Muy a menudo nuestros encuentros ocurren alrededor de la concurrida mesa de los sábados.

Existe un acuerdo tácito: tarde o temprano alguno de nosotros llega al Café Beaubourg para nuestro petit déjeuner[1], y generalmente ya encuentra alguien allí. La composición de la mesa se renueva —a veces de modo cíclico, porque algunos parten pero reinciden más de una vez a lo largo del día— desde el primer arribo hasta bien entrada la media tarde, en medio del trajín de los garçons[2]de ese lugar atestado.

Nuestra reunión perdura a través de los varios movimientos de la sinfonía que el Café Beaubourg interpreta los sábados: Los madrugadores oímos el rápido cliqueteo de tazas y platitos de pequeño porte. Después nuestras voces se ven obligadas a sobreponerse al metálico clanc-clanear de pesadas bandejas con platos humeantes y botellas de vino que se balancean inmutables gracias a la experiencia cinemática del mozo francés. Tañendo su insolente índole cristalina, a media tarde llegarán las copas de la hora del cóctel.

Entre la efímera exhalación final del ritmo respiratorio de ese período de tragos y la inspiración que preludia a aquel que oxigenará la larga noche del sábado, se crea un semivacío momentáneo, una asfixia hecha de limpiezas rápidas de los restos de la tarde, debilitamiento sutil de la iluminación y fortalecimiento de la música. Cuando se emprende ese presuroso renovar de manteles, abandonamos sobre el nuestro las migajas, las copas y carafes[3] de vino agotadas, los ceniceros abarrotados. Invadidos por una tristesse quasi postcoital, salimos a vagar en cámara lenta por las callejuelas del barrio.

No obstante, en el largo hiato sabático que nos proporciona la mesa rotativa —una mesa de tamaña obstinación en su sarcasmo deliberado y diletante que ha sido bautizada “La table du mépris[4]—, frecuentemente nos entregamos con sado-deferencia a la discusión reflexiva de un tema que, aunque nos apasiona, no nos obliga a perder nuestra elegante nonchalance[5]. Porque, afectados (de súbito, pero por poco tiempo) por ese esnobismo flemático que París le inflige a los descuidados —claro, sólo durante el simposio sabatino del Beaubourg, entiéndase—, nos convertimos en víctimas voluntarias del’ennui[6] [un estado al que Frantz Antoine Leconte, en La tradition de l’ennui splénétique en France[7]prefirió otorgarle un valor de desencanto “más dulce o pasivo” que el del spleen[8]británico]. Por mi parte prefiero atribuirle a nuestra actitud de elegante desinterés, de aburrimiento sibarítico, un carácter meramente “filosófico contemplativo”.

En fin, nuestro tópico no es el lugar común recurrente en las mesas proverbiales que discuten fútbol, ni aquél de la corrupción congénita y endémica de los políticos. Por supuesto que tampoco lo es el confortable escondite verbal ofrecido por el [mal] estado del tiempo que signa el invierno parisino. Ni siquiera “hablamos de mujeres” [y somos todos latinos!]. No: la discusión repetitiva —críticos y analistas culturales autodesignados que somos— es sobre el punto de origen de lo que allí hacemos, sobre el origen de la “cultura del café”. Es decir, nos entregamos con gusto a la investigación discursiva de la posible localización del ámbito geográfico en el que se operó la transformación de ese lugar. Lo que una vez fuera un sitio de pasaje rápido para una libación, sólo el instante necesario para “restaurarse” [no es por nada que hoy existe eso llamado restaurante], en tiempos modernos devino este espacio de intercambio social más o menos demorado —en nuestro caso, en general muy demorado. ¿Ves? Soldados de la manutención de ese costumbrismo, actuamos nuestro papel a la perfección. Así lo hicimos hoy. Acabo de volver a casa; anochece el sábado sobre los techos de pizarra frente a mi ventana de la Rive Droite —y recuerdo ese gesto clásico: cómo, cuando después de estirar nuestros labios hacia el pocillo en ristre, petrificamos el rictus [ya que, absortos, demoramos el sorbo], entretenidos en la resistente incerteza en cuestión:

Tenemos a Piero Fracassi, un italiano que no arredra pie en su convicción de que los dueños originales de este hábito son sus coterráneos. Es por eso que François no dará oídos ni a media palabra de Piero sobre el asunto —parecemos uruguayos y argentinos disputándonos el derecho a ser la tierra donde gloriosamente aconteció el natalicio de Gardel. Esta discusión es también frecuente, dicho sea de paso; y François Lagnac participa siempre con intenso fervor. Vivió en Buenos Aires y allá oyó la historia: nadie consigue silenciarlo, no importa la fuerza del argumento en contrario, cuando insiste en colocar a la madre parturienta del Zorzal criollo en Toulouse, Francia —que es su propio pueblo natal. Ronaldo, el uruguayo, por su parte, dice con autoridad autóctona que conoce a los descendientes de Carlitos, allá en el Tacuarembó donde nació él mismo. Entonces asegura con rotundidad que Gardel nació en el paisito, como también lo hizo el tango, dice.

¿Qué haremos los porteños? ¡Las teorías más recientes desestiman la veracidad de un neonato Morocho que haya  hecho sus pucheritos en el Abasto!

De todos modos este no es el tema. Sigamos.

El café: antes de la digresión iba a decir que, para François, las horas de vago laissez faire[9]de los primordios sólo pueden haber comenzado a derrocharse en la Ville Lumière.[10]Cuando recuerdo el enjambre de mesas que invaden les boulevards no bien llega la primavera, me siento inclinado a compartir su opinión. Gracias a la terca obstinación de Piero y François, y apoyados por el séptimo arte y su mitología, hemos conseguido por reduccionismo persistente arribar a una situación binaria bastante confortable: ahora nuestras acaloradas disputas se limitan a la siguiente pregunta: el “café” moderno ¿se generó en París o en Roma? ¿Dónde, sino?

No inventamos esta preocupación, seamos modestos: este es un asunto que se cuestiona y discute con persistencia —principalmente en mesas de café como la nuestra— pero no hay aún una respuesta definitiva, por lo tanto podremos continuar jugando nuestro juego de la desavenencia por un tiempo aún indefinido. Éste se prolonga por una cuestión de paralelismo: tanto se han romantizado las imágenes de gente que se demora adorando la copa de pastis[11] o la tulipa de bière[12]en los estaños o terrasses luteciennes[13], como a las de manos azucarando espressos y alzando grappas en las mesas contiguas a las ventanas o en las veredas de los cafés que pueblan la Città Eterna[14]. Estas estampas han sido ubicuas tanto en el celuloide francés como en el italiano de sus mejores épocas: las hemos visto en el cine de la  nouvelle vague francesa y también en el del  neorrealismo italiano.

¿Dónde comenzó realmente La dolce vita? ¿Qué es el “Café Society”? ¿A qué tipo de conclusión llegamos hasta ahora?

Coincidimos en que —sin considerar la genealogía completa de este comportamiento social— es por cierto en la posguerra europea cuando el café se vuelve un microcosmos y un habitat[15]. Y el mundo lo mimetiza. Sin embargo, con el paso del tiempo el hábito se maleabiliza, y hoy hasta las sociedades cuya intensidad alcanza el límite de lo irracional se han puesto tardíamente a la par. Ahora en esas “ciudades ultraveloces” también existen salones donde se practica una versión muy particular de esa cultura. Pero argumentamos que la de esos cafés no se parece ni de forma muy remota al sistema de interacción original, porque allí no se concibe bajo ninguna hipótesis el concepto del flâneur[16]—aquel que tan agudamente formulara Walter Benjamin[17]. El flâneur fue un impresionista fracasado, ya que intentó —de forma tan romántica como inefectiva— plasmar la fugacidad del ocio. Mientras que el ciudadano posmoderno… mmmm.

Porque llegué a París desde New York, conozco el aforismo oportuno que un crítico articuló para definir al café paradigmático de la sociedad vertiginosa: “Starbucksis a place where people who are alone go to talk with people who are not there[18]. En las mesas de este café multinacional, personas solas teclean desde sus laptopsiPads o Smart phones[19]hacia el Internet universal. Otras escuchan música mientras envían mensajes de texto desde esos mismos aparatos, reciben y escriben su correo electrónico; consultan a Google; abren sus páginas de Facebook; colocan fotos en Instagram; conversan por Whatsapp, FaceTime Skype; o —anacrónicamente— dicen palabras y oyen otras por esos aparatos a los que con tanta nostalgia insistimos en llamar “teléfonos.

Estos megalopolitanos son la encarnación real de los cyborgs[20]. Avezados biónicos, sentados a esas mesas de café maximizan las posibilidades del multifacetismo de la cyber-gadgetry[21] de la que nunca se separan, confirmando así su nueva identidad pos-humana. Hace ya algunos años, armado de una Macintosh Power Book 5, un iPod Touch, y un Blackberry Storm, yo mismo ya pasé horas incontables, tardes enteras de sábados y domingos, sentado entre otros solitarios de New York, leyendo o escribiendo en el Starbucks de la esquina de las calles 81 Oeste y Broadway de Manhattan.

Solos y Solas[22], escribiría mi hermana.

Vaya uno a entender esta versión posmoderna de café “society”.

Es verdad que las antiguas tabernas o inns europeos fueron lugares de encuentro y confraternización —o violenta discordia, a veces mortal, desde tiempos inmemoriales. Vale aquí ese exhausto cliché: pienso en las ventas manchegas donde Cervantes hace padecer y brillar a Don Quijote a fines del siglo XVI. O entonces aquella taberna napolitana, la Locanda del Cerriglio, a cuyas puertas es sableado gravemente en el rostro el sublime pintor Michelangelo Merisi da Caravaggio, a comienzos del siglo XVII[23].

Hecha la excepción starbuksiana, el comportamiento característico del café es un fenómeno generalizado: el concepto que inicialmente implicaba la literalidad de la expresión “tomarse un cafecito” [algo rápido], más tarde se modificó y se convirtió en sinónimo de “ir a un café” [a demorarse allí un lapso de tiempo más o menos definido]. Hoy, ambas expresiones significan dirigirse a un café cualquiera con la intención de constituirse en una de sus mesas por un tiempo indefinido [se permanecerá en ese café, trabajando en la tarea que uno fue a desempeñar, aunque esta tan sólo consista en “hacer llamadas telefónicas”].

Hasta en París, esta ciudad que “acuñó” el mencionado flâneur [por eso mismo este “sustantivo calificativo” es francés], alguien martilla con obstinación, insertando una cuña entre las vigas de madera noble sobre las que se apoya la estructura behaviorista[24]típica del café francés:

Nunca conocí persona alguna que gozara de tantos privilegios especiales como aquellos de los que Bill ha sabido apropiarse dentro de los fueros del café society—mientras al mismo tiempo mina con saña predadora el principio de la dolce far niente que define al rito cultural en cuestión. Bill, un legítimo Americain infiltrado en París, ha hecho del Café Beaubourg —nuestro fashionable[25] café de los sábados— su oficina parisina, aquí mismo, en mi barrio de Le Marais. Desde su mesa [porque se ha apropiado de la misma de facto], contigua a una de las ventanas panorámicas del segundo piso (o el primero, si denominamos al nivel tierra “planta baja”), puede observar el aspecto industrial del frente y medio perfil del Centre Georges Pompidou. Desde su table divisa la plaza en plano inclinado, el ajetreo de la gente congregada en grupos directamente proporcionales al número de músicos o artistas performáticos que haya en ese momento, y el incesante entrar y salir por las puertas del Musée national d’art moderne —el Centre Georges Pompidou propiamente dicho.

Quizás para armonizar la arquitectura a la duda metódica entre el exceso brutalista y el minimalismo posmoderno, el tamaño del Café Beaubourg es demasiado grande en relación al de otros espacios similares del barrio. Por ende, las mesas de la vereda y del salón de la planta baja son suficientes para los parroquianos de las horas tempranas. Durante ese período del día, el piso superior permanece cerrado –los garçons te detendrán si antes de las cuatro o cinco de la tarde tratás de dirigirte a las mesas de ese sobrepiso.

Bill, con su rara diplomatie américaine[26], sin ser perturbado por los mozos, sube las escaleras con su portafolios, laptop y notas y se dirige a su “escritorio” de mantel blanco. Cuanto mucho, esos meseros le preguntarán si deben subirle un café; hasta se lo dirán en un tono de sarcasmo medio-en-broma. De esta manera: “Puis-je vous déranger afin de vous servir un petit café, autre chose ou bien rien du tout? [27], como si fueran ellos los que, de forma humilde [algo impensado, de acuerdo al estereotipo del garçon parisino], solicitaran un servicio. Bill generalmente escoge el último ítem: rien de tout, merci[28].

Sólo mucho más tarde, cuando alguien llegue para charlar, la mayoría de las veces yo mismo, él pedirá un petit café y tal vez quelque chose d’outre[29]para acompañarlo. Si el visitante no es un “parroquiano habitual” de esta mesa de trabajo, seguramente se ofrecerá a pagar la cuenta. . .  y Bill no se resistirá.

No sólo trabaja con su computadora y su celular en una de las mesas del café [que es además un sofisticado restaurante], sino que también Bill le roba la onda Wi-Fi[30] a cualquier vecino desavisado que no haya tomado la precaución de establecer una seña de seguridad con el servidor pago que utiliza, para así protegerse de punguistas virtuales potenciales, esos descarados proto-hackers, como Bill.

Él es una respuesta belicosa norteamericana al Eurotrash que pulula por los Estados Unidos.[31]

Bill es el ejemplar más extremo o singular de cualquier café society con atributos oficinescos: si bien el Café Beaubourg de París es su oficina local, la misma tiene alcance global. Él trabaja en París para una productora televisiva japonesa con la cual se mantiene todo el tiempo conectado por vía inalámbrica. Su boca, oído y dáctilos, desde su mesa material del Café Beaubourg, alcanzan el universo. Para todos los efectos, su mesa virtual no se restringe al barrio de Le Marais, ni a París o Francia, ni siquiera se limita a Europa: la sede central de la compañía que emplea a Bill, es en Sinjuku, el barrio comercial más importante de Tokio. Y allá Bill tiene sentado un avatar.

A Bill lo conocí años atrás en Manhattan, donde solíamos pasar horas sin fin, inmersos en charlas interminables y alcoholes extinguibles, en su departamento del edificio Westbeth de la cooperativa de artistas Artists Community, en el West Village. En New York, prefigurando el futuro sin saberlo, pensábamos al unísono la vida, y por eso más de una vez coreábamos “París”, bien sur.

¿Quién es Bill?

En New York, Bill tenía un day job[32]. Como no podía sobrevivir con lo que su profesión escénica [no] le reditúa a un actor de teatro todavía oscuro como él, desarrollaba actividades en The Image Bank[33], una empresa que desde siempre ha abastecido de imágenes genéricas a la industria cinematográfica. Ejemplo: estoy filmando una película cuyo argumento demanda una escena en la cual un Concorde aterriza en el aeropuerto Charles De Gaulle. Voy a The Image Bank y la adquiero de su stock inagotable y siempre creciente por un precio irrisorio, si se lo comparase con los gastos imaginables e inimaginables de producir dicha escena [¿Cuánto cuesta alquilar un Concorde y su tripulación —que por otra parte, ha sido retirado definitivamente del espacio aéreo— , y hacerlo decolar y aterrizar tantas veces como sea necesario para obtener la imagen deseada? ¿Y cerrar una de las pistas del aeropuerto parisiense para poder hacer la filmación?]

La tarea de Bill in The Image Bank consistía en procesar nuevas adquisiciones para los archivos. Por lo tanto, de lunes a viernes debía ver imágenes en film y reproducir lo visto por escrito, de acuerdo a la narrativa técnica e idiomática —es decir, la jerga— de esa industria. Su formación universitaria incluye un Master degree[34] en estudios cinematográficos, conferido por la Tisch School of the Arts de New York University. Es además escritor, parecería que por aptitud congénita.

Con esos elementos y a lo largo del tiempo, Bill ha perfeccionado su habilidad de describir y elevar a un nivel de calidad excepcional lo que sea que se presente ante sí. Capta en todos sus detalles las esencias visuales del objeto o evento que se encuentra ante sus ojos, su intelecto y sensibilidad lo procesan y, en un instante de introspección, este deviene parte su acervo de imágenes mentales. De allí extrae el material que articula con las palabras más adecuadas para describir esos eventos u objetos presentes y futuros. Su trabajo es literalmente profesional.

Una vez leí su informe de un barco de pesca desde donde se lanzaba una red al mar. Me proyectaron el rollo de film que contenía esas imágenes: su descripción era de una imposible exactitud, superior a la escena misma: era su arquetipo. El efecto sobre el observador que Marcel Proust le atribuyó a las pinturas de Claude Monet, podría ser aplicado al que causan las descripciones de Bill a quienes las leen: “[las pinturas de Monet] nos hacen adorar un campo, un cielo, una playa, un río como si estos fuesen templos que deseamos visitar, templos en los que perdemos la fe no bien los vemos… La realidad, con su ruido y desorden, no llega a la altura de lo que Monet pinta” [“You are even better than the real thing[35]].

Si se le diese a Bill el encargo de re-presentar tanto el universo visible cuanto el intangible, Bill reproduciría el imago mundi[36] en cada uno de sus detalles —como en la cartografía que Borges le atribuye a los babilonios­—, usando la absoluta totalidad de las palabras.

Y Bill, ese hombre que trabaja en un silencio preñado de palabras, es la versión siglo veintiuno de An American in Paris[37]. Y este norteamericano en París de hoy ¡es tan distinto de aquel dandy[38] bohemio y exuberante!; ese que danzaba, pintaba y soñaba en el París de mediados del siglo veinte –durante la euforia posterior al luto por la Segunda Guerra Mundial. Es decir, justo cuando de acuerdo a nuestra teoría estallaba la fiebre del Café Society.

Ahora, en la primera década de este siglo XXI, tan lleno de guerras que a veces hasta las olvido, Bill pasa las horas solo en una mesa del segundo piso vacío del Café Beaubourg. En un flujo ultra tecnológico continuo, su cerebro de cyborg entrega su virtual output[39]a un comprador del  mercado asiático —quien a su vez, lo globaliza.

Esto suena muy radical, ¿no es así? No tanto: somos porteños. Este uso laboral extremo del café no es ni tan exclusivo ni tan posmoderno. En una Argentina moralmente apocalíptica —ya que había sido precedida por una dictadura sangrienta y, a posteriori, la funesta presidencia de Carlos Menem— Marcos, el protagonista del film Nueve Reinas de Fabián Bielinsky, en el último año del siglo XX usa un café de Buenos Aires como su oficina.

Retrocedamos más todavía. En 1972 —durante otra dictadura militar, la del General Alejandro Agustín Lanusse, en el momento en que el exiliado ex-presidente de Argentina Juan Domingo Perón regresa al país—, varios personajes “pedaleros” de la novela Los Reventados, de Jorge Asís, también tienen sus lugares de trabajo en mesas de los cafés de la zona de Tribunales de esa misma ciudad.

Aunque desplazada temporal y contextualmente, no causa ninguna sorpresa esta identidad existente entre la teleología[40] absurda del café parisino de Bill y la de los cafés porteños del Marcos de Nueve Reinas, o la de los pedaleros de Los reventados. Esta correlación biunívoca está determinada de forma inevitable, ya que existe de acuerdo a un dogma lapidario de los porteños:

Espiritualmente, París ha sido desde siempre la forma platónica[41] de Buenos Aires.

À bientôt …[42]

 

________________________

París, 2004

[1] Petit déjeuner: Desayuno

[2]Garçon: mozo, mesero.

[3]Carafes: jarras

[4]“La mesa del odio”.

[5]nonchalance: inmutabilidad, indiferencia, imperturbabilidad, apatía, sangre fría.

[6]ennui: aburrimiento crónico, desinterés, depresión.

[7]La tradición del ennuui melancólico en Francia: De Christine De Pisan a Baudelaire, de autoría de Frantz Antoine Leconte.

[8] Spleen: vocablo inglés, que en esta acepción [arcaica] significa “melancolía”.

[9] Laissez faire: “Dejar hacer”, antigua doctrina libertaria consistente en dejar que las personas hagan lo que bien entiendan [o no hagan nada, de acuerdo a su propia voluntad] y sin ninguna interferencia por parte del Estado —en el contexto de esta aguafuerte, simplemente “ocio”.

[10]“La ciudad luz”, París.

[11]Pastis: Anís, anisette, el aperitivo francés por antonomasia.

[12]Bière: Cerveza.

[13] “Veredas lutecianas”, la forma poética escogida por el autor para referirse a las veredas de los cafés parisinos.

[14]“Ciudad Eterna”, Roma.

[15]Habitat: vocablo del latín; el lugar donde un individuo o grupo habita o puede ser hallado habitualmente; su lugar de permanencia prolongada o residencia.

[16]Flâneur: Vocablo francés, pasible de ser traducido como “paseandero”. Describe al habitante urbano con tiempo libre a su disposición y que lo usa para recorrer sin rumbo las calles de la ciudad. Un fenómeno típico de la modernización urbana, sucedida en Francia a fines del siglo XIX y principios del XX, y la consiguiente metropolitanización de su emergente burguesa.

[17]Walter Bendix Schönflies Benjamin [1892–1940]. Filósofo, y crítico literario y social. Fue quien, tomándolo de la poesía de Charles Baudelaire, hizo del flâneur un objeto de investigación académicaconvirtiéndolo así en el ente emblemático de la experiencia urbana moderna.

[18]Starbucks es un lugar adonde la gente que está sola va a conversar con gente que no está allí”.

[19] Smart phone: teléfono inteligente.

[20]Cyborg: apócope de Cybernetic Organism, “organismo cibernético”. Es un ser con elementos orgánicos y cibernéticos. Al vocablo lo acuñaron Manfred E. Clynes and Nathan S. Kline. cuando teorizaron sobre la ventaja de utilizar en el espacio exterior sistemas autoregulados que combinasen partes humanas y mecánicas.

[21]“parafernalia cibernética”.

[22]Solos y Solas. Libro de cuentos de Silvia Graciela Pezzini.

[23]Peter Robb, en The Man Who Became Caravaggio (El hombre que se transformó en Caravaggio), en cambio, ubica el lugar en el cual el pintor fue herido en las ‘canchas de tenis’ cercanas a la taverna.

[24]Behaviorista: comportamental. El “behaviorism” consiste en una aproximación [psico-filosófica] sistemática que trata de entender, explicar y/o influir en el comportamiento animal y humano.

[25]Fashionable: de moda; a la moda.

[26] “diplomacia norteamericana”.

[27]“Puedo molestarlo por un cafecito, alguna otra cosa, o nada en absoluto?”

[28]“nada en absoluto, gracias”.

[29]“cualquier otra cosa”.

[30]Wi-Fi: Sigla para designar conexión inalámbrica al internet. Fue acuñada por la empresa de consultoría de marcas Interbrand Corporation, quien la habría lanzado al mercado alrededor del año 2000. La versión corriente sobre su origen indica un “juego de siglas”, a partir de la antigua Hi-Fi: “High Fidelity” [alta fidelidad] de los equipos de música. De allí derivaría el Wi-Fi: “Wireless Fidelity” [fidelidad inalámbrica].

[31]Eurotrash: europeos [en su mayoría jóvenes, pero no exclusivamente] de buena posición económica que invaden los Estados Unidos para disfrutar de los excesos decadentes [principalmente “la noche”] que este último país ofrece.

[32]Day job: “empleo diurno”. Eufemismo con el cual artistas, intelectuales y bohemios en general se refieren despectivamente al empleo “dentro del sistema” que hacen estrictamente para sobrevivir, mientras no puedan hacerlo con los recursos de su propio arte, profesión, o cualquiera sea la actividad que corresponda a su verdadera vocación.

[33]The Imagen Bank: El Banco de Imágenes

[34] Master Degree: Título de maestría.

[35] “Eres aún mejor que lo real”. Frase de la canción “Even Better than the Real Thing”, de la banda de rock irlandesa U2.

[36] Imago mundi: Latín,” Imagen del mundo”. Frase tomada del título del tratado canónico de cosmografía, escrito en 1410 por el teólogo francés Pierre d’Ailly.

[37] “Un [norte]americano en París”, tomado del título del film musical de Vincent Minelli, protagonizado por Gene Kelly y Leslie Caron, “An American in Paris”.

[38]Dandy: un hombre refinado, dedicado de modo exagerado a su estilo, apariencia y pulcritud personal. Su equivalente actual es el individuo conocido como metrosexual.

[39] Virtual output: producción virtual.

[40]Teleología. Vocablo formado por el griego τέλος, “telos”: “fin”, y λογία, logía”: “tratado” o”estudio”, aplicado a saberes específicos. La teleología, entonces, es la utilidad, función o fin particular de un objeto, ser, o concepto. Por ejemplo, la teleología de una tijera es ‘cortar’. En este caso particular, el narrador considera que la utilidad que Bill le da al café es absurda. Para ejemplificar esa «utilización impropia» del café, digamos que el narrador considera que el modo como Bill, Marcos y los pedaleros deturpan la teleología del café, es tan absurdo como si dicha tijera se utilizase para untar manteca sobre una tostada.

[41]Forma platónica:se refiere a la “teoría de las formas”, también conocida como “teoría de las ideas”, formulada por Platón. De acuerdo a la misma, el tipo de realidad más alta y fundamental es el de las “formas” o “ideas” no materiales, abstractas [pero substanciales], también llamadas “ideas”. En cambio, el mundo material cognoscible por medio de las sensaciones y percepciones es mutable e inferior. Cada objeto material encuentra su “modelo” en una “forma” o “idea” correspondiente [perfecta], que habita en el universo de las abstracciones.

[42] À bientôt: “Hasta pronto”

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