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Cementerio club (Futbol para leer)

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08/03/2011

Categoría: Interés general, xHoy2

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ekekos

Julio Boccalatte*

Lo vimos al Tuerto venir corriendo desde el fondo de la galería, con la cabeza algo torcida para centrar la perspectiva de su único ojo, y aunque en la carrera de todos modos se llevó puestos dos o tres floreros llegó más o menos en buenas condiciones hasta donde estábamos nosotros, sus amigos.

-¡Qué despliegue emocionante, Tuerto! ¿Cuántos pulmones tiene? –lo jodí, y el Tuerto, según el mito asignado a Mostaza Merlo, me devolvió:

-Uno, Muñoz, como todo el mundo.

Jadeaba como si fuera cierto: exhausto, la lengua afuera.

Todos nos reímos. Más de su aspecto que del chiste.

Después sí, el Tuerto respiró profundamente y abrió el diario que traía.

-Escuchen –dijo. Y leyó:

“Más de 500 partidos y más de 200 goles a lo largo de su carrera. Un estilo poco ortodoxo, hasta tosco, que provocó devotos y detractores en cantidades similares, la eterna antinomia entre eficacia y estética. Y este final inesperado, doloroso, en pleno superclásico, sin antecedentes de salud que merecieran una alarma. Se ha ido una parte de la historia del fútbol. Murió el Piedra Piamondo. Murió el popular 9 de Boca. Sus restos serán velados hasta esta tarde y, mañana a la mañana, trasladados al cementerio de Avellaneda”.

Vi a dónde apuntaba.

-Derecho al Panteón del Futbolista. Olvidate –le dije.

-¿Vos creés? Vengan conmigo –me cruzó.

Nos levantamos todos. Parkinson, el Nuco, el Titi, yo. El Tuerto esta vez no corrió sino que marcó un paso sobrador, jactante; detrás, el resto.

-Miren –señaló una plaqueta.

“Evangelio Piamondo. El Piedra. Nunca te olvidaremos”.

-Nicho –se enojó el Nuco-. Lo mandan a nicho. La levantó con pala, se las deja toda y lo mandan a nicho. Qué ratas. Qué hijos de puta.

-Y Evangelio, Nuco, Evangelio –aportó el Titi-. Qué hijos de puta.

Yo no dije nada.

* * *

Entre los muertos de las tumbas y los muertos de los nichos siempre hubo una especial antipatía. No es de ahora, no: cuando llegué la historia ya existía y va a seguir cuando vengan otros y yo, espero, ya no esté. Cuestión de clases: ellos están ahí lo más chotos en sus sepulturas, alejados varios metros unos de otros, y ese beneficio del espacio con que cuentan nos resulta humillante, un recuerdo innecesario y alevoso de lo que eran sus vidas en sus coquetas propiedades con tres o cuatro habitaciones, y también de las vidas de nosotros, que igual que nos amuchábamos en casillas y monoblocks del conurbano profundo estamos ahora hacinados en los nichos. Así que, de todos los muertos del cementerio, somos los que más ansiosamente esperamos la noche para salir a estirar un poco las patas, por decirlo así: antes, en el horario de visitas, cumplimos con la obligación de respetar límites geográficos, roles establecidos, creencias, religiones y supesticiones, esa clase de reglas tácitas que hay que seguir para que no se desintegre la estructura del mundo.

Los tierrita, los llamamos a los sepultados en las tumbas, y ellos a nosotros los chapita, particular jerga por la que también bautizamos a cada uno según la causa de su muerte, o según alguna característica notoria que le haya dejado la muerte misma, no sé si se entiende. Al Tuerto, para dar un ejemplo, lo boleteó la policía con un balazo en el ojo izquierdo cuando estaba cortando el estéreo de un Land Rover. Y yo soy Rosi por una cirrosis fulminante que me dio hace ya tres años, así, de repente, sorpresiva. No digo que no chupara, pero tampoco tanto. La cuestión es que decirme cirrosis les resultaba largo e impersonal, porque somos varios los fiambres por idéntico motivo, y el apócope Rosis devino Rosi por el hábito oral de eliminar las eses del final, qué hacé Rosi cómo andá, no te vayá tan temprano y así, no un vestigio póstumo de nuestro status social sino una forma de reconocimiento interno o pertenencia, inclusive de temeridad. Los tierrita pronuncian las eses y ni hablar de los culorrotos de mausoleos y panteones, los garcas como directamente les decimos porque con ellos no andamos con vueltas, gente de doble apellido que apenas cruzamos salvo el Herradura, que murió por la pisada en la cara de un caballo de equitación y sale cada noche de su bóveda para venir a recordarnos su alcurnia con esa ropa ridícula y esa gorrita que parece Pericles de los Locos Adams.

Así que las pelotas que la muerte nos iguala.

* * *

La idea de saldar las cuentas a través de un picado venía de hacía varios meses, pero fue nuestra insistencia la que terminó por convencer a los tierrita de aceptarla. Manga de muertos, son todos putos, no tienen huevos, en fin, las afrentas necesarias para garantizarnos la concreción del desafío.

-Listo, el sábado. A la noche, obvio –concluyeron.

Era lunes.

Nos restaba definir algunas cuestiones reglamentarias, sobre todo lo del árbitro, pero mientras tanto, y apenas los tierrita nos confirmaron fecha y hora para el enfrentamiento, empezamos a delinear el equipo. Mi pasado como futbolista semiprofesional en el ascenso me había dado cierto prestigio en los pasillos de los nichos, así que todos apoyaron el plan de que me hiciera cargo de la convocatoria. Pero igual le pedí a los muchachos que me ayudaran.

-Miren –les advertí-: lo primero que tenemos que buscar son tipos que se hayan muerto jóvenes, entre 20 y 40 años, 45 como mucho. Y que la muerte no les haya comprometido alguna parte fundamental del cuerpo para la práctica del fútbol, ¿sí? Porque ustedes me lo traen al Mitad, para darles un ejemplo, que le faltan las dos gambas y anda en ese carrito, pobrecito, que encima los hijos de puta de los familiares le consiguieron un nicho bien barato de allá arriba y sube como si estuviera escalando el Aconcagua, y el Mitad no me sirve para un carajo, ¿me entienden? Si quieren lo podemos usar para sacar a los lesionados en el carrito ese que tiene, pero jugar no puede jugar.

-Claro, te entendemos.

-O vos mismo, Parkinson, perdoname que te lo diga pero es así: ¿qué mierda hacemos con vos, si encima ni pinta tenés de jugar al fútbol? ¿Vas al arco? ¿Sabés lo que podés tardar en ponerte los guantes nomás? Nos morimos dos veces más, Parkinson, si te gastás un termo entero en cebar un mate de lo que te cuesta embocar el agua. Mi abuela tenía parkinson y me quiso tejer un pulover. Cinco meses tardó. ¿Saben lo que terminó siendo eso? Ocho mangas, tenía, todas de diferente longitud. Ni que yo fuera un pulpo. Y la vieja insistía en que lo usara. Claro: creía que las ocho mangas eran una ilusión óptica por la vibración de su cabeza, como si viera todo con fantasma. Con vos debe ser lo mismo, Parkinson, así que perdoname pero en esta te quedás afuera. Y lo de la edad lo mismo, muchachos. Ni muy pendejos ni muy veteranos.

La idea era hacer una lista lo más amplia posible dentro de los parámetros establecidos y definir el plantel con titulares y suplentes después de algunas pruebas y cuestionarios. Nos quedaban cuatro días, de martes a viernes, porque para el sábado a la mañana ya queríamos tener todo armado.

En eso estábamos cuando el Tuerto trajo la noticia del Piedra Piamondo.

* * *

Son las cosas pendientes lo que determina nuestra permanencia acá en el cementerio. Todos arrastramos alguna deuda, aunque nadie sabe puntualmente cuál ni tampoco, en consecuencia, si alguna vez podrá saldarla. Existe, sí, la esperanza de hacerlo, sobre todo porque nos constan los múltiples antecedentes: espectros que finalmente la empardaron y, sin más, se evaporaron, desaparecieron, se fueron, a dónde no sabemos (digo esperanza por la sospecha de que, al menos a los chapita, nos esperan comodidades mayores). Así que por lo pronto, y ya vueltos del paseo que nos había dado el Tuerto, nos dominó la duda sobre la presencia de Piamondo entre nosotros.

-Pongamos que sí, que el tipo quedó con deudas –propuso el Nuco para zanjar una discusión que no iba a ningún lado.

Pusimos que sí, que venía con un déficit por decirlo de algún modo, pero quedaban otras cuestiones. Lo primero era la adaptación a su nueva condición, la resistencia que opondría antes de aceptarse muerto. Para algunos bastaban unos cuantos minutos, si es que ya no venían directamente acomodados; a otros, en cambio, les llevaba días, semanas, meses de aislamiento e introspección, sobre todo a los que, como Piamondo, no tuvieron informaciòn previa ni amenazas. Hay sorpresas de las que cuesta un huevo reponerse.

Lo segundo: su estado físico. No su estado previo, obvio, que el tipo al fin y al cabo estaba en la Primera de Boca; ni tampoco la causa de su muerte: suponíamos un infarto, sobre todo por lo que habíamos leído en el diario que encontró el Tuerto, como mucho un codazo a la nuez o alguna de las salvajadas habituales del Kaiser Etcheverry, el 6 de River, en definitiva nada que comprometiera la capacidad del Piedra para seguir jugando. Dudábamos de que tuviera tiempo suficiente para recuperarse de la rigidez póstuma.

-¿Alguno de ustedes lo vio jugar? –preguntó el Titi.

-Yo –respondió el Tuerto.

-Bueno, entonces no me vas a dejar mentir. Este Piamondo era un tronco, muchachos, un tronco importante, un patitieso que se caía al patear un penal, por ejemplo, como si estuviera enyesado todo el tiempo. No por nada le decían el Piedra, ¿no les parece? Así que yo no lo contaría: va a estar más duro que Tu Sam, duro al cuadrado va a estar. ¡Puede fallar, Rosi, puede fallar!

-Tenés razón –aportó el Tuerto-, pero Piamondo endurecido es mejor que cualquiera de nosotros, Titi. ¿Vos viste lo frío que es para definir?

-Ahora que está muerto va a ser más frío todavía –dijo el Titi-. No sé, Rosi, no sé. Decidí vos qué hacer que sos el que sabés.

Lo que decidí fue esperar, lo más recomendable.

-¿Cuándo era que lo traían? –pregunté.

-Mañana a la mañana –me recordó el Tuerto.

-Bueno, mañana a la noche lo encaramos.

Antes del amanecer armamos una lista provisoria de jugadores según los márgenes definidos. Aunque el Tuerto planteó una última duda:

-¿Con el Carpa? ¿Qué hacemos con el Carpa?

Sin contar a Piamondo, el Carpa era el único de nosotros que había jugado de verdad, en la Primera de Independiente y un par de veces en la Selección, pero cuando el fútbol era con gorro de Gath y Chaves y pelotas con tiento; y además se murió a los 92, enfiestado con un par de gatos y zarpado de viagra, final del que conservaba una sonrisa y una erección considerables. Ese detalle de su virilidad, aun farmacológica, le había difuminado los límites de sus reales aptitudes: sospechábamos que reclamaría titularidad y capitanía, así con esa soberbia que le provocaba virtud semejante y con la que dos por tres se cruzaba ufano al cementerio de las putas viejas, putas de épocas remotas, cuando la sociedad las marginaba inclusive muertas. Decidimos convencerlo de que sería más importante en el banco, aportando sus conocimientos como DT, más allá de que después desoyéramos lo que tenía para decirnos.

* * *

Nos reencontramos, según lo pactado la noche previa, frente al nicho del Piedra. Ya había pasado la hora de las visitas, y como vestigio de la ceremonia quedaba una cantidad enorme de ofrendas florales: Boca Juniors, La 12, Tus compañeros, Tu familia, Tus amigos, River Plate y la mar en coche. Las coronas y los ramos desbordaban por mucho los límites de la sepultura de Piamondo y sorprendían a los muertos vecinos que iban saliendo, la mayoría olvidados, acostumbrados al vacío y al olor del agua rancia de sus cacharros en desuso.

La sorpresa también era al enterarse para quién eran las flores; hasta allí la noticia apenas había trascendido entre nosotros. Así que, de repente, era una manifestación chapita a la espera de que Piamondo se asomara, y el barullo convocó enseguida a los tierrita, al Herradura, a algunos otros oligarcas de los mausoleos y hasta a los humito, siempre celosos cancerberos de sus urnas y sus cenizas, que se depositaban en el edificio más retirado del cementerio, y cuyos encuentros con el resto de los muertos eran de escasos para abajo. A medida que pasaron las horas, sin embargo, la multitud fue decreciendo: el Piedra no aparecía y se acentuaba la idea de que no tuviera cosas pendientes, situación festejada en especial por los tierrita, temerosos de cara al desafío.

Quedamos los del comienzo, el Tuerto, el Titi, el Nuco, Parkinson, yo, reunidos por la esperanza de contar con su presencia allí, primero, y en el partido después. Y al cabo de unas horas sucedió: entrada la madrugada, Piamondo asomó la mitad de su cabeza. Frente, ojos y nariz. Repitió seis o siete veces el movimiento de mostrarse y esconderse, sin reparar en nosotros, obviamente asombrado de su capacidad para atravesar el concreto. Después sí, sacó todo su cuerpo hacia delante hasta apoyarse con las manos en el suelo y dejarse caer con lentitud, favorecido por ocupar un nicho de la segunda fila.

 

-Hola –nos dijo casi con timidez, como aturdido, todavía sin comprender las razones de su talento flamante, el de pasar a través de la materia; ni tampoco reparando en la alegoría de que, a juzgar por su salida de cabeza, lo habían depositado en el nicho con los pies para adelante.

-Hola –le respondimos.

-¿Quieren una foto, un autógrafo? –dudó.

-No, Piedra, gracias.

-¿Entonces?

-¿Entonces qué?

-¿Quiénes son? ¿En dónde estoy?

Le dijimos. Quiénes éramos. En dónde estaba. Todo con paciencia, el Tuerto le mostró inclusive el diario que hablaba de su final, pero fue lo previsible: el Piedra se rió, lloró, nos quiso pegar, corrió, se agarró la cabeza, se tocó el pecho, se tomó el pulso, volvió. Se metió otra vez al nicho.

-¿Ahora? ¿Qué hacemos? –preguntó el Titi.

* * *

No hubo novedades de Piamondo la noche del miércoles ni tampoco la del jueves, cuando, después de entrevistar o probar a no menos de 30 chapita, habíamos definido la lista de titulares y suplentes. A falta del Piedra, y a juzgar por los resultados de nuestras evaluaciones, teníamos dos delanteros de área más o menos respetables, el Lepra y el Chagas, así que aprovechamos: para terminar de convencerlo al Carpa de la relevancia del cargo de entrenador le pedimos que fuera él quien determinara al titular. En el último de los casos tendríamos la opción de hacer el cambio en el partido o en el entretiempo.

El resto del equipo ya lo teníamos claro, aunque para afirmar algunos conceptos tácticos y estratégicos que yo les había adelantado nos juntamos el viernes a la noche para hacer una práctica de fútbol. Nada del otro mundo, algo para conocernos, elongar y correr un poco, motivarnos. Fue un buen ensayo.

-Buena, muchachos –les dije al terminar-. Si jugamos así no nos pueden ganar. Ahora van y se guardan. Duerman bien, descansen mucho. Mañana nos juntamos en el nicho del Tuerto y de ahí, derecho a la gloria.

El grupo se fue diseminando lentamente y quedamos otra vez los de siempre, analizando virtudes y defectos exhibidos por el equipo en el ensayo.

-¿De afuera cómo lo viste? –le preguntamos a Parkinson.

-No sé si temblaba yo o temblaban ustedes.

Todavía nos reíamos cuando aparecieron tres tierrita.

-Venimos por lo del árbitro –dijeron, aunque sospechamos que también querían olfatear si había noticias del Piedra.

-Qué hay con el árbitro –les pregunté.

-Nada, que se nos ocurrió decirle al Padre Juan. Difícil encontrar a alguien más imparcial, y además el tipo está enterrado en la capillita. Ni con nosotros ni con ustedes ni con los garcas ni con los humito.

-¿A Alzheimer? ¿Están locos ustedes? –se cruzó el Tuerto-. Le agarra la amnesia en pleno partido y cobra cualquier verdura.

-Estos últimos días lo cruzamos un par de veces y está bastante lúcido. Y en todo caso si vemos que está desbordado improvisamos con algún otro.

Nos pareció una buena opción. Dijimos que sí, que sería el Padre Juan, a quien por una cuestión de respeto, y más allá de las creencias particulares de cada uno, sólo llamábamos Alzheimer a sus espaldas.

Apenas se habían ido los tierrita cuando escuchamos otra voz.

-Muchachos.

 

* * *

 

Los integrantes del equipo y de la hinchada ya estaban reunidos en las cercanías del nicho del Tuerto cuando caímos con la sorpresa. El Nuco y yo llegamos con el Piedra, quien además nos resolvía otro tema pendiente, el de la pelota: en el cajón le habían dejado una Adidas reluciente, la de su gol número 200. Ni siquiera hizo falta que confirmáramos que Piamondo sería nuestro 9: los chapita explotaron de alegría y el Lepra, a quien el Carpa había distinguido con la titularidad, no puso ni medio reparo en ceder el privilegio. A los tierrita, en cambio, no les gustó demasiado la novedad cuando lo vieron pisar el escenario del desafío, pero tampoco podían poner objeciones reglamentarias: el Piedra estaba muerto y en los nichos. Era un chapita más.

Nos dispusimos cada equipo en un arco, repasando unos y otros obligaciones tácticas, probando a los goleros, tocando. Nos llamó la atención la tosquedad de Piamondo en sus remates imprecisos, horribles, mientras el Titi me miraba como diciendo yo te avisé, pero aprovechamos que los tierrita reclamaron familiarizarse con la Adidas y logramos disimular el ridículo.

Hasta que llegó Alzheimer. El Padre Juan. El árbitro.

Convocó a los capitanes, hizo el sorteo, preguntó desde la mitad del campo si los arqueros estaban listos y dio por iniciado el encuentro. El Padre Juan tuvo una actuación más que respetable, sin síntomas de su enfermedad, más allá de que insistiera en dictar diferentes penitencias ante los foules, “diez padrenuestros y cuatro avemarías” y así, en lugar de tarjeta amarilla. Aunque no tuvo que intervenir demasiado. Fue un partido con pierna fuerte pero leal, casi sin mala leche, parejísimo, cerrado, con pocas llegadas en los arcos, de clima espeso adentro y afuera. Sin goles. Así hasta el final.

-Dos minutos más –avisó el Padre Juan.

De Piamondo no habíamos tenido noticia: no porque los tierrita le hubiesen dedicado cuidados especiales, sino porque se mostró poco participativo, perdido en tres cuartos de cancha, como si todavía estuviera sopesando las certezas de su condición flamante. Hasta que, a falta de segundos para que el Padre Juan diera por terminado el enfrentamiento, Parkinson le gritó desde un costado:

-¡Piedra sos horrible y la concha de tu madre!

El insulto, tal vez por reconocible, la puerta de entrada al único mundo que conocía, sumergió a Piamondo en un estado de lucidez futbolística hasta allí ausente. Infló el pecho, levantó la frente, bajó hasta tres cuartos de cancha y le pidió la pelota al Titi, que trasladaba por la zona pero sin profundidad, sin criterio, sin rumbo definido. Vi desde el fondo cómo el Titi se la pasó, vi cómo el Piedra encaró hacia el arco: se llevó a la rastra a dos tierrita, entró al área, dejó atrás al arquero y yo ya preparaba el grito y las gastadas cuando no lo vi más.

No lo vi más.

Ni a él ni a la Adidas reluciente.

Nos quedamos todos quietos, los tierrita, los chapita, el Padre Juan, un silencio de sorpresa y de respeto tras la evanescencia de Piamondo y su pelota.

Hasta que me acerqué al Titi.

-¿Qué pasó?

-¿Cómo qué pasó?

-Sí, Titi, qué carajo pasó.

-Que este burro le hizo un caño al arquero, eso pasó, Rosi. En su puta vida había hecho un caño, Rosi, en su puta vida de tronco había hecho uno.

La deuda que tenía Piamondo.

 

(*) Julio Boccalatte. Nació en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en 1970. Es periodista. Trabajó en El Gráfico, Olé, Clarín, Diario Popular y La Prensa, entre otros medios. Actualmente integra la sección Deportes de la Agencia de Noticias Télam. Cofundador y codirector de Ediciones Al Arco, único sello argentino e independiente de literatura deportiva. Es autor de Juicio Penal, la increíble historia de Puchero Aldunati (novela de fútbol), y de El jardín de los ekekos (cuentos de fútbol). Coautor de Enzo, historia de un Príncipe, biografía de Enzo Francescoli.

Cementerio club está incluido en El Jardín de los Ekekos.

Publicado por Télam

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