Resulta que a mi mamá no le gusta que coma nada antes del almuerzo excepto, claro, las dos tostadas con manteca SanCor que me trae a la cama junto con el café con leche con azúcar en la mamadera, cuando me viene a despertar bien al amanecer, a eso de las nueve de la mañana.

Como ya estoy grandecito me da vergüenza que la gente sepa que todavía tomo la mamadera. Entonces, si escucho que alguien viene subiendo por las escaleras . . .   esa escalera en realidad es una sola, pero en casa hablamos de ésta siempre en plural, no sé por qué. Debe ser como cuando decimos “los jeans” o “las tijeras”. Algunos hasta dicen “las narices”  —y Argentino Luna se equivoca cuando canta y dice que le duelen los hígados y el riñón. 

En cambio si hablamos de la escalera del patio, esa que va del patio a la terraza, siempre decimos “la escalera”, en singular. Tal vez sea porque ésta, que va a la terraza, es muy estrechita y de escalones de cemento desnudo. No es de mármol y ancha como lo es aquella que llamamos “las escaleras”, que sale(n) hacia el primer piso desde el hall diario de la planta baja. Seguro que porque hablamos así, usando de forma arbitraria el singular y el plural, cuando crezca un poco más y empiece con las clases de castellano de verdad en la escuela, no voy a saber hacer bien la concordancia de número —singular para una cosa, plural para más de una, ¿no?

En el fondo del hall diario de la planta baja se halla la biblioteca, y en el frente el juego de muebles estilo Art-Dèco de cuero y nogal color tabaco. En la pared principal, el retrato de mamá (al óleo, de tamaño descomunal) que pintó Rogelio Pezzini, mi tío artista plástico de Rosario (es escultor, ceramista y pintor). Pero el artefacto que impera en ese recinto es el piano alemán Rönisch de mi hermana Pupi.

Las escaleras suben de ese hall de la planta baja, como te contaba, al hall de invierno del primer piso. El primer piso es el nivel elevado de la casa. Allí, además de ese hall de invierno, de las dos terrazas, el balcón que da a la calle y el baño principal o familiar, uno encuentra nuestras habitaciones —incluido mi dormitorio —éste adonde mamá me trae la mamadera y las dos tostadas con manteca SanCor por la mañana.

Te decía que como me da vergüenza que se enteren de que todavía tomo la mamadera, si escucho que alguien viene subiendo por las escaleras, rapidito la escondo debajo de la cama y finjo que estoy todavía dormido. A veces quien viene es Ester, la chica sin cama que trabaja hasta el mediodía y de quien mamá dice “Ester, la mucama” (mucama, ¿tiene algo que ver con la cama?). Cuando crezco y soy grande, me caso con Mallory, una actriz y modelo neoyorkina que fue chambermaid en un hotel de Londres, y por eso sufre de dolor crónico de espaldas (¿ven?, espaldas: otro plural absurdo. Mallory sólo tiene una espalda). 

Chambermaid, en inglés quiere decir mucama.

Ester se sienta al borde de mi cama, me conversa un poco y después siempre me hace cosquillas por todos lados. Me gustan muchísimo las cosquillas que me hace Ester por todos lados. Pero si Ester escucha que mamá viene subiendo por las escaleras, sale corriendo en polvorosa y finge que no pasaba nada. Puede que quien suba las escaleras sea papá o mamá, que viene a hacerme levantar porque ya es la hora.

Voy a la escuela número uno General José de San Martín. Entramos a las trece pero antes tengo que hacer los deberes, almorzar y —después de que mamá me ha lavado la cara y me ha peinado con un poquito de gomina Brancato (que es color rosa y huele a goma de pegar mezclada con caramelo)— tengo que vestirme con el guardapolvos blanco (otro “uno” que va en plural, ¿ven?, y para colmo ¡el guardapolvos blanco!  ¡No tiene sentido!).

Es decir, primero mamá me lleva de la mano a abajo (ya hay que ir a abajo, me dice) con mi guardapolvos colgando de su brazo, y después me lava la cara en la batea de la cocina. En la cocina tenemos una pileta de loza para lavar los platos pero en el lado opuesto se construyó una segunda pileta enorme y cuadrada de mosaicos color amarillo ocre. Esa es la que se llama la batea.

La batea sirve para que Nélida, la chica con cama adentro —o Chola, la chica de la tarde, sin cama— lave la ropa con la tabla de lavar, una tabla igualita a las que usan como instrumento musical en las bandas dixieland del sur de los EE UU —y que se toca frotándola con dedales de acero (uno en cada dedo de la mano), más o menos como Nélida o Chola frota mis calzoncillos en la tabla, porque a veces sin querer se me escapa un poquito de caca. Cosas que pasan.

De mujeres grandes está Doña Leonarda, la planchadora, quien viene en bicicleta y como es analfabeta firma los recibos de sueldo haciendo una equis con la lapicera de mamá. Así: X. Doña Leonarda deja la ropa que es una maravilla, dice mi mami. La otra mujer grande sin cama es una señora con cara de anciana sabia de alguna tribu indígena del norte argentino. Se llama Doña Josefa y hay que gritarle porque es sorda. Las ollas de aluminio de nuestra cocina (hay muchas, de todo formato y tamaño) brillan como un espejo, porque Doña Josefa las frota de modo incansable con Puloil y Virulana. Mientras lo hacecanta y tararea en voz muy baja algo que papá me dijo que son bagualas. Cuando vivo en Estados Unidos, comprendo que así como el Blues canta la tristeza del negro del sur norteamericano, la Baguala expresa las amarguras de nuestros aborígenes norteños y andinos. 

Te contaba que mamá me lava la cara en la batea. Como la batea es muy alta, mamá saca la silla de la cabecera de la mesa donde siempre se sienta papá para comer el almuerzo y la cena. Papá no desayuna café con leche ni come tostadas con manteca sentado en esa silla. Toma mate cocido con azúcar de parado nomás o apoyado contra la larga mesada de granito de la cocina y moja un pan en el mate cocido. Dice que se acostumbró así en el Regimiento 11 de Caballería, en Rosario, donde le tocó hacer la colimba en la Compañía de ametralladoras y era asistente, como yo después lo soy en la Marina de Guerra, que para ese entonces ya se llama la Armada Argentina. Soy el asistente del Capitán de Navío José María Barbieri, a quien a bordo del Crucero Acorazado 9 de julio, del cual es el Comandante, le dicen “El Cheyene” porque toma whisky Chivas Regal todo el día, y cada vez que se le vacía el vaso me dice “¡Che, llene!”. Pero no lo dice en español sino en argentino: “¡Che, yene!”. ¿Ves? El Cheyene.

Al Capitán Barbieri le tengo tanto miedo que me tiembla la mano cuando le sirvo whisky, y por eso cuando me llama —no cuando me pide que le eche más whisky— me grita con su voz ronca, de guerra: “¡Che, Pipistrilo!”, y yo me cago todo. A veces cuando le traigo un pocillo de café (son blancos con el logotipo del ancla de la Armada y dicen A.R.A Crucero Nueve de Julio – Comandante en letras doradas), entrecierra los ojos y me dice con cara de falso enojo:

 “¡¿Por qué temblá’, Pipistrilo?!

Eso, porque tiemblo tanto que se me vuelca un poquito de café en el platito del pocillo. Le tengo terror, pero igual le robo un juego de pocillo, platito y cucharita (todos tienen el ancla y dicen República Argentina – Armada, etc.), para mi amigo grande Eddy Witte, que colecciona conjuntitos de café robados o substraídos semi-legalmente a cambio de una propina a los mozos de los cafés del mundo por adonde anda.

Paso bastante más de dos años al servicio del Cheyene Barbieri y soy tan buen asistente (¡chupamedias de mierda!), que cuando me llega la baja, el Capitán de Navío José María Barbieri me ofrece ir a dar la vuelta al mundo en el viaje de graduación de los nuevos cadetes, como asistente del almirante que comanda la Fragata Libertad. ¡El Buque escuela! ¡La vuelta al mundo en una fragata! ¡La vuelta al mundo a vela! Como a esa edad ya soy MUY pelotudo y estoy recontracaliente y enamorado de una chica, le digo que no.

Me arrepiento de ese “no” por el resto de mi vida.

Mamá me hace parar en una de las sillas de la cocina para lavarme la cara en la batea, te estaba contando. Me hace parar ahí, en la silla de papá. Subido a esa misma silla también juego en la batea con mis soldaditos de plomo. Tengo un montón de soldaditos de plomo que, si me porto bien en la escuela, de vez en cuando papá me compra en el bazar Willi. Se los vende Aldo Willi, quien se debería llamar Alto Willi, el papá de Juancito Willi, porque es alto altísimo, mucho más alto que papá que es bajito como Osqui Amante y Pepi Cataldo, y a ambos chicos en la barra a veces les decimos El Petizo o El Enano.

Cuando me lleva a comprar soldaditos de plomo a lo de Willi, mi papá y Aldo Willi conversan un montón y tardan un montón porque hablan de Perón mientras Aldo envuelve los soldaditos y yo me vuelvo loco de impaciencia; entonces de vez en cuando me escapo a mirar los juguetes lejos del mostrador pero no me robo ninguno.

Papá me compra soldaditos pero nunca me compra tanques de guerra ni botes de goma inflables de estampado camouflage ni jeeps. Necesito transportes. Entonces se los robo a mi primo Tato Veiga los domingos, cuando vamos a la casa de mi abuela en San Pedro. Los escondo —de a uno por domingo— y,  sin que nadie se dé cuenta,  me los traigo a Baradero debajo del asiento del Chevrolet ’51.

Entonces juego a que la batea llena de agua es el mar y mis soldaditos de plomo tienen transportes terrestres, acuáticos y anfibios y se mandan el Desembarco en Normandía, como en las documentales del Canal 7. ¡Pena que el Desembarco en Normandía, sea en blanco y negro y no en Technicolor como las películas que vemos con papá, mamá y mi hermana Pupi los viernes a la noche en el cine Colón o en el San Martín!

El domingo pasado a mi primo Tato Veiga le afané una moto con sidecar. Caben dos soldaditos, pero no tengo ninguno sentado. Tengo que afanarle también algunos de esos que vienen sentados. Un día alguien se va a dar cuenta de que me los robo, pero no importa porque le voy a echar la culpa a mi primo Juani o a Guille que son más chiquitos y ¡listo! Y además todavía, cuando se den cuenta y me descubran eso va a ser en Baradero. Puede que se den cuenta mamá, papá…  por ahí también mi hermana Pupi o alguno de mis amiguitos. En San Pedro ni se van a enterar. Seguro.

Bueno, mamá me lava la cara, las manos y me peina con un poquito de gomina Brancato de papá, como te decía antes. Un poquito nomás para que el jopo no me quede muy duro. Si con los dedos trato de despeinarme después de que mamá me deja en la escuela número uno (siempre me despeino), la gomina Brancato ya seca se transforma en una especie de caspa gigante, o entonces en algo igualito al jabón Lux en escamas que mamá usa para lavar la ropa más fina (ella dice “la ropa delicada”).

Mamá lava sus camperas delicadas de lana mohair o angora en una palangana de chapa esmaltada color beige y fileteada en marrón, pero en vez de agua y jabón para eso usa bencina. Agarra y le echa dos litros que vienen en botellas de un litro cada una y que papá tiene almacenadas en el depósito del fondo de la joyería, adentro de un armario de acero donde tiene también un revólver Colt Police 38mm y otro que no me acuerdo de qué marca es, pero calibre 9mm. Las balas del nueve milímetros, en vez de proyectiles de plomo tienen unos color rojo que no sé de qué metal son. Esos revólveres se los compró a René Chabaud —el armero Yabó o Chabó, según cómo el hombre que diga su nombre pronuncie este apellido francés como él. René Chabaud es el marido de una mujer hermosa pero machona que algunos dicen que es su hija y que se llama Pepita la Pistolera.

Papá usa la bencina para sumergir las máquinas de los relojes pulsera en sus tanques lavadores. Allí les da el baño. Ese es el primer paso del “repaso general”; una especie de service que hay que hacerles a los relojes Omega, Girard Perregaux, Longines Patek Philippe que papá vende en la joyería, cuando ya se les ha vencido la garantía. Si todavía están en la garantía los manda directo a Buenos Aires, cada uno al “servicio oficial” de la marca que corresponda. A veces me lleva con él a las joyerías mayoristas de la calle Libertad, en Buenos Aires.

Lo que más me gusta de cuando vamos a hacer diligencias a Buenos Aires, es ir con papá a comprarle relojes a Martín Karadagián. Martín Karadagián es igualito igualito a cuando aparece por televisión en Titanes en el ring. Sin embargo, en su Joyería Armenia de la calle Libertad a media cuadra de la avenida Corrientes, el luchador de catch está vestido no con la malla ajustada negra de pelear que le marca bien el pito y los guevos sino de traje de tres piezas y corbata vistosa de nudo enorme o está en camisa de mangas cortas abierta al cuello, creo que dependiendo de en qué estación del año estamos cuando vamos a comprarle.

Cuando está de camisa de mangas cortas y sin corbata, pero con varias cadenas gruesas de oro al cuello, Martín Karadagián hace músculo y me deja tocarle los bíceps para que vea. Eso me pone nervioso porque son duros como hierro, y él y papá se ríen y yo le miro la barba. Una vez me dejó que también se la tocara. No era pinchuda; parecía una de las brochas de pintar paredes que venden en la parte de arriba del Bazar Willi, la ferretería y pinturería de Oscar, Walter y Cacho Willi. Pero después Karadagián y papá siempre se ponen a conversar de Perón y yo me aburro.

Si no vamos a Buenos Aires, a los relojes que van al service papá se los lleva al comisionista Formica, que es el papá de Mario y Toscanito Formica. Papá dice que el comisionista Formica es casi ciego. Toscanito me enseña a tirar con su rifle de aire comprimido Churrinche y cuando ya sé tirar bien papá me compra un Maheli Master 5.5mm en lo de René Chabaud o Chabó o Yabó, el armero francés marido o papá de la hermosa mujer machona Pepita la Pistolera. El Churrinche es solamente 4.5mm.

Años más tarde Toscanito Formica se mata en un accidente al volante del auto de su papá, un Kaiser Carabela negro brillante con interior rojo, hermoso. Pobrecito, mi amigo grande Toscanito Formica que me enseñó a tirar con el rifle de aire comprimido Churrinche 4.5mm y se mata en el auto de su papá comisionista casi ciego, como también muere mi otro amigo grande, el Guinea Genoud. ¿Ves?, este apellido es también francés, pero suizo francés. Yo pienso que eso es porque Baradero está lleno de suizos. Suizos, franceses o entonces italianos, como nosotros, los Pezzini. Papá dice que todos nos vinimos de Europa para acá porque allá nos cagábamos de hambre. Yo de eso mucho no sé.

El Desembarco en Normandía de la documental por el Canal 7 fue en Europa, ¿viste?

Pobre mi amigo grande Guinea Genoud de apellido suizo francés, viniendo de San Pedro en los puentes de Tala se estrelló contra las barandas de cemento color blanco de uno de esos puentes angostos. CUIDADO PUENTE ANGOSTO, dice un cartel amarillo con letras negras que hay antes de cada puente.

Al final encuentran el Rambler Classic Custom gris de mi amigo grande Guinea Genoud hundido en el agua del río sobre el cual pasa ese puente, creo.

Después me entero que la mamá de Guinea Genoud es La Señora Fernández de Genoud, mi profesora de historia del secundario en el Ferrari. Siempre llora en el salón cuando hablamos de Guinea Genoud, ese otro amigo mío grande muerto. Era lindo y tenía muchas chichas, como todos los Genoud, el Guinea, el Negro, Carlitos, Enriquito.

Los Genoud son los dueños de la Concesionaria IKA, que quiere decir Industrias Kaiser Argentina. Venden autos cero kilómetro. Enriquito Genoud es el novio de mi hermana Pupi y ella y él salen conmigo (!bah!, me llevan con ellos) a veces en Mar del Plata y en Baradero, pero dura poco.

Enriquito Genoud viene a casa y mamá le sirve whisky como yo al Cheyene Barbieri en el crucero acorazado 9 de julio de la Armada Argentina; pero mamá no tiembla ni un poquito cuando le sirve whisky al novio de mi hermana Pupi, Enrique Genoud. White Horse de Escocia, le sirve mamá. Se lo sirve con tres cubos de hielo en uno de los tumblers pesados de cristal tallado a mano que mamá guarda en el bargueño Art-Déco de nogal del living principal, contiguo al hall de la planta baja.

Me encantan los tumblers pesados de cristal tallado a mano en los que mamá le sirve White Horse al novio de mi hermana, pero por desgracia no son para tomar Coca-Cola, entonces mamá no me deja usarlos. Seguro que si tomo Coca-Cola en un tumbler de cristal tallado a mano no lo rompo, pero no son para tomar Coca-Cola y listo. Sanseacabó.

El comisionista Formica trae los relojes de vuelta la semana siguiente. Vamos a la noche a buscarlos a su oficina que es en el garaje de su casa que queda en una cuadra muy oscura de la calle Thames o Julián O’Roarke, no estoy seguro, no me acuerdo bien. El garage-oficina del comisionista Formica (quiere decir ‘hormiga’) está siempre lleno de paquetes de encomiendas porque Formica trae todo en el tren de la noche porque es comisionista y los comisionistas hacen eso. Viajan en tren con boleto de ida y vuelta y llevan y traen paquetes. A veces al comisionista Formica papá también le encarga merluza o langostinos porque en el pueblo no hay pescado de mar ni pescadería. Solamente pasa El pescador; un hombre joven, grandote y medio gordo con rulitos de color medio rubio.

El pescador lleva al hombro un largo palo redondo de madera, como una vara, con los pescados colgados desde cada punta hacia el medio, bagres, sábalos y a veces algún dorado o un surubí. Me encanta porque los pescados van atados con juncos del río, de verdad. Cada junco le entra por la boca al pescado y le sale por la agalla, y las dos puntas están atadas arriba, alrededor del palo, más o menos como si fuesen las cintas de las trenzas de mi hermana Pupi. El pescador camina con el palo al hombro, una mitad del palo adelante de él y la otra mitad atrás, con todos los pescados colgando —igualito a como se ve en los grabados chinos o japoneses antiguos que hay en los jarrones de porcelana enormes que papá vende en la joyería.

Nosotros con los chicos de la barra pescamos con lombrices en la bahía del Club Regatas, pero pican mojarritas y bagres nomás, y muchas veces unas viejas del agua asquerosas que tiramos de vuelta al agua o las matamos saltándoles y pisándoles bien fuerte arriba del lomo o de la cabeza.

Muy de vez en cuando por ahí nos ligamos un sábalo blanco hermoso —chiquito pero hermoso. Me gusta mucho más el sábalo que el bagre, primero porque es blanco en vez de amarilento como los bagres, y segundo porque tiene una cabeza puntiaguda, medio triangular como una flecha, no bocona y ancha como la del bagre. Y eso para no hablar de la forma y aspecto de la cabeza de las viejas del agua. No sé por qué pero siempre pienso en las viejas del agua como una cruza de gallina con sapo. ¡Puaj!

El pescador grita ¡Pescaoooo!, entonces se abren algunas puertas y la gente sale a la calle a comprarle. El surubí es tan grandote que el pescador lo va vendiendo de a pedazos hasta que se acaba. Corta un cacho del surubí, un rodaja, con la cuchilla que lleva metida en la faja que está enrrollada alrededor de la cintura de las bombachas batarazas desteñidas y cortas (de pescador) que tiene siempre puestas. Sólo le conozco esas. La doña que le compra estira el plato, la fuente o la olla con la que salió del zaguán para comprarle, y el pescador entonces le tira ahí el pedazo de surubí que le cortó y ella le paga con plata que trajo enrrollada en el bolsillo del delantal. El pescador agarra esa plata con las manos todas sucias de surubí y se la encaja (sin contarla: yo pienso que es porque no sabe) en uno de los bolsillos de las bombachas batarazas que siempre usa.

Me fascina el surubí porque su cuerpo es a lunares negros y grises, medio como si fuera un pescado leopardo. Y uno puede freír solamente la piel. En el futuro, cuando viva en Estados Unidos me voy a dar cuenta de que la piel cocinada así se parece al bacon frito.

En fin; después al pescador una mujer lo acusa de una cosa que papá no me sabe o no me quiere explicar bien y al pescador se lo llevan preso. Papá dice que el pescador fue preso por algo que no hizo.  “La víctima fue él. Le hicieron la cama, literalmente”, dice papá con pena. Yo no entiendo nada de todo eso. 

Mucho tiempo después parece que lo sueltan porque el pescador anda de nuevo por el pueblo. Pero se ha vuelto loco o estúpido y en vez de abrir la puerta de la joyería y gritar “¡Pescaooo!” como antes, ahora abre y pide limosna. Papá le da de vez en cuando; otras, le dice “hoy no”. Entonces El pescador que no vende más pescado ni grita “¡Pescaooo!” cierra la puerta y se va a pedir a otro lado. Muchas veces viene borracho y a mí me da pena —o vergüenza, como cuando no alcanzo a esconderla a tiempo y alguien me ve la mamadera que todavía tomo a pesar de ya estar grandecito.

Papá limpia y arregla los relojes porque los clientes le pagan para que haga eso. Mamá pone los dos litros de bencina en la palangana y después mete adentro dos o tres camperas delicadas de lana mohair o angora y las aprieta con las manos como si exprimiese unas esponjas, y la bencina se va oscureciendo hasta ponerse color gris cada vez más oscuro. Cuando el color no se oscurece más porque ya está bien bien bien oscuro, mamá dice que las camperas ya están lavadas y limpias.

Después de lavar la ropa delicada con bencina, a mamá las manos le quedan blancas y escamosas como si se hubiese puesto cal o leche y ésta se hubiera secado ahí, sobre la piel de sus manos. Ella dice que es porque la bencina reseca la piel; por eso se frota las manos varias veces por día con la misma crema Ponds D que usa en la cara y en el cuello todas las noches antes de irse a dormir, después de desvestirse, y todas las mañanas cuando se despierta, antes de vestirse.

Mamá nunca se lava ni se peina ni se pone sus cremas en la batea de la cocina. Eso lo hace en el baño de arriba, donde están nuestros dormitorios. En la batea esas cosas de higiene solamente nos las hace a mi hermana Pupi y a mí. A Pupi no solamente le lava la cara en la batea; también la peina dividiéndole el pelo con una raya al medio bien marcada con el peine grandote de carey y después le hace dos trenzas igualitas igualitas igualitas, una a cada lado de la cabeza. Le salen per-fec-tas. Al final termina atándoselas a cada una con un moño enorme hecho con una cinta azul marino que combina justito justito con el uniforme del Instituto San José, adonde va ella. Yo voy a la Uno, como sabés. Las chicas van a Las monjas y nosotros a la Uno. En la Uno también hay chicas, pero creo que son todas peronistas.

A mi hermana Pupi las trenzas le quedan colgadas una a cada lado de la cara, como a las chinas que bailan zambas y cuecas en la Peña La Chaya de San Pedro, pero la mujer de mi tío Nito —mi tía Olga— siempre se hace ella misma unas trenzas como las de mi hermana Pupi. No obstante, las trenzas de tía Olga son mucho más largas y gruesas y después se las enrosca en dos rodetes y se los aplica con invisibles, uno a cada  lado de la cabeza casi sobre las orejas. Es por eso que con mi hermana Pupi y mis primos Rauli, Guille, Juani, Goli, Antoñito, Tato y hasta con Juancho y Lalo Mir (sí, ese que en el siglo XXI es uno de los más grandes speakers-performers del medio radial argentino)— que son nuestros vecinos de la casa de los abuelos en San Pedro, en la calle Pellegrini 450, pero ellos viven en la cuadra siguiente, casi al lado del Club de Pelota—. . . me pierdo; me voy por las ramas. Vuelvo: Como te iba diciendo, con todos ellos, nosotros los chicos a la tía Olga la llamamos “la tía de los teléfonos” o «la de los teléfonos» nomás, por esos dos rodetes que se trenza sobre las orejas.

Tía Olga es muy joven —y preciosa. Una vez que mi tío Juan había bebido en exceso (creo que se dice así), lo oí cuando le decía bajito bajito a mi tío Antonio algo sobre la bondad de tía Olga, creo yo; algo así como de que ella era o estaba rebuena. O algo así; yo no entendí bien. Pero es verdad: tía Olga además de hermosa es muy dulce y cariñosa con nosotros y en especial con mis primos, sus hijos: es re buena, como dijo tío Juan. No debe ser como la tía Elvira, mamá de mis primos Tato, Goli y Antoñito, que usa anteojos, es muy seria, Regente de la Escuela Normal, y mamá dice que a veces es un poco demasiado estricta como madre.

No sé si a mis primos Mariano, Martín y Alejandra —los hijos de tía Olga— les gusta cuando la llamamos a su mamá “la de los teléfonos”. A pesar de eso o por eso mismo estoy seguro que les encantará si se enteran de que cuando tío Juan ha bebido en exceso se da cuenta de que tía Olga es o está rebuena, o algo así. Pero algo no debe estar bien, porque cuando tío Juan dice eso de que tía Olga es o está rebuena, o algo así, mi tío Antonio lo mira serio y le dice “¡Shhhhhhhh!”, y se pone colorado.

Tío Antonio Veiga es martillero; tiene corralón de remates, tiene una feria de ganado y tiene campo y animales. Ahora, tía Olga es casada con tío Nito, mi tío gaucho. Éste es el que además de vacunos cría caballos de pelajes raros y los doma él mismo; y también cría perros collies de pura raza y fino pedigree, y también tiene lanares y porcinos; yerra caballos y los marca, y además marca los terneros y capa y cuerea y achura de todo. 

Tío Nito es un gaucho muy hombre y mi héroe. Además mi tío Nito Veiga y mi tía Olga Gómez de Veiga . . .   —dicho sea de paso, ella es ex atleta de la U.E.S. de Buenos Aires, esa institución que creó Evita Perón, de donde, si no me equivoco, sale el material humano fundacional de la Juventud Peronista (papá dice que es un avispero) y creo que es por eso que mi abuela a mi tía Olga mucho no le debe gustar, pienso yo; no sé—. . . 

Pero sigo: lo que te iba a decir es que mi tío Nito, mi tía Olga y sus tres hijos, mis primos Marianito, Alejandra y Martín, viven en el único palacete francés de San Pedro, un castillo Art-Nouveau que trajeron desarmado desde Francia, oí decir. En el futuro hasta una placa de la Sociedad Histórica le ponen en el frente; es medio como que un monumento nacional, me parece. Torre, rejas, escalinatas, salones, vitraux y «la mar en coche», como dice papá (¿?)

Ya la familia de papá, los Pezzini, está compuesta casi en su totalidad de joyeros. Las únicas dos excepciones son, primero, tío Rogelio, el pintor y escultor de quien te hablé. Rogelio Pezzini, uno de los hermanos de papá, es un artista tan delicado que acaba viviendo en París y viajando por Francia para dominar la técnica porcelanística de Sèvres y Limoges, ciudades en cuyos talleres escultóricos trabaja siguiendo la tradición de aprendizaje de las logias medievales —y la técnica o estilo de Capodimonte; italiana, claro. Así se transforma en alguien que además de pintor y escultor, es también porcelanista y miniaturista. Mi hermana Pupi tiene una Entrada y consagración de la Primavera en biscuit de porcelana, tan enorme que casi no cabe sobre su bargueño. El escultor porcelanista que la hizo es tío Rogelio. ¿Quién más, si no, eh? Tío Rogelio es uno de los únicos, tal vez el único, biscuitista auténtico que hay en Argentina. Nunca se casó ni tuvo novia. Es como un cura, mi delicado tío Rogelio, pienso yo.

La otra excepción a la tradición joyera de la familia Pezzini es mi tía Lilí Pezzini de Delas, también hermana de papá. Otra artista. Tía Lilí es de Casilda, Santa Fe. Tía Lilí es una concertista de piano virtuosa, tan descollante que en la década del cincuenta —la Era de la radio— es presencia radial casi constante. Su especialidad es Chopin. Más tarde decae y por último entra en la insanidad mental. Es por eso que nunca trasciende como artista ni acaba en Europa. Muere insana; Loca, como se decía por aquellos años. Siempre que papá escucha Les Polonaises se le llenan los ojos de lágrimas. Siempre.

Tío Rogelio y tía Lilí son las dos excepciones; el resto de todos los otros hermanos de papá son joyeros, como te dije, igual que mi abuelo Don Giuseppe Pezzini, el patriarca joyero que trajo la profesión familiar desde Ancona, en Italia, sobre el Mar Adriático. Inclusive mi tía Iris Pezzini de Paulucci, hermana de papá, tiene su joyería en Rosario, como el hermano gemelo de Papá, tío Oscar: joyería también en Rosario, en la esquina de las calles Presidente Roca y Córdoba, frente a la Plaza Pringles.

Pero ser joyero a munudo puede ser algo trágico. A mi tío joyero-relojero José Pepito Pezzini —otro hermano más de papá—, un pibe de dieciséis años lo mató a tiros durante un asalto dentro mismo de su joyería de la calle principal de Villa Constitución —esa ciudad portuaria en el límite justo de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe.

Absolutamente todas las joyerías de la familia se llaman Joyería Pezzini. Pero no son sucursales sino comercios independientes: cada uno tiene el suyo, me explica papá.

Pero decía que como me da vergüenza que sepan que todavía tomo la mamadera la escondo debajo de la cama cada vez que alguien sube las escaleras. La verdad es que cada vez que alguien sube las escaleras a mí me da un poco de miedo, porque ya sucedió más de una vez que la que sube es María Barman, la enfermera esa a la que le tenemos terror todos los chicos de Baradero:

Yo estoy enfermo y el doctor Daneri viene a verme. Me mete un termómetro adentro del agujero de la cola pero no digo nada porque no me duele. El doctor Daneri le dice a mamá que yo “estoy volando de fiebre”, pero eso es mentira porque yo no vuelo nada. Estoy bien acostadito en mi cama, tapado con la sábana, la frazadita celeste con los bambis color crema y mamá hasta me ha puesto la mañanita de lana bien suave color amarillo patito cubriéndome los pies, esa mañanita que tejió mi abuela doña María Maggetti de Pezzini en Casilda, Provincia de Santa Fe, donde viven mis abuelos papás de mi papá; no como los abuelos papás de mamá, que viven en San Pedro, cerquita de Baradero.

Pero igual: el mentiroso del doctor Daneri con su cantito cordobés le dice a mamá, “M’hija, este chico vuela de fiebre”. Me hace sentar y le pide a mamá alcohol y una toalla. Se refriega bien las manos con alcohol, me frota un poco la espalda con eso (¡brrrr!, ¡está helado!), me pone sobre “las espaldas” (¡ufa, en plural!) el paño de hilo blanco muy fino que mamá guarda para esas ocasiones especiales y me hace respirar y toser varias veces:

¡Respirá, m’hijo!”… “¡Tosé!” …  “¡Respirá, m’hijo!” … “¡Tosé!” … etc.

Después me hace acostar de nuevo. Se enjuaga las manos con el alcohol y se las seca con esa especie de toalla que te dije, esa hecha de hilo y bordada a mano en bastidor. El doctor Daneri saca una libretita del bolsillo de su saco de tweed gris y sobre la cómoda de caoba estilo victoriano de mamá escribe una receta que es imposible leer. El mentiroso del doctor Daneri miente cuando dice que vuelo de fiebre y miente también cuando finge escribir algo: es un mamarracho que no se lee  n-a-d-a.  Pero mamá igual lo llama a papá y le dice que cruce con la receta con garabatos ilegibles sin significado alguno a la Farmacia Italiana de Carlitos Degese para comprar el remedio.

Después, sucede que el doctor Daneri y mamá bajan las escaleras hasta que sus voces van disminuyendo y no los puedo oír más. Es así como más tarde oigo que alguien sube las escaleras  y resulta que es la enfermera María Barman con el remedio que compró papá usando el papel con jeroglíficos que fingió escribir el doctor Daneri y sin decir “¡agua va!” me encaja una inyección en el cachete de la cola. No me acuerdo más en cuál de los dos cachetes es que me la encaja, pero esa sí duele. Mucho.

Para observar a mamá ponerse sus cremas Ponds D y acicalarse toda, me siento sobre la tapa cerrada del inodoro. A mí me gusta mirarla bien mientras se hace todo eso. Se lava y se pone las cremas y se peina mirándose al espejo que cuelga sobre la pileta del baño de arriba, que tiene dos postigos también con espejos para poder verse bien ambos lados de la cara. Ella se mira bien los dos perfiles mientras se embellece para ir a la cama.

Mamá está vestida con tan sólo una enagua de cuerpo entero, de raso color cremita rosado; casi color piel. Bien escotada, apenas la sostienen dos breteles bien finitos en los hombros. Lleva puntillas de encaje en ese escote y en el ruedo de la pollera corta, bastante más arriba de las rodillas. La puntilla de encaje le roza el comienzo de los muslos. No tiene las medias puestas y creo que tampoco tiene puestos ni el corpiño ni la bombacha, entonces a mí me parece que está mucho más. . . No sé. . . Frágil. . . Delicada  —esa palabra que le escucho decir tan sólo a ella. . . a mi mamá, que se llama Herminda Veiga de Pezzini. Herminda con H, se llama. También hay sin H. Dicen en el pueblo que es una de las mujeres locales más hermosas y yo estoy de acuerdo, ¿no?

No sé cómo describirlo porque todavía soy muy chiquito y encontrar las palabras justas para hablar de este tema me cuesta mucho trabajo, pero me parece que cuando mamá está así y en ese momento —sola conmigo en el baño, arreglándose— está mucho más cerca de mí que cuando está lista y toda bien arreglada, afuera.

Mamá ya está en el negocio, vestida, peinada y maquillada. Yo la observo también allí, en su trabajo. Se inclina y apoya sus delicados brazos color marfil sobre los cristales de una de las vidrieras repletas de relojes y alhajas de platino, oro, plata y piedras preciosas de la Joyería Pezzini.

Inmersa en los libros de contabilidad, mamá, con su lapicera de mojar de pluma de oro cucharita , tinta azul Pelikan y letra linda, día a día y página a página mamá va escribiendo la historia de la plata de papá.

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New York University, viernes 23 de marzo de 2018

En la fotografía aparecen, de izquierda a derecha: 

De pie: Goli, Tato, Pupi, Huguito, Rauli

Sentados: Antoñito, Guille, abuela, abuelo, Juani

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1 COMENTARIO

  1. Fe de erratas: además de un par de errores de ortografía, una posición equivocada de la preposición «a», invirtió el sentido de una oración. Donde se lee «creo que es por eso que mi abuela -a- mi tía Olga mucho no le debe gustar, pienso yo», debió decir «y creo que es por eso que -a- mi abuela mi tía Olga mucho no le debe gustar, pienso yo». Perdón.

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