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Había establecido para mí mismo la meta de enviar para esta columna de BTI un nuevo texto por semana, para que se publicase todos los domingos. Pero he estado en cambio entregando un texto nuevo y uno pre-existente de modo alternativo: uno nuevo, uno preexistente; uno nuevo, uno preexistente. Cuatro artículos, cuatro domingos, y así se completa el mes.

Una publicación nueva semanal es lo que me gustaría y lo que en principio me había propuesto, como acabo de escribir. ¿Qué es lo que se interpone y dificulta ese proyecto? He llegado a la conclusión de que lo que se interpone es la vida real. Tal vez, la intensidad de la vida real.  Sin ir más lejos, durante estos meses de verano cuando estoy en París, la calle, las plazas, los cafés, los museos, los mercados de pulgas, las galerías de arte, los artistas y músicos callejeros, mi bicicleta, las librerías y los usados que compro y leo, hasta las radios France Culture y France Jazz; todo eso me atrapa y distrae.

Bajo otra óptica, y de modo independiente de la razón o excusa mencionada arriba, existe otro conflicto que de algún modo está relacionado al método de mi proyecto: ¿Cómo voy a hallar fresca inspiración si me someto a mí mismo a un sistema que me transforma en alguien que debe crear de acuerdo a un mecanismo de relojería; o al menos, de almanaque? Si me esclavizo a esa cronología metronómica, ¿cómo hallo inspiración para generar un texto con un  poder de atracción tal que le despierte quince minutos o media hora de interés activo a quién me lee —y además le provoque algún tipo de placer considerable?

En segundo lugar, ¿cómo se maneja y qué efectos produce la tensión creada por la expectativa de la generación de un artefacto narrativo en un tiempo preestablecido? Por supuesto que me refiero al proceso de la creación artística. No enfrento este dilema desde el punto de vista de un escritor a quien se le asigna una fecha límite, delimitada por un compromiso profesional. Cuando existe una professional deadline establecida por los directivos de una publicación, ahí hay que producir sí o sí, lo que sea.

En mi caso, yo observo este conflicto desde el punto de vista de la producción de un artefacto narrativo generado con objetivos estrictamente artísticos, restringido por no otra cosa que mis propias demandas estéticas y formales.  La existencia de un plazo semanal preestablecido no es nada más que la situación ideal de mi relación con vos, el lector, y con mi columna. Pero este es un objetivo al que no renuncio. Tal vez la escritura de este texto de hoy provoque una catarsis y mi objetivo se empiece a realizar con menos distracciones, impedimentos o dificultades.

Me propongo ilustrar ambos ángulos que acabo de exponer ( las ópticas desde lo profesional y desde lo artístico) por medio de dos relatos respectivos, extraídos de la vida real. 

 Hubo un escritor y periodista —esto no es redundante; el segundo sustantivo es restrictivo— llamado Joseph Mitchell. Trabajaba en la revista semanal The New Yorker , sin duda alguna la mejor publicación de este formato que existe sobre la superficie del planeta tierra. Yo mismo soy subscritor de The New Yorker desde mil novecientos ochenta y ocho.

Allá por los años cincuenta, Joseph Mitchell fue autor de trabajos muy singulares: “Delineaba cuidadosamente” perfiles (o retratos) de personajes reales, no ficticios. En general su interés se concentraba en excéntricos, bohemios, gente que habitase en los oscuros márgenes de la sociedad —en su mayoría habitantes de la ciudad de New York. Su mejor libro se titula Up in the Old Hotel  (Allá en el viejo hotel).

Joseph Mitchell mismo era un excéntrico total. En mil novecientos treinta y uno tomó un descanso (a break) en su profesión para emplearse como tripulante de cubierta a bordo de un carguero que navegó de New York a Leningrado y regresó con un cargamento de pulpa de madera —y en agosto de mil novecientos treinta y siete fue tercer colocado en el Campeonato de comedores de almejas de Block Island, al deglutir una tras otra sin solución de continuidad ochenta y cuatro almejas (cantidad y tiempo eran factores a considerar).

Pues bien: un día de agosto de mil novecientos sesenta y cuatro este escritor sufrió un súbito ‘blanco’ —eso que en inglés se denomina A writer’s block –un bloqueo de escritor, que se fue extendiendo hasta llegar la fecha de entrega (the deadline de marras). Mitchell no consiguió, no pudo, no supo —no encontró inspiración para— crear el artículo requerido para su columna de esa semana. No entregó nada para publicar. El lunes de la semana siguiente, Mitchell entró una vez más a su escritorio en la redacción de la revista y se sentó frente a su máquina de escribir: no escribió una palabra. Al día siguiente se repitió la misma situación, y al siguiente, y al siguiente y al siguiente.

Debo acotar como dato esencial y accesorio, que su caso de writer’s block pareciera haber sido provocado no sólo por la presión de la fecha de entrega, sino además por contagio: Su último trabajo de valor prominente —publicado exactamente en mil novecientos sesenta y cuatro— fue una largo reportaje (él se decía —no periodista, sino— reportero) que Mitchell publicó en forma de libro. Era el perfil de Joe Gould, otro excéntrico de las calles del barrio Greenwich Village, de Manhattan, New York City. La vida creativa de Joe Gould consistió principalmente en su esfuerzo continuo para disimular “de modo extravagante” su propio writer’s block.

Mitchell tituló ese libro El secreto de Joe Gould, y tuvo tanta repercusión en el medio artístico y profesional que el conocido actor y director Stanley Tucci —durante el ‘giro del siglo’, o sea en el año dos mil— dirigió un film sobre ese caso y lo tituló tal como el libro de Mitchell. Se puede hallar fácilmente, si te interesa verlo, como también los libros de Joseph Mitchell.

No obstante, como Joseph Mitchell era un hombre dotado de un don literario superlativo, su reputación en el medio era tan sobresaliente (era “un escritor de escritores”), de todos modos, llegado el fin de mes el cheque del salario estaba sobre su escritorio a las ocho de la mañana.

El mes siguiente fue un espejo de lo que acabo de relatar. Y el siguiente, y el siguiente y el siguiente. El rumor en el medio dice que Joseph Mitchell sufrió de ese writer’s block pago desde mil novecientos sesenta y cuatro hasta el año de su muerte, en mil novecientos noventa y seis. El secreto de Joe Gould fue el último libro de autoría de Joseph Mitchell y en The New Yorker tampoco publicó nunca más “nada significativo”.

Joseph Mitchell jamás escribió otro artículo notable, pero continuó yendo a su trabajo todos los días de la semana para sentarse en silencio a su escritorio. Su sueldo fue pago de modo integral durante todas esas décadas, hasta el momento mismo de su muerte. Supongo que la inclusión de su  nombre en la lista del staff que aparece en una de las páginas iniciales del semanario ya valdría el sueldo que recibía. Además imagino que por medio de ese sueldo The New Yorker le concedía a Joseph Mitchell un simbólico honor vitalicio. The New Yorker es ese tipo de revista.

Relaté esta primera historia para significar el terror del profesional ante la página en blanco: éste no es un mito como el de la sonrisa de Medusa, sino un conflicto real que confronta a más de un escritor.

El segundo caso y la otra óptica es la del compromiso estético del artista.

El hombre más brillante en su forma de enfrentar un bloqueo creativo fue Federico Fellini. O al menos, lo fue su estrategia para narrar un bloqueo creativo a partir de su propia historia personal, y el planteo de una solución posible por medio de la concepción de un artefacto estético con ese material. Sé que lo que acaabo de escribir pudiera resultar ininteligible. No problem; seguí leyendo, voy a explicarlo. De cualquier manera, como prólogo a lo que voy a narrar a continuación debo hacer la siguiente acotación introductoria:

No hay peor “musa inspiradora” que el mejor trabajo que uno ha producido.

Para ejemplificar esta declaración utilizaré una realidad medio traída de los pelos, como le oí decir a alguien alguna vez en algún lugar. En el mundo de la música han existido algunas bandas excepcionales —The Beatles, para nombrar un caso magistral, ya que cada álbum de este conjunto inglés de rock superó al anterior durante toda su existencia como grupo musical, si bien que algunos disputan esta afirmación, colocando a Revolver, Sargent Pepper’s, The White Album y Abbey Road como sus obras maestras, muy por encima de todos los otros álbumes que compusieron.

No obstante, en mi opinión, salvo el caso de algunos, muy pocos, grupos ‘de excepción’ como The Beatles, todo conjunto musical tiene ‘su mejor álbum’ —en general ‘el primero’ o al menos ese que tiene gran repercusión y ‘los descubre’. El resto de la producción de esas bandas, entonces, parece nada más que una recordación nostálgica o un mero émulo de ese gran éxito, de esa auténtica y única obra de arte que una vez grabaron.

Lo mismo se podría decir de la literatura. Salvo los autores canónicos y algunos otros reconocidos de valor universal, ¿qué hicieron, por ejemplo, los norteamericanos J.D. Salinger, después de El apañador en el campo de centeno?;  F. Scott Fitzgerald, después El gran Gatsby; Jonathan Franzen, después de Las correcciones; nuestro Enrique Medina, después de Las Tumbas; o el chileno Alberto Fuguet, después de Mala onda?  — ¡Sí, sí; ya sé! Esto es una opinión absolutamente personal y arbitraria. Ya alcanzo a oír en mi interior de modo anticipado las voces indignadas y disidentes que emitirán las bocas de varios de ustedes que me están leyendo. Pero esta es tan solo mi opinión personal, como dije.

Bueh. Ese fue el prólogo. Ahora, lo que iba a relatar a propósito del bloqueo creativo, en lo que respecta a Fellini:

A pesar de ser ya conocido en el medio cinematográfico, y de haber recibido un Oscar en mil novecientos cincuenta y ocho por su film Noches de Cabiria, Federico Fellini estalla como una bomba atómica en el medio cinematográfico universal con su film de mil novecientos sesenta La Dolce Vita – con el que gana la Palme d’Or en Cannes, y después innúmeros otros premios. La Dolce Vita además es un escándalo mundial contra el cual hasta el Vaticano se pronuncia. Federico Fellini se transforma en una figura de notoriedad internacional. Es una de las primeras ‘celebridades’ del cuerpo de directores cinematográficos. En el mundo del cine Fellini se vuelve, ‘más famoso que Jesucristo’, como una vez dijo John Lennon a propósito de The Beatles. Otro escándalo.

Vuelvo al prólogo: La peor Musa inspiradora es tu mejor trabajo:

Con el mundo entero esperando la próxima película de Fellini después del éxito y escándalo de La Dolce Vita, imaginate la presión bajo la cual se halla de pronto este director. Dicho sea de paso: Fellini pertenece a esa primera generación de la nueva modalidad cinematográfica que popularizara la Nouvelle Vague (la nueva ola) francesa y el cinema neorrealista italiano. Fellini se inicia dentro de esa escuela de cine, el neorrealismo, pero paulatinamente desarrolla su propio lenguaje y estilo, y comienza a apropiarse de todos los aspectos de la creación cinematográfica. Pasa a insertarse entre los realizadores de un tipo de películas que los franceses acuñan (creo que en la revista Cahiers du Cinéma) como “Cinéma d’auteur”. Esto quiere decir, “el cine de autor”.

Auteur/ autor es el realizador integral —el individuo que no sólo dirige la película sino que también controla todos los aspectos de la obra final, desde la foto-cinematografía, la escritura del  libreto —es el verdadero creador de la historia—, las decisiones sobre banda de sonido (algunos hasta la componen ellos mismos, como es el caso de Clint Eastwood). El auteur controla también el diseño de figurines y vestuario; tiene la última palabra sobre los locales y sets de filmación, etc: Este nuevo género de director de cine se adueña y ejerce control total sobre su obra de arte. Es la creación exclusiva de este individuo; es su ‘auteur”.

Pues bien. Debido al éxito de La Dolce Vita, Federico Fellini debe emprender su próximo proyecto de inmediato. La expectativa es enorme y generalizada. Se podría decir que la realidad profesional y artística de Federico Fellini en ese momento lo coloca en una situación en que pocos artistas se habían hallado jamás hasta ese momento, ya que el cine como forma simultánea de arte y espectáculo popular es un fenómeno relativamente reciente. Las demandas que la dimensión universal de su  fama ha creado podría magnificarse en la psiquis de este director a una dimensión incontrolable. En la jerga psicoanalítica posmoderna podría colocarse en estos términos: Su situación particular podría generarle al director un desorden de stress postraumático que eternizara en él una parálisis creacional, o sea, un bloqueo creativo crónico à la Joseph Mitchell. Así y allí se halla Federico Fellini después del éxito de La Dolce Vita y antes de la realización de su próxima película.

Arriba escribí que La Dolce Vita no fue el primer film de Federico Fellini ni mucho menos. Cuando llega a La Dolce Vita, el auteur tenía ya un portafolio anterior considerable. Los cinéfilos que están familiarizados con la obra de este gran director italiano, saben que La dolce Vita es su octavo film. Lo saben porque conocen el próximo film que Fellini acaba realizando a continuación, y su título: ya  verás por qué digo esto.

Para esa próxima película, Fellini toma a la estrella protagónica de su éxito máximo y producción más reciente, La Dolce Vita, —que es Marcello Mastroianni. Mastroianni había sido prácticamente un  desconocido hasta La Dolce vita, pero ahora y debido a esa película es una estrella internacional. Para esta próxima película Fellini le asigna una vez más el papel protagónico. Éste es un  personaje que —sin riesgos de estar falseando la ‘realidad artística’ de la obra— puede ser calificado como el alter ego (el otro yo) de Fellini. No hay ninguna sorpresa aquí: la mayor parte de la producción cinematográfica de Fellini es quasi-autobiográfica.

El argumento de este próximo film instala a este personaje (un director de cine, claro) en un hotel cercano al ‘set’ de filmación. Se halla rodeado de su equipo de producción, estrellas y técnicos del cine, profesionales relacionados y periodistas;  además de amantes, esposas, familiares, amigos, asociados y conocidos. Todos y cada uno de ellos interactúan con el protagonista autobiográfico interpretado por Mastroianni; lo rodean constantemente, lo interceptan, interrumpen, abordan para realizar pedidos y demandas constantes relacionadas al film que este auteur —ahora ficticio— debe comenzar a rodar en cualquier momento.

Mientras tanto, por medio de estrategias evasivas, el protagonista gana tiempo mientras se esfuerza por concebir la trama cinematográfica. Mientras maquina un argumento, va erigiendo sin prisa (otra maniobra disuasiva para ganar tiempo) una estructura tubular de hierro similar a una torre de iluminación gigantesca, o algo parecido a un escenario de rock de la actualidad. Cuando el film real de Fellini se estrena, la audiencia que mira la película contempla la erección paulatina de esa estructura e imagina que alguna escena fundamental más temprano o más tarde será  representada sobre la misma.

El argumento, a pesar de inconexo y obscuro es apasionante. Todas las peripecias de este auteur a la búsqueda de su próxima obra de arte están retratadas de un modo impecable en su realismo lírico, casi barroco. La fallida concepción de la película constituye la película misma. El auteur protagónico, ya en las escenas finales, hace explícito que no ha conseguido concebir nada, que abandona el proyecto, que ha fracasado y por lo tanto no habrá película alguna. La última escena del film es la de-construcción (en realidad, el desarme, la destrucción) de esa estructura tubular, que ahora uno puede imaginar como un catafalco funerario.

Cierra el film el desfile de una banda harapienta —vestida con atuendos similares a los de los músicos y artistas de los circos rurales pobres— que cruza la pantalla de proyección de izquierda a derecha, mientras ejecuta una nostálgica marcha circense. Es la versión felliniana de “La dance macabre”. La danza de la muerte.

The End: el film ha terminado.

La Dolce Vita había sido el octavo film de Fellini. El título de este próximo film que acabo de describir es  —Ocho y medio—, la representación ficticia de un proyecto provisorio, tentativo, fallido, carente de sentido, incoherente, inconcluso. Un aborto; un fracaso; jamás su “novena” película.

 recibe el Oscar de mejor film extranjero del año de su estreno, mil novecientos sesenta y tres; y es una de películas que se incluye siempre cuando expertos varios del Séptimo arte, en momentos históricos distintos a lo largo del tiempo, hacen sus listas de selección de los diez mejores films de la historia del cine.  es una obra maestra — tan importante o aún más que La Dolce Vita —que por otra parte también aparece a menudo incluida en esas mismas listas de los diez mejores films de todos los tiempos.

 constituye la articulación explicita filmada de un bloqueo creativo y sus alternativas; ergo,  es la resolución felliniana de la mayor angustia creativa de la vida de este genial auteur italiano; es la transformación de la nada en una obra de arte de estética y contenido filosófico superlativos.

Si no me creés, andá y vela.

Ayer llovió;  hasta cayeron piedras sobre los tejados de pizarra de esta ciudad antiquísima. Hoy es sábado y  brilla el sol, así que —ya que acabo de llenar mi propio ‘blanco’ por medio de la escritura de este relato— me iré pedaleando hasta los jardines de Luxemburgo y allí haré un picnic.

¡Hasta la próxima semana!

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París, sábado 28 de julio de 2018

Ilustración: el escritorio de mi departamento de París, sentado al cual escribí este texto.

Las frases entre comillas significan información confirmada “à la mode del perezoso”, o sea, por medio de consultas a Wikipedia.

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