Entonces claro, no hay más remedio que resignarse; si Atlético pierde esperamos hasta el próximo partido. Confiamos en los negros y somos hinchas a muerte.

Los días en que hay partido vamos a la cancha del club, que queda allá cerca de la bajada de Refinerías, y nos subimos a la baranda que la separa del espacio aledaño para el público. En la de Atlético, es a esa a la que vamos, está rodeado de árboles atrás del alambrado de la calle, y además hay un alto cerco de ligustrina bien crecida, pero en algunas canchas, como en el Estadio de San Pedro y en la de Sportivo, tapan todo con una cortina hecha de la arpillera de bolsas viejas para que los giles no miren de jeta desde afuera.

En la de cancha de Atlético casi todos los que sacaron entrada, que por otro lado nunca son demasiados, se amontonan atrás de los arcos. Si se juega el clásico, los de Sportivo se agrupan atrás del arco de Atlético y los de Atlético atrás del de Sportivo. Entonces ven los goles desde ‘la primera fila’ y pueden putear y poner nervioso al arquero del equipo contrario. Por eso cuando termina el primer tiempo, la gente rota. Los que estaban atrás del arco de Sportivo (la hinchada de Atlético) pasan al que ahora va a ser de Sportivo; y los que estaban atrás del arco de Atlêtico (la hinchada de Sportivo), caminan hacia el arco que va a ser de Atlético en el segundo tiempo. Cambio de arcos para los arqueros y también para las hinchadas.

Hay un lugar especial protegido ­—una especie de tribuna techada chica de madera que en realidad no es nada más que una casilla con un alero— para mirar el partido de parado cuando llueve o hace mucho frío o mucho viento. No obstante, nosotros preferimos subirnos a la baranda cerca de ese tinglado, que tiene a su lado una habitación donde siempre está sentando el canchero, de gorra y con un toscano en la comisura de los labios, cosiendo pelotas de cuero que después unta con grasa de vaca, para que el cuero no se reseque y resquebraje.

Hablando del canchero: la verdad es que yo disfruto mucho más cuando vamos a la cancha durante la semana que cuando vamos a ver el partido del fin de semana. Me gusta más primero que nada porque el canchero nos presta una de esas pelotas enormes, que durante la semana están ahí al pedo como timbre de tumba. Polito Capitanelli dice que son número cinco, pero para mí que estas son más grandes que la número cinco. La pelota que yo tengo dice número cinco pero estoy seguro de que las que el canchero guarda en la casilla de la cancha de Atlético son mucho más grandes.

Durante la semana vamos y armamos dos equipos con la barra. Se revolea una de cincuenta centavos, que es la moneda más grande que existe, y de ahí dos de nosotros —o mejor dicho: no yo, sino el que cantó ‘cara’—, si sale cara, elige el primer tipo para que juegue en su equipo, y el que sacó ‘seca’ pide al segundo, y así sucesivamente se van definiendo los dos equipos. Cada uno va llamando y eligiendo a uno del montón.

Lógico que los primeros a entrar para cada lado de la cancha son los que juegan mejor. Los que eligen los van llamando para su equipo de inmediato. Yo juego pa’ la mierda así que siempre acabo de arquero.

Voy con las medias de Boca y los botines de fútbol negros de cuero con tapones de madera que me compro mi viejo en la zapatería Tonsa de la calle San Martín. Como son muy grandes para mis pies (la verdad que me quedan como el culo) me empezaron a decir Dippy, como al perro medio bolas tristes de los dibujos animados y las revistas de historietas de Disney. Pero llamar al futbol ‘el deporte caballeresco’ es un chiste más grande todavía: de caballeros no tenemos una mierda. Somos todos amigos, pero una vez que pisamos el pasto nos recontra odiamos y nos recontrahacemos mierda. Nos recagamos a patadas. Más parece rugby que fútbol. No hace falta ni aclarar que jugamos sin referí y por eso tanta biaba. Lo que sí tenemos es relator-comentarista: Polito Capitanelli juega una barbaridad y mientras juega va narrando el partido como si fuera Fioravanti; hasta con la misma voz y tono. Un genio. El partido se pone mucho más animado cuando lo narran y más todavía si hay goles, ¿no?

De cualquier forma, ganemo’ o perdamo’, casi siempre vuelvo a casa con las canillas moradas y a veces lleno de machucones y mataduras que a veces hasta sangran porque el carrito que me hizo algún hijo de puta acabó cuando los tapones de sus botines en vez de en la pelota acabaron clavados contra mis piernas. Por supuesto que el guacho fue a mis cañas, no al esférico, ciertamente. Hay que joderse. Es por eso que damos tanta leña. Es no sólo ojo por ojo, diente por diente, sino también el vencer o morir.

Ahora, como te iba diciendo: Polito Capitanelli juega de verdad, juega tan bien que a él lo dejamos jugar, de puro respeto. No lo tocamos. Pero claro, su viejo, Tito Capitanelli es referí de básquet del club. Gente metida en el deporte. Lo mismo pasa con Tito Bissotto, que a pesar de que no le interesa mucho el fútbol juega un montón. Le gusta más el box y el básquet, tal vez porque su viejo fue boxeador y ahora es el entrenador de box del Atlético y además es maquinista del ferrocarril. Coqui y Rubén Coria juegan muy bien al básquet (Rubén es del equipo de primera del Regatas). Los dos son nadadores y remeros del club y también saben defenderse bastante con la pelota en las gambas. También Los Coria son gente del deporte. Así cualquiera.

Mi viejo no toca una pelota ni con una vara de cinco metros, ni si la pelota fuera de oro, y mirá que el tipo es joyero. Mi vieja—ni la vieja de nadie—hace deporte, así que en mi casa ni siquiera se escuchan los partidos por Radio El Mundo —la que transmite los partidos narrados por Fioravanti— y eso que mi viejo dice que es de San Lorenzo. Él prefiere escuchar el Glostora Tango Club. El único deporte que hace mi hermana Pupi es ballet en el Círculo italiano con la Beatriz Moscheni. De lo que no estoy seguro es de si el ballet es un deporte, ¿vos que pensás, che?

Entonces como es sábado y ya almorzamos nos encontramos en La Suiza; nos tomamos un café con un vasito de soda, nos fumamos unos Particulares de quince sin filtro y salimos a pata para la cancha para jugar un picadito.

El Masa Dolcemelo aparece como siempre: peinado a la gomina, una lambida de vaca violenta pa’ trás —pintonazo con sus ojos gris claro aguado, labios finos y facha de canchero (pero no de los que cosen pelotas de cuero número cinco y las untan con grasa de vaca en la casilla del club de la cancha de Sportivo, ¿eh? Jejejej). Ese es otro de los que saben lo que hacen en la cancha.

De esos que saben lo que hacen vienen también el Hugo Otina, el Nani Podestá, el Ramiro Mansilla y el Hugo Marino. Somos tocayos, sí, pero una vez con Hugo nos fuimos de lo de Vega a medianoche a recagarnos bien a trompadas en la esquina de la despensa de Naldo Genoud. No tengo la menor idea de por qué; sabés cómo son esas cosas de la amistad, ¿no? Lo único que recuerdo es que yo tenía puestos unos mocasines nuevos flamantes que me había comprado mi vieja en la zapatería Esse de la calle Florida. Como las suelas eran nuevitas y todavía estaban super pulidas y lustradas, cada vez que le erraba una piña a Hugo, el impulso me mandaba patinando al suelo, y él aprovechaba para meterme algunas piñas y patadas bien puestas mientras yo me levantaba. No recuerdo quién ganó pero debe haber sido él porque yo para pelear era más boludo que las piedra’, che.

Pero volviendo al asunto; estos tipos entienden tanto y son tan fanas del fútbol que unos años más adelante fundan con el Masa Dolcemelo y Polito Capitanelli el club de fútbol Fortuna que creo que llega a ser bastante conocido en el pueblo. No sé si alguna vez llega a la primera división. Yo me voy del pueblo.

Pero entonces se viene un invierno de la puta madre que los parió; hace un frio de recagarse y llueve prácticamente todos los días. No se puede ir a la cancha ni por puta. Vamos a la Suiza y jugamos al metegol o al ping-pong, o entonces jugamos al truco en parejas —con señas y cantado, por un mango el punto (No me asusto ni me achico/ con la pierna que me tocó/ flor y truco, guacho ‘e mierda/ y la puta que te parió)— o entonces a la escoba ‘e quince, por porotos nomá’. Jugamos al dominó, escuchamos los partidos por radio El Mundo tomando ginebra Bols o grapa Valleviejo o Mariposa; un frío de recagarse y todo un embole. Sin demasiadas opciones, ¿no?

Es en uno de esos sábados, sentados a la mesa de la ventana de la ochava de Oro y Aráoz, cuando al Petizo Amante y a mí se nos ocurre empezar a hablar de automodelismo; algo nuevito flamante en Argentina. Embolados a muerte como estamos, decimos “¿Vamos a hacer una pista de automodelismo acá, en Baradero?” Cosa ‘e piantados.

En la pista de automodelismo estamos interesados Tito Bizzotto, El Petizo Amante, Nani Podestá y yo, pero no recuerdo si Polito Capitanelli o Hugo Ottina están en esta o no. Ahí aparece también Juancito Willi.

Creo que yo era el pendejo más tuerca de la barra, pero no estoy seguro de esto. Me parece que fui yo el que dijo “hagamos una pista”, pero de esto no estoy seguro tampoco, ¡qué sé yo!, por ahí fue el Petizo. Lo que sí sé es que es a mí a quien se le ocurre el “aspecto institucional” de la cosa.

La idea entonces evoluciona en la dirección de no solo construir esa pista sino además crear un club de automodelismo. Yo ya tengo bastante experiencia en correr en autos manejados “desde afuera de la pista” porque, como con papá, mamá y mi hermana Pupi pasamos los meses de febrero en Mar del Plata, voy siempre al Piso de deportes del Hotel Provincial donde hay una pista de autos eléctricos que se manejan desde unos centros de comando que simulan cockpits de automóviles: asiento, volante, palanca de cambios (pero la palanca al volante, un gol en contra del Piso de deportes, ¡qué sorete!) y acelerador.

Cada cockpit tiene un color distinto pero que coincide con el auto de la pista que manejás desde ahí. O sea, y para evitar confusiones, me figuro, desde el cockpit rojo se maneja el coche rojo, desde el verde se maneja el coche verde; desde el azul, el azul, y así sigue hasta los diez coches que hay en la pista.

Esa enorme pista del Piso de deportes es eléctrica, como lo serán en el futuro las de automodelismo. Estos autos de Mar del Plata son cincuenta veces más grandes que los futuros coches de automodelismo, pero es manejando estos autitos desde el volante (de tamaño ‘real’) de estos cockpits, que aprendo a controlar a la distancia a esos bólidos en miniatura, haciendo rebajes en las curvas y acelerando al salir de las mismas. Todo esto me permite ir adquiriendo experiencia y me despierta la pasión de dirigir autos de carrera desde lejos, o, dicho de otro modo más elegante, ‘por control remoto’. A eso le sumo además mi familiaridad con autos de carrera “miyel”  —como de forma errónea les decimos con Rodi Camocardi a los coches “midget”— que son autitos de carrera de motor a explosión alimentados a nafta, de tamaño reducido pero más grandes que un karting, y con carrocería. Yo los piloteo a altísima velocidad en un circuito de tierra que existe en Camet, en una zona desierta ya casi afuera de Mar del Plata, al norte de la Avenida Constitución, si no me equivoco.

El mío, o sea, ese en dirección al cual que yo corro a pata a los pedos para apropiármelo ni bien abren las puertas de acceso a la pista (a no ser que alguien corra más rápido que yo), es un Alfa Romeo monoplaza como el que pilotea El Chueco Fangio. Una vez entro tan fuerte en una curva que mi viejo salta la valla de contención pensando que he perdido el control y me voy a hacer moco, pero yo le hago claras señas de que no me hinche la pelotas mientras estoy piloteando una máquina, y más en el medio de una carrera.

Para formalizar nuestro proyecto, nos empezamos a reunir en el café la Suiza. Me afano uno de los enormes libros de contabilidad en blanco de la joyería de papá y en la primera reunión designamos “vocal” del club al Petizo Amante, que es quien tiene la mejor letra manuscrita de todos nosotros, y además no tiene faltas de ortografía. Tenemos la noción de que un club tiene que tener un libro de actas y también que quien “lleva” el libro de actas es el vocal. Por eso la primera determinación del consejo directivo del club en esa primera reunión es nombrar Vocal a Oski Amante. Nani Podesta de inmediato se apropia de la presidencia, por ser el más grande entre los grandes.

En la segunda reunión pedimos nuestras Coca-Colas, ginebras, cafés, etc. y el Petizo escribe en la primera página del libro de tapas negras, con tinta azul y la lapicera fuente Parker que le afané a mi viejo, en enormes letras de imprenta muy hermosas y con grandes floreos, CLUB DE AUTOMODELISMO BARADERO – LIBRO DE ACTAS.

Ya está, tenemos un club de automodelismo.

Pero, ¡la concha ‘e la lora!, aún así, para que el club se haga realidad tendremos que 1) conseguir un lugar para instalar la pista, 2) comprar la pista y 3) comprar los autitos en miniatura ‘básicos’ —la ‘scudería’ del club, digamos. Tendremos que hacernos de unos mangos alquilando esos autitos para correr en la pista durante los días “no competitivos”. Es decir, hay que dejar bien establecido y diferenciado cuáles y cuántos serán los días competitivos “nuestros” —que es cuando los socios del club vendrán a preparar sus máquinas personales y a correr los ensayos en la pista, la clasificación para cada Gran Premio, y cuáles los días de mero “uso comercial” de juntar los necesarios morlacos.

Las reuniones en realidad son más que nada un quilombo de gritos y puteadas dada la variedad de opiniones contradictorias que se arrojan a la mesa del café. La verdad es que el espíritu mercenario existe en estado de tensión permanente con el espíritu deportivo: los días ‘comerciales’ que producirán la guita del negocio redituarán ganancias para que los socios fundadores-propietarios (‘notroso’¡jejejejje!) tengan algún mango para invertir en sus propios autitos de carrera, en los gastos generales del club, y también en la manutención de la pista y equipos suplementarios, porque este tipo de auto miniatura se hace mierda muy seguido y demanda atención eléctrico-mecánica continua. Eso lo sabemos Rodi Camocardi, el Enano Amante y yo porque los tres leemos la columna de automodelismo que escribe el primer periodista de ese deporte, Carlos Pinto, en la revista Automundo. Por esas coincidencias inexplicables de la vida, Carlitos Pinto va a terminar siendo mi compañero de ingeniería en la UCA y mi mejor amigo en Buenos Aires —además, en un futuro no lejano cubrirá el Rally de Montecarlo, el único periodista/reportero gráfico que la Automundo envía a ese efecto a Mónaco. Detalle tuerca: años más tarde, turnándonos al volante de mi Fiat 800 Spider él y yo haremos el trayecto total de Bariloche a la puerta de su casa en Buenos Aires (Terrero y Gaona, casi en la Paternal) en exactamente 21hr 50min. Al mango en esa Fiat Spider 800, mi novia Deleli Ducret y yo nos hacemos recontramierda en el acceso a Baradero, volviendo ya de Buenos Aires después de haber corrido con éxito en esa misma máquina el Rally de la Derivada de Y, organizado por la Facultad de ingeniería de la Universidad Católica Argentina

Pero, como digo, algunos de nosotros ya nos imaginamos causando una revolución deportivo-comercial en un mercado virgen que nos dará guita para —‘redepente’, como quien dice— comprarnos un Fiat 600 o un Renault 1093 y prepararlo para correr turismo mejorado y dejarnos de joder con las miniaturas, ¡mercenarios de mierda! El Renault acaba comprándomelo mi viejo para mi cumple número diecisiete.

Pero es como el cuento de la lechera y el cántaro que hay en el libro de Castellano: Andamos fantaseando con los productos del aluvión de guita cuando todavía no tenemos un carajo: solo conversación, gritos, caña quemada Legui y la letra linda y sin faltas de ortografía del Enano Amante.

Es inevitable que la discusión incluya decisiones sobre el local: los más probables en nuestra especulación son la galería cubierta que bordea el patio interior del Hotel de las Naciones —o todavía mejor: la parte de atrás del restaurante; o entonces el salón de juegos de La Suiza, atrás del café. Otra opción a considerar es el salón del Círculo Italiano, cuya concesión está en manos de Pepe Vega y Fatiga. Fatiga es recontra amigo de Nani —nuestro  flamante presidente— así que esta es una posibilidad muy factible; mientras que Miguel Fernández de la Suiza es carne y uña con el Masa Dolcemelo. Del hotel el contacto soy yo porque mi vieja es medio amiga de la señora de Panzera, la mamá de Paul Newman Panzera, el mozo medio pintón pero también medio boludo (se cree Paul Newman de verdad; pero todos pecamos de pelotudeces similares) que sirve las mesas del Hotel de las Naciones.

La señora de Panzera atiende el bar del hotel junto con Genovese. Ahí tenés otra más: fantaseamos que la señora y Genovese son amantes, pero esta suposición carece todo fundamento a no ser el hecho de que ambos pasan horas interminables detrás del mostrador (hoy diríamos ‘la barra’, pero ese término —la traducción literal al castellano del vocablo inglés ‘bar’—  no ha sido incorporado aún al castellano de Argentina) y de que esa edificación, dado que es un hotel, tiene una infinidad de camas disponibles. Cada vez que desaparecen de atrás del mostrador todos empezamos a salivar, imaginando nomás.

Lo más seguro es que toda nuestra especulación de pecadillos sexuales no es nada más que una transferencia psicológica de nuestras fantasías erótico-masturbatorias hacia ese par de personas “des-avisadas”, como se dice en portugués. Somos tan solo un grupo de adolescentes semi vírgenes y calientes como pava ‘e lata.

La cosa es que para juntar la guita —“(necesitamos) guita, mucha guita”, como dice  Juan (Gastón Pauls)— en la película de Fabián Bielinsky Nueve Reinas— decidimos hacer lo que hemos visto hacer siempre en las cooperadoras de las escuelas del pueblo. Es decir, una rifa. Hasta el método a utilizar lo calcamos de esas rifas tan comunes en Baradero.

Vamos a la librería de Willi y compramos cinco libretas grandotas de cuarenta páginas cada una. Tienen veintisiete renglones por hoja. En una columna vertical del margen izquierdo de cada libreta el Petizo escribe doscientos números, uno cada cinco renglones. Los cinco renglones en blanco por cada número son para anotar el nombre completo, la dirección y teléfono del gil que va a comprarnos la rifa, y ahí cabe hasta el número de teléfono para llamarlo si gana. Ésto si el tipo o la mina tienen teléfono, ya que no mucha gente del pueblo tiene aparato telefónico. Es decir, una libreta va del uno al doscientos; la segunda, del doscientos uno al cuatrocientos; la tercera, del cuatrocientos uno al seiscientos; la cuarta, del seiscientos uno al ochocientos; y la quinta y última, del ochocientos uno al triple cero. Mil números.

El premio va a ser una vaquillona. El Nani Podestá asegura que ya fue a la oficina de ladrillo visto que los Barbich tienen en la esquina de Rodríguez, cerquita cerquita de la cancha de Atlético y del Ferrari, y —como Presidente del Club de Automodelismo Baradero— se los chamuyó hasta convencerlos de que nos donasen una ternera para ayudarnos a abrir la primera pista de automodelismo de Baradero. ¡Tiene una labia el Nani!

Salimos a vender la rifa de a dos pibes por libreta, con una libreta por pareja para no aburrirnos y para darnos fuerza mutuamente contra esos enemigos del éxito de cualquier emprendimiento de ventas de un joven púber: el desánimo, la timidez y la vergüenza.

Nos repartimos los barrios más importantes o trajinados del pueblo; cada pareja tiene un número igual de manzanas. Hacemos todo matemáticamente, somos unos genios. Cinco cuadernos = diez tipos.

La rifa es cara: cincuenta mangos el número, pero va por la Lotería Nacional, sin trampa ni camelo, e impostergable. El ganador se lleva una vaca viva a su casa. Esto solo le parecerá raro a alguien que no esté familiarizado con las costumbres de nuestros pueblos rurales, pero es normal aquí. Yo mismo ya me gané un corderito en una kermesse del Instituto San José de las monjas Asunción (la Asunta), Ana Blanca, Adelina y María de los Ángeles. Ahora me pregunto, ¿por qué carajo mi vieja les dice “las hermanitas”, como si fueran nenitas chiquitas o entonces monjitas en miniatura como los autitos de automodelismo? No lo entiendo.

Pero como iba diciendo, yo mismo ya me gané en esa kermese un cordero vivo que adopté como mascota y le puse de nombre Felipe. Lo mantuve atrás del garaje que papá tiene en Santa María de Oro 356, una casa grandota con mucho fondo que hoy es el hogar de mi hermana Pupi y del Goro Barman, su marido. Eso duró hasta que mamá decretó que era la hora de librarse del animal (yo me andaba olvidando de visitarlo) y se lo vendió a Brandly para su carnicería de San Martín frente a la Ford de Ignacio Amatriain. No sé cuánto se lo pagó ni recuerdo si mi vieja me dio la guita toda junta o me la fue pasando de a poco. Bueno, pero me estoy yendo por las ramas, ¡la puta madre!

En fin; nos repartimos esos cuadernos-libreta y salimos a vender. De vez en cuando le vendemos un número a uno u otro optimista que no tiene teléfono entonces nos da el de algún vecino o amigo para que lo llamemos cuando gane la ternera. Entonces lo especificamos con un paréntesis especial “Vecino”, “Pablo Spies/ número del taller/ amigo”, y así va la cosa.

A veces nos cruzamos con algún tipo de bigote, toscano y sombrero que es obvio se trata de un foráneo. Nos da vergüenza ir a encararlo al foráneo y explicarle primero que nada qué es una pista de automodelismo, ya que no mucha gente conoce la novedad. Es una de empujones y “Andá vos”, “No, esta vez te toca a vos”; “Vamos, pero hablás vos”; “Ni en pedo: esta vez te toca a hablar a vos; no seas cagón, pelotudo” y cosas por el estilo. A veces, el foráneo pasa caminando a nuestro lado antes de que decidamos quién habla, y se va a la mierda sin que le vendamos nada. Pero la verdad es que somos pendejos simpáticos y la idea es TAN descabellada, que nos sorprende un aluvión de compras.

Yo ando vendiendo con Tito Bizzotto—somos compinches inseparables. Bicicleta verde y bici negra por el pueblo.

Juancito Willi se corta solo por el barrio de la Estación porque su ladero fue al dentista. Juancito es callado pero tiene unos guevos enormes y muy bien puestos. Anda solo con la libreta ilustrándole el sobaco como un intelectual de Saint Germain-des-Près, pero con la birome en la oreja como un almacenero del Abasto.

Tito y yo tenemos mi barrio —que es el mejor de todos y no me lo roba nadie por haber sido yo uno de los de los originadores de la idea. Este comprende las manzanas circundantes a la Plaza Mitre y la plaza misma. Vendemos la rifa como agua en el Sahara. Es increíble; rápido rápido rápido hacemos muchísimos mangos y las libretas se van llenando. Tantos billetes se amontonan que no hay manera de cerrar las libretas si seguimos poniendo los mangos en la página que tiene el número de cada tipo o hembra que nos compró uno.

Entonces empezamos a meternos la guita en los bolsillos, algo que habíamos decretado prohibido en la reunión previa del club en el café la Suiza, porque tener la guita calentada por el muslo puede que genere tentaciones chorras— pero la guita no cabe afuera, entonces, … ¡adentro!, ¡a la bolsa!

A eso de las cinco de la tarde vuelvo a casa con los bolsillos hinchados de plata, después del primer día de éxito comercial absoluto. Llego más contento que la mierda.

Mi viejo me está esperando.

Medio pálido y muy serio me dice:

—Huguito, ¿qué hiciste?

—Nada, ¿por qué?—, ya medio asustado le respondo con otra pregunta. Dada la cantidad de cagadas que me ando mandando en esos tiempos, es imposible para mí darme cuenta de a qué cosa mi viejo puede estar refiriéndose con esa pregunta en particular. Imaginate que unos días antes mi vieja abre de sorpresa la puerta de mi pieza a la hora de la siesta y me sorprende haciendo ya te imaginás qué, ¿no? Rajo traumatizado a la cochería fúnebre de Pepi Cataldo a contarle y el guacho hijo de puta se lo cuenta a los gritos y carcajadas a todos los peones del corralón. Pancho, Cherro, y Bohle me empiezan a preguntar si me dicen El mono porque me hago la del mono, y me tengo que bancar esta misma pregunta —y las carcajadas consecuentes— durante varios meses. Un oprobio.

Pero continuando con el drama. Cuando le digo “Nada, ¿por qué?”, mi viejo me informa:

—Llamaron de la policía. El comisario quiere hablar con vos. Yo te acompaño. Lavate las manos y salimos para allá.

Es extrañísimo pensar que por estos años el rito de limpieza —así como ahora uno se daría una ducha— es lavarse las manos. Vestigios de la terrible y reciente epidemia de poliomielitis cuyo antídoto preventivo más efectivo, de acuerdo la sabiduría popular de la época, era un buen lavado continuo e incesante de manos.

Como Pilatos (y realmente pienso en él) me lavo concienzudamente las manos en la cocina y me las seco con el repasador que tiene mi vieja al lado de la pava y del mate. Ella matea sin saber ni sospechar nada. Pobre inocente, yo a punto de ir en cana y ella mateando con yerba Nobleza criolla.

Vuelvo al negocio, angustiado pero dispuesto a salir hacia la comisaría con mi papá.

Cruzamos la plaza en diagonal, hacemos otra diagonal hacia la ochava de la Escuela Número uno y encaramos por Anchorena. Mi estómago se va comprimiendo un poco más y mis cuerdas vocales se tensan en proporción al aumento del cagazo que tengo encima. Mi viejo me va recomendando que escuche al comisario mirándolo a los ojos y en absoluto silencio y —cuando necesario— que le hable siempre con mucho respeto y humildad, aparentando mi mayor sinceridad, una técnica diplomática que él aplica full-time/ non-stop en el pueblo. Tanto así que mi amigo “grande” Rubén Coria le ha adjudicado a mi viejo dos sobrenombres paradójicos: uno es “El Rey del Oro” por su condición de joyero emérito del pueblo —establecido en 1939, después de aventuras previas en el ramo, por un par de pueblos de la Provincia de Santa Fe. El viejo nació en Carcarañá. El segundo sobrenombre es el que viene al caso aquí: “El escondedor”, por esa, su diplomacia ocultista.

En fin; mi propia paradoja es, ¿Qué carajo es lo que voy a tener que esconder si no sé para qué o por qué mierda me llama el comisario?

Camino y pienso en la voz aflautada con la que contestaré sus preguntas. Sí. La nerviosidad contenida en mi interior emocional es directamente proporcional al tono de mi voz. Cuanto más nervioso, más tenor; cuanto más calmo, barítono. Esta vez sonaré como una diva mezzo-soprano. Cagón.

El comisario a cuya autoridad estoy a punto de someterme es un personaje pintoresquísimo, enviado hace muy poco tiempo a nuestro pueblo por decisión del gobierno provincial —y el federal de facto del General Onganía. El nuevo comisario es una novedad local tan exótica como el Padre Iván, otra adición reciente a nuestra fauna local, que cada día se vuelve más rica e Interesante. El prelado Iván Turic es un hombre hermosísimo del stock humano proveniente de la Europa Oriental —de una tierra lejana e incógnita de la cadena balcánica. Inalcanzable e invisible porque se halla oculta detrás de la alta e intraspasable Cortina de hierro que erigiera el hielo de la posguerra. Yo, joven e ignorante de las metáforas políticas, la imagino tan real como la que a la noche cierra las vidrieras de la joyería, cuando mi viejo la baja al fin de su jornada de joyero relojero.

El padre Iván es un croata excéntrico cuyo rostro es el blend perfecto de las duras pero risueñas facciones de Gene Hackman con las muy dulces y plácidas de Ben Gazzara. Iván es un beatnik auténtico que acaba de llegar del Red-Light District —o sea, el distrito de la luz roja—, ese barrio tajeado por canales en la salvaje e igualmente hermosa Ámsterdam.

Todos estamos fascinados, enamorados de Iván —pero estrictamente de ese modo que los teóricos socio-culturales de hoy denominan homosocial. ¡Que diablos! ¡En Baradero somos todos MUY machos! Los que no lo son. . .  la sufren.

Entonces, el cura Iván nos habla de música clásica, de pintura renacentista y del trabajo de rehab y rescate evangelizador que antes de llegar a Baradero realizara entre los drogadictos, traficantes, putas y rufianes de la zona roja holandesa (delicado y soñador, Borges la colorea de rosa en su primer cuento, Hombre de la esquina rosada).

Ahora, en el café la Suiza o en el Hotel de las Naciones —donde sea que se depare con nosotros— Iván se acerca de forma casual y encuentra la forma de perorar para nosotros y que lo oigamos embebecidos de curiosidad y sorpresa, tal como sospecho que lo hacía antes de la misma forma con la escoria que ambula por las noches amsterdamesas del Red-Light District.

Ahora, Iván nos ilumina, no desde su púlpito religioso sino desde el trono ex cathedra de un doctorado bohemio obtenido en la universidad de la calle Dutch.

Ahora, la generosidad desinteresada de Iván nos concede la dádiva de esa sabiduría de la yeca de los Países Bajos, a nosotros —meros pibes inocentes de un pueblo arcaico de la pampa bonaerense.

Las antípodas del universo de Iván es el cosmos férreo de la Law & Order porteñas que parió al comisario Di Sarli, un ser que, aunque en otro lenguaje cultural, es igualmente excéntrico. Mientras el cura Iván maneja despacito un Mercedes 220 gris plomo, un clásico (como él) y pasa por la puerta de la joyería de mi viejo, su rostro brillante iluminado por esa semisonrisa plena de energía sobrenatural —el sacerdote navega en un mar espiritual sin brújulas ni sextantes, plácidamente perdido en el océano de sargazos que crean sus continuas epifanías—, el comisario pasa en un Falcon verde botella, atento y concentrado en el mundo terrenal de la actividad local concreta. Nos observa como si escudriñara el pueblo por el periscopio de uno de los submarinos nazis Wilhelm Bauer.

Corona el rostro angosto del comisario una cabellera ondulada peinada a la brillantina, una mezcla de pelo negro y canas —sal y pimienta para condimentar un cerebro maquiavélico. Marcan su cara arrugas gestuales y de experiencia, como dos hachazos en los pómulos cóncavos. Pobladas cejas arqueadas son los aleros que protegen dos ojos de felino agazapado, listo a dar el salto predador. Labios finos se curvan en las comisuras en un rictus de ironía “desagradada” ante la mera existencia de cualquier ‘otro.” Enmarca esa boca un bigotito fino de cafisho trabajado a la navaja al estilo Pascualino Settebelleze. El bigote encerado brilla tanto como los cristales de sus anteojos oscurísimos que no se quita jamás, sea de día y de noche  (los únicos dos anteojos negros permanentes del pueblo son los suyos y los del Cieguito Amartino).

El comisario anda siempre vestido con trajes grises de tres piezas, pantalón, chaleco y saco. Fuma mordiendo elegante una larga boquilla donde se ensarta su cigarrillo encendido, tan permanente en su boca como los anteojos de sol ante sus ojos. Habla sin sacarse la boquilla de la boca, lo que le crea una dificultad para articular las palabras y eso acentúa aún más su acento canyengue y desafiante.

Es Vox Populi que es hermano del famoso tanguero yetatore Carlos Di Sarli. Solo seré testigo de esa fama mufa algunos años más tarde, cuando yo viva en Buenos Aires y sea jefe de redacción de la revista Rapport; Eddy Witte, director del Departamento comercial; mi amigo Jorge Audino, columnista de música; y el director-editor, Esteban Mellino, un personaje de inminente celebridad televisiva.

La redacción es chica y somos pocos, entonces también grandes amigos. Muchas veces pasamos largas veladas en el piso de Esteban de la calle Rivadavia, donde se juntan otros periodistas y también músicos, porque su hermano es Carlitos Mellino, el cantor y líder de la banda de rock Alma y Vida. Fumamos yerba y tomamos ginebra y vino hasta altas horas con Bernardo Baraj, Ricardo Lew y un par de veces pasa un rato ahí también Leonardo Fabio, con quien acaban peleando por asuntos de derechos de autor. Carlitos afirma que la canción que dice, “La soledad es una amigo que no está” es un chorreo de Fabio. La escribió él, Carlitos Mellino; letra y música. No importa; lo que interesa aquí es que ni bien Fabio se va, todos se agarran los huevos al unísono mientras exclaman bien alto ¡¡¡¡¡Uffffff!!!!!, para ahuyentar la mufa. Lo mismo hacen si tienen que nombrar a Carlos Di Sarli. Uno no pronuncia esas palabras, o su fracción (Di Sarli) si no tiene los huevos bien agarrados y apretados con firmeza con ambas manos. Y cuando alguien los nombra, cualquiera que lo oye debe también agarrarse los huevos y entonar el “¡Ufffffff!”

Ni “Leonardo Fabio”, ni “Carlos Di Sarli”: ambos son mufa absoluta, ¡Ufffff!

El hermano del Nemesio Carlos Di Sarli —¡Uffffffff!—, el comi-saurio, me espera a pocos metros, en su oficina de la comisaría.

Entramos con papá, yo con las rodillas flojas. El comisario le da la mano a mi viejo y después me mira a los ojos de arriba abajo (quiero decir, es más alto que yo, entonces estoy en ángulo descendente con respecto a su “rayo visual”).

El vampiro le dice a mi viejo, “Don Pezzini, tuve que llamarlo a su pibe porque es el único nombre que conseguí sacarle al detenido”.  Entonces grita; ¡Pisaco! ¡Andate hasta el calabozo calabozo y traelo! ¡Rápido!

¡La concha!, pienso yo; ¿quién carajo es el delincuente que sabe mi nombre?

Pasan unos minutos o segundos, según la sensación o la realidad, entonces el sargento Pisaco llega trayendo al preso: rojo de rubor, con una cara de odio que mata y esposado con las manos atrás, allí se personifica Juancito Willi.

Resulta que Juancito, rebelde, humillado e insultado, no ha abierto la boca desde que llegó la estanciera de la cana a la estación, a esposarlo y traerlo a la comisaría. Tampoco consiguieron que abriera la boca cuando el comisario y otros canas lo sometieron a un duro interrogatorio en el baño de la comisaria. Nada, ni una palabra. Ni que le rompieran el orto.

Al final, ya en el calabozo y con la oscuridad y el frío crecientes envolviéndolo en su abrazo (invierno: a las cinco de la tarde es casi negritud total), Juancito accedió a nombrarme a cambio de una posible frazada para pasar la noche. Intuyo que debido a su clarividencia política él sabría ya que de entre todos nosotros, yo —siendo el hijo de un comerciante local prominente— era el de mayor privilegio social y por lo tanto el más protegido ante la ley; esas injusticias de la justicia del sistema imperante ad eternum.

La detención de Juancito Willi —esto lo sabremos por especulaciones posteriores de gente “enganchada en el negocio”— se produce porque, sin advertirlo, Juancito ha invadido con su libreta de rifas un territorio de quinielas del barrio de la estación que pertenece a un cierto quinielero —otro comerciante local prominente; pero este, clandestino— y entonces este tipo ha llamado a la taquera para quejarse de la competencia desleal (el pibe vendiendo una rifa) y Juancito Willi acaba esposado y escoltado por un milico de ametralladora en el asiento de atrás de la Estanciera IKA de la cana.

El comisario Di Sarli me intima a que con mi voz de flauta le confiese los orígenes, motivos y detalles de nuestra ilegal “substracción fraudulenta de dinero”.

Me entrego y —con mi mejor voz de mezzo soprano— confieso toda la historia (menos la existencia de las otras cuatro libretas): La rifa, el sorteo por la Lotería Nacional, nuestra honestidad, nuestra institución fundadora del Club de automodelismo, la futura pista, los autitos, la manutención, las carreras. El futuro auspicioso del nuevo deporte. 

Mordiendo la boquilla y soltando chorros de humo por la nariz como una locomotora —o mejor, como un dragón—, y con una voz tan tanguera, carraspeante y sarcástica que casi me hace vomitar (yo estoy a punto de lanzar y cagarme en los pantalones, de verdad y al mismo tiempo), el comisario Di Sarli me explica que somos una pandilla de pendejitos boludos, que no sabemos ni encontrarnos el pito y los guevitos  (así los llama, el pajerísimo este); que una pista y autos de carreras de automovilismo (¡ni me ha oído este guacho hijo de puta torturador de Juancito Willi!) cuesta millones de pesos y que nuestra rifa, además de ilegal y prohibida no alcanza para ni para comprar las llantas de un auto de carrera. Que se vaya a la concha de su reputísima madre que lo remil recontraremil reparió —pienso yo con mi mejor cara de muchachito plácido y obediente.

Trato de explicarle una vez más, educarlo sobre su ignorancia del nuevo deporte, pero mi viejo “El escondedor”, mientras mira sonriente y simpático —en apariencia, totalmente de acuerdo con las palabras que acaba de expresar el Comisario Di Sarli— me pellizca fuerte la parte de atrás del cogote, en la nuca, y entonces cierro la boca.

Al comienzo de “nuestra conversación” (entre el comisario, yo y el mudo Juancito Willi), el semi-yetatore había sacado del cajón de su escritorio y puesto sobre la superficie del mismo la libreta de Juancito Willi y toda la guita que había adentro. Ahora, el Drácula de boquilla y anteojos oscuros (creo que no se sacó ninguno de los dos ni por un instante) le da a Pisaco una tijera gigante, como de sastre, y con esa le hace cortar todos los números de la libreta. Después le entrega a mi viejo las páginas ya sin los números, pero donde todavía están todos los nombres y direcciones de los giles que compraron la rifa. También le entrega a mi viejo toda la guita, verdad sea dicha. Por suerte el hijo de puta cree que solo existe una libreta. Esa. Me dice:

—Ahora vos te vas casa por casa, siguiendo esa lista y devolvés todo el dinero a los dueños legítimos. Todo. ¡Hasta el último centavo! ¿Me entendés? No te mando a San Nicolás por consideración a tu padre, pero el retobau’ este (sin mirar, señala con el mentón en la vaga dirección donde imagina que está Juancito Willi – y allí él en verdad se encuentra) se queda acá, ya que fue detenido in franganti comisión de fraude y estafa.

Una vez hecho esto, ahora sí mira de frente a Juancito Willi y con la voz embargada de despecho y desprecio le dice:

—Che Willi; mi hermano toca el piano con su orquesta, pero vos mañana lo vas a tocar solo, y en San Nicolás. Esta noche te la pasás acá en el calabozo, pero mañana te transferimos a la cárcel; ¿me entendés?

Juancito Willi, guevos de platino, mira hacia la nada sin largar prenda. Impasible.

 Con una voz un poco menos beligerante, el vampiro —el yeta Di Sarli—, se dirige por último a mi viejo:

—Don Pezzini, ¿usted no tiene una mesa de trabajo o algo por el estilo en el negocio? ¡Ponga a trabajar a este pibe cuando no esté en la escuela o haciendo los deberes, porque es obvio que su hijo ya ha sido encaminado por la senda del delito! Los padres son los más ciegos; siempre se dan cuenta cuando ya es demasiado tarde; lo he estado viendo toda mi vida.

Mi viejo, con una voz grave, responsable y apesadumbrada, le promete hacer justamente eso.

Y durante algunos meses, lo hace.

De ese modo me iniciaré por accidente policial en la profesión de joyero relojero; desarmando, haciendo ‘limpieza general’, lubricando y rearmando despertadores Jazz. Años más tarde huiré de la misma,haciéndome hippie.

Salimos de la comisaría y sin decirle ni palabra, lo arrastro a mi viejo hasta la casa de los curas, al lado de la iglesia de Santiago Apóstol; en el segundo piso, arriba del Cine San Martín. Gracias al Flaco barbudo de la cruz (así nos referimos a Jesús en joda cuando hablamos de Él con el permisivo y transgresor padre Iván), encuentro a Iván en casa.

Aunque no tengo tanta intimidad con él, las circunstancias apremian. Lo pongo al corriente de la situación de Juancito Willi (la familia Willi “es de la iglesia” desde décadas antes de la llegada de Iván, pero Juancito ES de Iván), y allá parte el cura Iván hacia la comisaria con la clara misión de rescatar al prisionero.

No sé qué transcurre en esta confrontación a puertas cerradas entre lo sagrado y lo profano —o en este duelo entre las fuerzas del bien y del mal, como te parezca mejor. Lo cierto es que más o menos una hora más tarde, Juancito Willi es puesto en libertad. Un delincuente más que Iván el Terrible rescata y rehabilita de las garras del crimen. Una muesca más para la empuñadura de su revólver justiciero.

Al día siguiente hacemos la reunión funeral y postrera del Club de Automodelismo Baradero. Allí y entonces se establece el último acto de rebeldía de los bandidos. No vamos a devolver una mierda la guita de la rifa; ni un centavo para los giles. En esta rifa perdieron todos, hasta nosotros. Le entregamos toda la mosca a nuestro presidente, el Nani Podestá, para que haga con ella lo que se le cante en las pelotas; que le compre la vaquillona a Barbich, si le le antoja. Todo, menos obedecer la orden del Yetatore en Jefe, ¡qué carajo! A continuación nos desbandamos en buen orden, para siempre.

Yo trabajo en la joyería, creo que Juancito por un tiempo en el Bazar Willi, casi frente a casa. Nos vemos en la escuela y en el café, pero los planes de automodelismo están sepultados para siempre. Al menos, eso pensamos.

Meses después, creo que con la guita que invierte de modo honesto el Nani Podestá, nuestro ex presidente —y la financiación suplementaria de Fatiga & Cía.— en el Círculo Italiano se hace realidad una hermosa pista de automodelismo, la primera de Baradero.

Unos meses después, el Gallego Rodriguez (el Gordo, referí de básquet del Regatas —que quede claro porque hay dos Gallegos Rodríguez) y Miguel Fernández abren una segunda —¡y gigantesca!— pista de automodelismo en el salón de juegos del café la Suiza. Dos de los lugares que el Club de Automodelismo Baradero había considerado factibles. Aunque sin ninguna intermediación del ex-club, sucede todo tal como lo habíamos imaginado. De un modo muy íntimo, muy secreto, privado y reconfortante sabemos que fuimos los auténticos pioneros —a sangre, sudor, cárcel inminente, grapa, ginebra y lágrimas.

La fiebre del automodelismo dura unos dos o tres años y después —tal como la idea del Club de Automodelismo Baradero— desaparece sin dejar el mínimo rastro.

Llega el sábado. Después del  café y los puchos en la Suiza, salimos pateando hacia la cancha; hoy juega Atlético.

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Colinas y montes nevados de Pleasantville, New York. Sábado 3 de marzo de 2018

Ilustración : La cancha de Club Atlético Baradero

 

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4 COMENTARIOS

  1. Piki, gracias por tus esclarecimientos. ya corregí el manuscrito. Ese párrafo, ahora se lee así;

    «Unos meses después, Piki Schlegel y el Amarillo Bottaro, en los talleres de Norberto Pinto —con el trabajo de carpintería a mando de un tal Fiorani—, se abocan a la construcción de una segunda —¡y gigantesca!— pista de automodelismo, que, por obra y gracia de Miguel Fernández, se instala en el salón de juegos del café la Suiza».

  2. *** Fe de erratas: Por supuesto que donde dice (yerba) «Nobleza criolla», debió decir «Nobleza gaucha». Ahora, cuando lo releí, descubrí mi error. Perdón por el lapsus momentáneo.

  3. Excelente tu comentario y tu recuerdo de aquella época que compartimos, cuando entre otras cosas te bautice con el apodo que te quedo para toda la vida, «Mono». Lo único que quiero aclararte es que la pista gigante que vos mencionas era propiedad de el Amarillo Bottaro y mía. Que la construimos en los talleres de Norberto Pinto () y el carpintero era Fiorani. Después con el correr del tiempo se la vendimos a Miguel Fernandez, quien nos había cedido el lugar para instalarla. Un abrazo muy grande, Felicidades y gracias por estos recuerdos. Piky

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