
Baradero sin Estado: La ilusión libertaria y el abismo real
El sol de la mañana ilumina la fachada del banco, la fila en ANSES, las aulas de las escuelas públicas, los patrulleros que recorren las calles. Baradero, como tantos otros pueblos argentinos, respira al ritmo del Estado. Pero en el café de la plaza, en las redes sociales, en algunas mesas familiares, se repite un mantra: «Hay que liquidar el Estado, es una máquina de gastar». La paradoja es cruel: quienes claman por su desaparición son, en muchos casos, los mismos que viven de él. ¿Qué pasaría si ese deseo se cumpliera? ¿Si de un día para otro, como promete el libertarismo radical, el Estado se esfumara?
El tejido social, deshilachado
Imaginemos el primer mes. Los sueldos de docentes, policías, enfermeros y empleados municipales no llegan. Las escuelas cierran; los hospitales, sin insumos ni personal, colapsan; la basura se acumula en las esquinas. Los jubilados revisan sus cuentas: el IPS y la ANSES son recuerdos. Los comercios —desde el almacén hasta la ferretería— ven caer sus ventas en picada. ¿Quién compra si el 70% del dinero circulante provenía de salarios públicos? El alquiler se impaga, los créditos se devuelven, los desalojos comienzan.
El Banco Provincia ya no otorga préstamos; el registro civil no emite DNI; ARBA no recauda, pero la luz y el agua —ahora privatizadas— llegan con facturas inalcanzables. La calle es de los más fuertes: sin policía, sin jueces, sin leyes que valgan más que el poder del que pueda pagar seguridad privada.
La contradicción que nadie quiere ver
En el bar, el mismo empleado municipal que ayer compartió memes contra «la casta» hoy frunce el ceño: «¿Cómo que no me pagan?». El docente que votó «por la libertad» descubre que su escuela ahora cobra arancel. El jubilado que creyó en el «Estado mínimo» mira su cuenta vacía y pregunta: «¿Y mi plata?».
El libertarismo vende una fantasía: que el mercado llenará el vacío. Pero en Baradero no hay multinacionales esperando para contratar a 10 mil personas. No hay «emprendedores» que reemplacen los hospitales. El campo —el gran empleador privado— necesita apenas un puñado de peones por temporada. El resto queda librado al sálvese quien pueda.
El experimento que ya se vio
La historia no es teoría: en los ’90, el desguace del Estado dejó pueblos fantasmas en el interior. Hoy, hasta los países más liberales (como EE.UU. o Alemania) destinan el 30-40% de su PBI a gasto público. Porque sin Estado no hay educación, ni salud, ni seguridad, ni moneda que valga.
Baradero no es diferente: su paz depende de que el maestro cobre, de que el policía patrulle, de que la abuela reciba su pensión. Quienes piden «quemar el Estado» deberían explicar: ¿Quién cuidará a sus padres cuando PAMI no exista? ¿Quién educará a sus hijos si la escuela pública se vende al mejor postor?
Conclusión: El precio de la ilusión
El debate no es «Estado sí o no», sino qué Estado queremos. Uno eficiente, transparente, que no regale pero tampoco abandone. Porque cuando desaparece, no se van solo los «ñoquis»: se va el pan del kiosquero, el alquiler del dueño de casa, la luz del quirófano.
Mientras Milei promete el paraíso privado, Baradero debería preguntarse: ¿Quién recogerá los pedazos cuando la ilusión choque con la realidad? La respuesta está en cada sueldo que hoy alimenta a sus familias y sostiene sus calles. El Estado no es el enemigo: es, literalmente, el aire que este pueblo respira.
¿Vos qué opinás? ¿Es posible un Baradero sin escuelas públicas, sin hospitales, sin salarios garantizados? O, como dice el vecino: «Acá todos son libertarios hasta que les tocan el bolsillo».
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