en ese lugar que fue refugio de hombres
y brilla indeleble en el remoto pasado.
Tras vidrios oscuros de resolana y humo,
anclados a mesas del templo sagrado
sin mirar la calle
—por marcas acuosas en el borde turbio
de un grueso pocillo
que alberga los restos de un café ya helado—
descifran la hora (que pasa, cansina,
en su ritmo eterno) los tipos sentados.
La vida, transcurre—
mientras La Pavoni resopla en la barra
vapor poderoso de un expreso amargo
que Miguel Fernández —barista avezado—
prepara —muy diestro— sobre el frío estaño.
El destino: un líquido que en vez de pensarlo
se bebe sin prisa, de ojos entrecerrados
frente a un cenicero colmado de puchos
—sin ninguna marca de lápiz de labios.
Leyendas absurdas le narra el Cinzano
a la mesa —recóndita, de tan alejada—
donde los mecánicos chamuyan su jerga
de levas y bielas —perdidos en sueños
de alta cilindrada.
Amarillas de tiempo
en mi cofre se hallan
las viejas imágenes
que mucho atesoro sin gloria ni pena:
las de los Genoud —Mili y Julio—
todos bien fierreros; de los Bulgarella,
las de los Mazzocchi —Fino: padre e hijo—
la de Pablo Spies— y también conservo
la de aquel tan mentado personaje,
el humoroso plomero “Dilena”.
Billares, metegol, ping-pong —;
dominó y ajedrez —las damas y dados —;
la escoba, el monte, el truco.
En la trastienda —el salón del fondo—,
del epíteto claro o del grito inefable
¡Quiero vale cuatro!
— arbitrario, su eco, impera absoluto.
Bajo las arañas —que a pesar de hallarse todas
de lámparas barrocamente colmadas,
nunca se enciende ninguna—,
a las sombras espectrales de aquel tiempo pretérito,
la voz axiomática de la Diosa Fortuna,
les asigna un efímero triunfo
en su mazo de cartas marcadas:
—al azar—, el crucial y certero As de espadas.
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Hugo Pezzini
New York, 22 de abril de 2017
Ilustración: El café La Suiza a comienzos del siglo XX

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