Debo decir la verdad: no sé cuántos años tiene Krishna, pero seguramente una decena o más. No conozco su edad porque no lo vi nacer. Sé que es un Devon Rex de muy refinado pedigree [Mallory no poseería jamás ningún accesorio —animado o inanimado— que no perteneciese a ese universo personal de sofisticación que ella habita]. Las características más notables de esta raza de animales son:
1] A pesar de la intensidad del inner breeding [el cruce endogámico] indispensable para mantener la pureza del linaje, estos raros especímenes muy raramente se enferman. Parecen tener una salud de hierro. Nueve vidas.
2] Lo que cubre su cuerpo no es pelo [hair] sino piel [fur] —el manto superior de Krishna es negro azabache, pero este félido también ha sido agraciado por la Madre Naturaleza con una cromaticidad blanca inmaculada de armiño, distribuida de modo muy estratégico por sus patas y su pecho. Como si le hubieran untado alguna especie de imposible “gloss” eterno, Krishna brilla como un rayo metálico cuando, veloz, cruza el living para saltar al alfeizar de la ventana y filtrarse entre las persianas americanas hasta adherir su nariz contra el vidrio —porque alguna paloma ha producido en el balcón cierto sonido inaudible para mí, pero que el delicadísimo oído de mi gato ha captado.
3] Este tipo particular de felino no maúlla. Ellos son “casi” silenciosos ad aeternum — ya que si en algún momento estas fieras emiten un sonido, será el famoso ¡ffffffffffffhhhh! de furia, al levantar los belfos para exhibir unos colmillos aguzados y filosos como dagas. También puede que profiera un monótono gruñido barítono que paraliza a la rata, tanto como la flauta del encantador árabe fascina a la serpiente, o hace oscilar sensualmente a la odalisca.
Esto de escribir “mi” gato me regresa al principio de mi narración: no sé su edad y no lo vi nacer porque en realidad Krishna es el animal que más de una vez contemplé en la casa de quien era mi mujer por aquellos años. Él permanecía sentado plácidamente en la falda de Mallory —cuando era suyo—, mientras ella leía Dostoyevsky, Tolstoy, Gorky o algún otro ruso de los varios que ella devoraba en ese período de su vida.
La relación que yo tenía con Mallory era tan extraña e inexplicable como los designios que compelen a Krishna [sostenía ella] a ser poseído por un deseo avasallante e incontenible de abandonar de súbito el punto A, en el que se halla en un momento dado, para aterrizar en un punto B, a considerable distancia, sin que transcurra ningún espacio de tiempo durante su desplazamiento cinemático entre esos dos locales. Esa razón misteriosa [dixit Mallory] engendra el rayo metálico que cruza con solución de “continuidad temporal” su living room [y posteriormente, el mío]. La misma razón esotérica [aseguraba Mallory, oracular] lo mantiene también en estado de total inmovilidad: a menudo Krishna se petrifica por un período sin fin con los ojos cristalizados en un punto invisible del espacio —cual el Felis chaus sagrado egipcio que era inmolado y momificado para, en su diminuto sarcófago, descansar dentro la pirámide durante todos los milenios del futuro, acompañando a su amo, el faraón.
Un día, observo el atardecer por los ventanales de Mallory. Con la amplia copa cónica de dry Martini en una mano, escucho con gran atención y deleite [el equipo de música y la discoteca de esta chica son sublimes] el piano percusivo de Thelonious Monk, sólo acompañado por el contrabajo perezoso de Gerry Mapp, mientras Max Roach arrastra de modo delicado, casi inaudible, las escobillas sobre el parche del redoblante, y de vez en cuando cepilla apenas los platillos “cerrados” de su Charleston. Acompaño el ritmo de la melodía haciendo circular de forma incidental —sumergida en la helada mezcla de gin Beefeater y Martini secco— una gorda aceituna española empalada en un escarbadiente. Mi objetivo es “ensuciar” bien mi cóctel —es decir, hacer que la aceituna impregne el líquido con sus óleos aromáticos y sabrosos. Es durante esa complicada ceremonia hedonista el momento que Mallory escoge para pedirme un favor. Como prólogo, fija en los míos sus enormes ojos color esmeralda —esos que impedirían que saliese una respuesta negativa aun de la boca del rufián más despiadado y cruel de los muelles del puerto de Marsella:
—Tengo que viajar a Washington. Me quedaré allá alrededor de diez días. ¿Te llevarías a Krishna y me lo cuidarías en tu casa hasta mi regreso? —me dice—.
Es de esta forma como paso a tener gato: nunca jamás Mallory retira a Krishna de mi hogar. Ni recuerdo si alguna vez siquiera me ha preguntado si deseo quedármelo o no. De todos modos ya he expuesto el caso del rufián marsellés, ¿no es así?
Los años transcurren, Mallory desaparece de mi vida, pero Krishna permanece a mi lado; se transforma en una presencia tan constante como su silencio, su velocidad, su quietud y su etérea compañía.
Ese silencio dura hasta el momento en que mi gato comienza a estornudar.
¿Has oído estornudar a un Devon Rex? Debe ser la forma de exhalación aérea más grave que existe —en el sentido de las octavas musicales, la más baja. Mi hogar de Central Park West en todos sus ambientes y su largo corredor está alfombrado de pared a pared. He cometido el error, días antes de los estornudos, de probar un producto que —el anuncio publicitario afirma— con tan sólo espolvorearlo en seco, dejarlo unos quince minutos y después retirarlo con la aspiradora eléctrica, hará una limpieza tan profunda en la alfombra como si hubiera llamado a una de esas empresas profesionales [bastante caras] que hacen un shampoo completo por todo el inmueble. Creo que la aplicación de ese producto [es decir, los vestigios del producto] es la causa cuyo efecto son los estornudos y la persistente mucosidad congestiva de mi gato, además de la enfatización de esas tendencias letárgicas con que el Devon Rex viene equipado de fábrica.
Otro de esos días, llego a Columbus Circle con una expresión apesadumbrada que el Dr. Allen Markovitch detecta de inmediato [no es preciso ser shrink —psicoanalista— para notarla, sin embargo]. Nos sentamos frente a frente y se genera un silencio inconfortable que dura algunos segundos, lo que constituye algo más o menos de rigor en el consultorio de cualquier psicoterapeuta.
Allen, casi musitando, inicia la sesión así:
—¿So…? [“¿Entonces…?”].
Como sé que ha percibido mi estado emocional, sin rodeos le digo:
—My cat passed away. [“Mi gato falleció”].
—¡Cuánto lo lamento! ¿Qué sucedió?
—No sé. Estuvo enfermo unos días, y anoche murió.
—¿Cómo “enfermo”? Contame.
—Krishna andaba estornudando y bastante congestionado. Ayer [domingo] pasé el día trabajando sentado a mi escritorio. De vez en cuando él venía y rozaba su cuerpo contra mis piernas —como lo hace la mayoría de los gatos— pero también me maullaba, lo que en un Devon Rex es rarísimo. Remedio ya le había dado, así que fui una o dos veces a la cocina para asegurarme de que tenía suficiente agua y comida, y así era. Cada vez que Krishna venía, como yo estaba escribiendo algo “contra reloj”, le decía que me dejase en paz: “Krishna, hay comida y agua en la cocina; ¡estoy trabajando, por favor!”. Después, no volvió más. Pensé, “Sea lo que sea que Krishna quería, es obvio que ya lo halló, porque no ha vuelto a incomodarme”, y lo olvidé. Mi texto me mantuvo ocupado hasta bien entrada la noche. Cuando finalmente decidí suspender la tarea e ir a mi dormitorio, hallé a Krishna acostado sobre mi almohada. Estaba muerto.
—¡Ohhh, pero qué cosa terrible! —comenta Allen—. ¿Qué había diagnosticado el veterinario?
—Nada, porque no lo llevé al veterinario.
—Oh, ¿no? ¿Qué hiciste, entonces?
—Nada, le di un remedio, como te dije.
—¡Ah! Pero, entonces…, ¿lo medicaste vos mismo? ¿Cómo? ¿Qué le diste?
—Lo mismo que tomo yo cuando estoy muy congestionado: dos cápsulas de Tylenol Extra Strength” [Tylenol extra-fuerte].
—¡Ohhhhh! ¡HUGOOOO! ¡¿Cuántos quilos pesás?!
Con elaborada suavidad, levanto a Krishna de la almohada. Su cuerpo está tibio y tierno. No hay ninguna señal de rigor mortis. Acerco mi oído a su boca y a su nariz para cerciorarme de que respira. Nada. Entonces apoyo mi oreja contra su pecho para ver si su corazón late. Nada. Silencio sepulcral.
Me cuesta mucho trabajo separar mi mejilla de la tibieza de mi mascota inerte, pero al cabo de lo que creo ser interminables segundos, lo hago. Me incorporo, voy al living y retiro el batik tailandés que cubre el sofá. Regreso al dormitorio y uso el ese fino paño de vivos colores para amortajar a Krishna.
A continuación entro a la cocina y busco en el cajón de los cubiertos una enorme cuchara; es una suerte de pala de acero cóncava, larga y aguda. Además de ser muy fuerte, tiene un lado muy filoso para cortar tortas o picar vegetales y ensaladas.
Coloco la cuchara y el cuerpo del felino dentro de mi mochila y la levanto con gran lentitud, como si fuese un verdadero rito funeral [una religiosidad que desconozco ha aflorado a la superficie de mi sensibilidad]. Con el bulto ya acomodado a mis espaldas salgo de mi hogar y cruzo la avenida Central Park West para internarme en el parque, a estas horas ya desierto. Es algo después de la medianoche.
Porque voy a ascender hasta la mayor elevación de la zona de Central Park llamada The North Woods [Los bosques del norte], tomo conciencia de cómo el peso relativo del cadáver tensa las correas que desde mis hombros sostienen la mochila en su sitio. Esta región del parque es también conocida como Forever Wild [Salvaje para siempre] y allí se encuentra el punto más alto de toda la Isla de Manhattan: The Great Hill [La gran colina]. En un claro del bosque —en esa cima— me arrodillaré en la oscuridad, casi a tientas extraeré de la mochila al animal amortajado y lo depositaré a mi lado.
Después tomaré la pala y comenzaré a cavar la tumba para el Devon Rex, Krishna, mi gato.
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New York City – 1ro. de marzo de 2017
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