
Resulta que a mi mamá no le gusta que coma nada antes del almuerzo excepto, claro, las dos tostadas con manteca que me trae a la cama junto con el café con leche con azúcar en la mamadera, cuando me viene a despertar bien al amanecer, a eso de las nueve de la mañana. Como ya estoy grandecito me da vergüenza que la gente sepa que todavía tomo la mamadera. Entonces, si escucho que alguien viene subiendo por las escaleras . . . —esa escalera en realidad es una sola, pero en casa hablamos de esta siempre en plural, no sé por qué. Debe ser como cuando decimos “los jeans” o “las tijeras”. Algunos hasta dicen “las narices” —y Argentino Luna se equivoca cuando canta y dice que le duelen los hígados y el riñón. En cambio si hablamos de la escalera del patio, esa que va del patio a la terraza, siempre decimos “la escalera”, en singular. Tal vez sea porque es muy estrechita, de escalones de cemento. No es de mármol y ancha como lo es la que llamamos “las escaleras”, que está en el jol diario de la planta baja —donde están también la biblioteca, el juego de muebles estilo Art-Dèco de cuero y nogal, el retrato de mamá (al óleo, de tamaño descomunal) que pintó Rogelio Pezzini, mi tío artista plástico (es escultor y pintor) de Rosario, y el piano alemán Rönisch de mi hermana Pupi. Las escaleras suben al jol de invierno del primer piso, que es la parte de la casa donde se encuentran también las habitaciones. Seguro que porque hablamos así, usando de forma arbitraria el singular y el plural, cuando crezca un poco más y empiece con las clases de castellano de verdad en la escuela, no voy a saber hacer bien la concordancia de número, ¿no?
Decía que como me da vergüenza que se enteren de que todavía tomo la mamadera, si escucho que alguien viene subiendo por las escaleras, rapidito la escondo debajo de la cama y finjo que estoy todavía dormido. A veces quien viene es Ester, la chica sin cama que trabaja hasta el mediodía y de quien mamá dice «Ester, la mucama». Cuando crezco y soy grande, me caso con Mallory, una actriz y modelo neoyorkina que fue chambermaid en un hotel de Londres, y por eso sufre de dolor crónico de espaldas (¿ven?, espaldas: otro plural absurdo. Solo tiene una). Chambermaid, en inglés quiere decir mucama. Esther se sienta al borde de mi cama, me conversa un poco y después siempre me hace cosquillas que me gustan mucho, por todos lados. Pero si escucha que mamá viene subiendo por las escaleras, sale corriendo en polvorosa y finge que no pasaba nada. Otras veces puede que quien sube sea papá o mamá que viene a hacerme levantar porque ya es la hora. Voy a la escuela número uno José de San Martín. Entramos a las trece pero antes tengo que hacer los deberes, almorzar y —después de que mamá me ha lavado la cara y me ha peinado con un poquito de gomina— tengo que vestirme con el guardapolvos blanco (otro “uno” que va en plural, ¿ven?, y para colmo ¡guardapolvos blanco! ¡no tiene sentido!). Es decir, primero me lleva de la mano a abajo (ya hay que ir a abajo, me dice) con mi guardapolvos colgando de su brazo, y después me lava la cara en la batea de la cocina. En la cocina hay una pileta de loza para lavar los platos pero en el lado opuesto hay otra pileta enorme y cuadrada de mosaicos amarillos ocre. Esa es la que se llama la batea. Sirve para que Nélida, la chica con cama adentro —o Chola, la chica de la tarde, sin cama— lave la ropa con la tabla de lavar, una tabla igualita a las que usan como instrumento musical en las bandas dixieland del sur de los EE UU —y que se toca frotándola con dedales de acero, más o menos como Nélida o Chola frota mis calzoncillos en la tabla, porque a veces sin querer se me escapa un poquito de caca. De mujeres grandes está Doña Leonarda, la planchadora, que viene en bicicleta, y como es analfabeta firma los recibos de sueldo haciendo una equis con la lapicera de mamá. Deja la ropa que es una maravilla, dice mi mami. La otra es una señora con cara de anciana sabia de alguna tribu indígena del norte argentino. Se llama Doña Josefa y hay que gritarle porque es sorda. Las ollas de aluminio de nuestra cocina (hay muchas, de todo formato y tamaño) brillan como un espejo, porque Doña Josefa las frota de modo incansable con Puloil y Virulana. Mientras lo hace, canta y tararea en voz muy baja algo que papá me dijo que son bagualas. Cuando vivo en Estados Unidos, comprendo que así como el Blues canta la tristeza del negro del sur norteamericano, la Baguala expresa la amargura de nuestros aborígenes norteños y andinos.
Les contaba que mamá me lava la cara en la batea. Como la batea es muy alta, mamá saca la silla de la cabecera de la mesa donde siempre se sienta papá para comer el almuerzo y la cena. Papá no desayuna café con leche ni come tostadas con manteca sentado en esa silla. Toma mate cocido con azúcar de parado nomás o apoyado contra la mesada de granito y moja un pan en el mate cocido. Dice que se acostumbró así en el Regimiento 11 de Caballería, en Rosario, donde le tocó hacer la colimba en la Compañía de ametralladoras y era asistente, como yo después lo soy en la Marina, que para ese entonces ya se llama la Armada Argentina. Soy el asistente del Capitán de Navío José María Barbieri, a quien a bordo del Crucero Acorazado 9 de julio, del cual es el Comandante, le dicen “El Cheyene” porque toma whisky Chivas Regal todo el día, y cada vez que se le vacía el vaso me dice “¡Che, llene!”. Pero no lo dice en español sino en argentino: “¡Che, yene!”. ¿Ven? El Cheyene. Yo le tengo tanto miedo que me tiembla la mano cuando le sirvo whisky, y por eso cuando me llama —no cuando me pide que le eche más whisky— me grita con su voz ronca, de guerra: “¡Che, Pipistrilo!”, y yo me cago todo. A veces cuando le traigo un pocillo de café (son blancos con el logotipo del ancla de la Armada y dicen A.R.A Crucero Nueve de Julio – Comandante en letras doradas), entrecierra los ojos y me dice con cara de falso enojo: ¡¿Por qué temblá’, Pipistrilo?!”. Eso, porque tiemblo tanto que se me vuelca un poquito de café en el platito del pocillo. Le tengo terror, pero igual le robo un juego de pocillo, platito y cucharita (todos tienen el ancla y dicen República Argentina – Armada, etc.), para mi amigo grande Eddy Witte, que colecciona conjuntitos de café robados o substraídos semi-legalmente a cambio de una propina a los mozos de los cafés del mundo por donde anda. Paso bastante más de dos años al servicio del Cheyene Barbieri, y soy tan buen asistente (¡chupamedias!), que cuando me llega la baja, el Capitán de Navío me ofrece ir a dar la vuelta al mundo en el viaje de graduación de los nuevos cadetes, como asistente del Almirante que comanda la Fragata Libertad. ¡El Buque escuela! ¡La vuelta al mundo en una fragata! ¡La vuelta al mundo a vela! Como a esa edad ya soy MUY pelotudo y estoy muy caliente y enamorado de una chica, le digo que no. Me arrepiento de ese «no» por el resto de mi vida.

Mamá me hace parar en la silla para lavarme la cara en la batea. Me hace parar ahí, en la silla de papá. Subido a esa misma silla también juego con mis soldaditos de plomo. Tengo un montón de soldaditos de plomo que, si me porto bien en la escuela, de vez en cuando papá me compra en el bazar Willi. Se los vende Aldo Willi, quien se debería llamar Alto Willi, el papá de Juancito Willi, porque es alto altísimo, mucho más alto que papá que es bajito como Osqui Amante y Pepi Cataldo, y a ambos chicos en la barra a veces les decimos El Petizo o El Enano. Cuando me lleva a comprar soldaditos de plomo a lo de Willi, mi papá y Aldo Willi conversan un montón y tardan un montón porque hablan de Perón mientras Aldo envuelve los soldaditos y yo me vuelvo loco de impaciencia; entonces de vez en cuando me escapo a mirar los juguetes lejos del mostrador pero no me robo ninguno. Papá me compra soldaditos pero nunca me compra tanques de guerra ni botes de goma inflables de estampado camouflage ni jeeps. Necesito transportes. Entonces se los robo a mi primo Tato Veiga los domingos, cuando vamos a la casa de mi abuela en San Pedro. Los escondo —de a uno por domingo— y me los traigo a Baradero sin que nadie se dé cuenta debajo del asiento de papá en el Chevrolet ’51. Entonces juego a que la batea llena de agua es el mar y mis soldaditos de plomo tienen transportes terrestres, acuáticos y anfibios. El domingo pasado a mi primo Tato le afané una moto con sidecar. Caben dos soldaditos, pero no tengo ninguno sentado. Tengo que afanarle algunos de esos también. Un día alguien se va a dar cuenta, pero no importa porque le voy a echar la culpa a mi primo Juani o a Guille que son más chiquitos y listo, total como cuando se den cuenta y me descubran eso va a ser en Baradero —en San Pedro ni se van a enterar.
Bueno, mamá me lava la cara, las manos y me peina con un poquito de gomina Brancato de papá. Un poquito nomás para que el jopo no me quede muy duro. Si con los dedos trato de despeinarme (siempre lo hago) después de que mamá me deja en la escuela número uno, la gomina Brancato ya seca se transforma en una especie de caspa gigante, o entonces en algo igualito al jabón Lux en Escamas que mamá usa para lavar la ropa más fina (ella dice “delicada”). También lava sus camperas delicadas de lana mohair o angora en una palangana de chapa esmaltada color beige y fileteada en marrón, pero en vez de agua y jabón para eso usa bencina. Agarra y le echa dos litros que vienen en botellas de un litro cada una y que papá tiene almacenadas en el depósito del fondo de la joyería, adentro de un armario de acero donde tiene también un revólver Colt Police 38mm y otro que no me acuerdo de qué marca es, pero calibre 9mm. Las balas del nueve milímetros, en vez de proyectiles de plomo tienen unos color rojo que no sé de qué metal son. Esos revólveres se los compró a René Chabaud —el armero Yabó o Chabó, según cómo el hombre que diga su nombre lo pronuncie. Es el marido de una mujer hermosa pero machona que algunos dicen que es su hija, y que se llama Pepita la Pistolera. Papá usa la bencina para sumergir las máquinas de los relojes pulsera en sus tanques lavadores. Allí les da el baño. Ese es el primer paso del “repaso general”; una especie de service que hay que hacerle a los relojes Omega, Girard Perregaux, Longines o Patek Philippe que vende en la joyería, cuando ya se les ha vencido la garantía. Si todavía están en la garantía los manda directo a Buenos Aires, cada uno al “servicio oficial” de la marca que corresponda. A veces me lleva con él a las joyerías de la calle Libertad, en Buenos Aires.
Lo que más me gusta cuando vamos a hacer diligencias a Buenos Aires, es comprarle relojes con papá a Martín Karadagián. Es igualito a cuando aparece por televisión en Titanes en el ring, pero en general en su Joyería Armenia de la calle Libertad a media cuadra de la avenida Corrientes, el luchador de catch está vestido de traje o de camisa de mangas cortas, y entonces hace músculo y me deja tocarle los biceps para que vea. Eso me pone nervioso porque son duros como hierro, y él y papá se ríen y yo le miro la barba. Una vez me dejó que también se la tocara. No era pinchuda; parecía una de las brochas de pintar paredes que venden en la parte de pinturería de la ferretería de Oscar, Walter y Cacho Willi. Pero después Karadagián y papá se ponen a conversar de Perón y yo me aburro. Si no vamos a Buenos Aires, a los relojes que van al service papá se los lleva al comisionista Formica, que es el papá de Mario y Toscanito Formica. Papá dice que el comisionista Formica es casi ciego. Toscanito me enseña a tirar con su rifle de aire comprimido Churrinche y cuando ya sé tirar bien papá me compra un Maheli Master 5.5mm en lo de René Chabaud o Chabó o Yabó, el armero francés marido o papá de Pepita la Pistolera. El Churrinche es solamente 4.5mm. Años más tarde Toscanito Formica se mata en un accidente al volante del auto de su papá, un Kaiser Carabela negro brillante con interior rojo, hermoso. Pobrecito, mi amigo grande Toscanito que me enseñó a tirar con el rifle de aire comprimido Churrinche y se mata en el auto, como también muere mi otro amigo grande, el Guinea Genoud (este apellido es francés pero suizo francés, una mezcla, pienso yo). Pobre Guinea, viniendo de San Pedro en los puentes de Tala se estrella contra las barandas de cemento de uno de esos puentes angostos. CUIDADO PUENTE ANGOSTO, dice un cartel amarillo con letras negras que hay antes de cada puente. Al final encuentran el auto hundido en el agua, creo. Después me entero que la mamá es La Señora Fernández de Genoud, mi profesora de historia del secundario en el Ferrari. Siempre llora en el salón cuando hablamos de Guinea, mi otro amigo grande muerto. Era lindo y tenía muchas chichas, como todos los Genoud. Los Genoud son los dueños de la Concesionaria IKA, que quiere decir Industrias Kaiser Argentina. Venden autos cero kilómetro. Enriquito Genoud es el novio de mi hermana Pupi y salen conmigo a veces en Mar del Plata y en Baradero, pero dura poco. Viene a casa y mamá le sirve whisky como yo al Cheyene, pero mamá no tiembla ni un poquito cuando le sirve whisky al novio de mi hermana Pupi, Enrique Genoud. Se lo sirve con tres cubos de hielo en uno de los tumblers pesados de cristal tallado a mano que me encantan, pero por desgracia no son para tomar Coca-Cola.
El comisionista Formica trae los relojes de vuelta la semana siguiente. Vamos a la noche a buscarlos a su oficina que es en el garaje de su casa y está siempre llena de paquetes de encomiendas porque Formica trae todo en el tren de la noche porque es comisionista y los comisionistas hacen eso. Viajan y traen paquetes. A veces al comisionista Formica papá también le encarga merluza o langostinos porque en el pueblo no hay pescado de mar ni pescadería. Solamente pasa el pescador; un hombre joven, grandote y medio gordo con rulitos medios rubios. Lleva al hombro un largo palo redondo de madera, como una vara, con los pescados colgados desde cada punta hacia el medio, bagres, sábalos y a veces algún dorado o un surubí. Me encanta porque los pescados van atados con juncos del río, de verdad. Cada junco entra por la boca del pescado y sale por la agalla, y las dos puntas están atadas arriba, alrededor del palo, más o menos como si fuesen las cintas de las trenzas de mi hermana Pupi. El pescador camina con el palo al hombro, una mitad del palo adelante de él y la otra mitad atrás, con todos los pescados colgando —igualito a como se ve en los grabados chinos o japoneses antiguos que hay en los jarrones de porcelana enormes que papá vende en la joyería; no sé. Nosotros con los chicos de la barra pescamos con lombrices en la bahía del Regatas, pero pican mojarritas y bagres nomás, y muchas veces una viejas del agua asquerosas que o tiramos de vuelta al agua o las matamos pisándolas bien fuerte arriba. Muy de vez en cuando por ahí nos ligamos un sábalo blanco hermoso, chiquito pero hermoso. Me gusta mucho más el sábalo que el bagre, primero porque es blanco en vez de amarilento como los bagres, y segundo porque tiene una cabeza puntiaguda, medio triangular como una flecha, no bocona y ancha como la del bagre. Y eso para no hablar de las viejas del agua. No sé por qué pero siempre pienso en las viejas del agua como una cruza de gallina con sapo. El pescador grita ¡Pescaoooo!, entonces se abren algunas puertas y la gente sale a la calle a comprarle. El surubí es tan grandote que lo va vendiendo de a pedazos hasta que se acaba. Me fascina el surubí porque su cuerpo es a lunares negros y grises, medio como si fuera un pescado leopardo. Y uno puede freir solamente la piel. En el futuro me voy a dar cuenta de que la piel cocinada así se parece al bacon frito. En fin; después al pescador una mujer lo acusa de una cosa que papá no me sabe explicar muy bien y al pescador se lo llevan preso. Papá dice que el pescador fue preso por algo que no hizo. Dice: «La víctima era él». Yo no entiendo. Mucho tiempo después parece que lo sueltan porque el pescador anda de nuevo por el pueblo. Pero se ha vuelto loco o estúpido y en vez de abrir la puerta de la joyería y gritar “¡pescaooo!” como antes, ahora abre y pide limosna. Papá le da de vez en cuando; otras, le dice “hoy no”. Entonces el pescador que no vende más pescado cierra la puerta y se va a pedir a otro lado. Muchas veces viene borracho y a mí me da pena —o vergüenza, como cuando no alcanzo a esconderla y alguien me ve la mamadera que todavía tomo a pesar de ya estar grandecito.
Papá limpia y arregla los relojes porque los clientes le pagan para que haga eso. Mamá pone los dos litros de bencina en la palangana y después mete adentro dos o tres delicadas camperas de lana mohair o angora y las aprieta con las manos, como si exprimiese unas esponjas, y la bencina se va oscureciendo hasta ponerse color gris cada vez más oscuro. Cuando el color no se oscurece más, mamá dice que las camperas ya están lavadas y limpias. Las manos le quedan blancas y escamosas como si se hubiese puesto cal o leche y se hubiera secado ahí. Ella dice que es porque la bencina reseca la piel; por eso se las frota con la misma crema Ponds D que usa en la cara y en el cuello todas las noches antes de irse a dormir, después de desvestirse, y todas las mañanas cuando se despierta, antes de vestirse. Mamá nunca se lava ni se peina ni se pone sus cremas en la batea de la cocina. Eso lo hace en el baño de arriba, donde están nuestros dormitorios. En la batea esas cosas de higiene solamente nos las hace a mi hermana Pupi y a mí. A Pupi no solamente le lava la cara en la batea; también la peina dividiéndole el pelo con una raya al medio bien marcada con el peine grandote de carey y después le hace dos trenzas igualitas igualitas igualitas, una a cada lado de la cabeza. Al final termina atándoselas a cada una con un moño enorme hecho con una cinta azul marino que combina justito justito con el uniforme del Instituto San José, adonde va ella. Yo voy a la Uno, ustedes saben. Las chicas van a Las monjas y nosotros a la Uno. En la Uno también hay chicas, pero creo que son peronistas. A mi hermana Pupi las trenzas le quedan colgadas una a cada lado de la cara, como a las chinas que bailan zambas y cuecas en la Peña La Chaya de San Pedro, pero la mujer de mi tío Nito —mi tía Olga— se hace siempre ella misma unas trenzas como las de mi hermana Pupi, pero son mucho más largas y gruesas y después se las enrosca en dos rodetes y se los aplica con invisibles, uno a cada lado de la cabeza casi sobre las orejas. Es por eso que con mi hermana Pupi y mis primos Rauli, Guille, Juani, Goli, Antoñito, Tato —y hasta con Juancho y Lalo Mir (sí, ese que en el siglo XXI es uno de los más grandes speakers-performers del medio radial argentino)— que son nuestros vecinos de la casa de los abuelos en San Pedro, en la calle Pellegrini 450, pero ellos viven en la cuadra siguiente, casi al lado del Club de Pelota—. . . me pierdo: Como iba diciendo, con todos ellos a la tía Olga la llamamos “la tía de los teléfonos” por esos dos rodetes que se trenza sobre las orejas.

Tía Olga es muy joven —y preciosa. Una vez que mi tío Juan había bebido en exceso (creo que se dice así), le oí cuando le decía bajito bajito a mi tío Antonio algo sobre la bondad de tía Olga. Algo como de que era rebuena, o algo así. No entendí bien. Pero es verdad: tía Olga es muy dulce y cariñosa con nosotros y en especial con mis primos, sus hijos: es re buena. No debe ser como la tía Elvira, mamá de mis primos Tato, Goli y Antoñito, que usa anteojos, es muy seria y mamá dice que a veces es un poco demasiado estricta como madre. No sé si a mis primos Mariano, Martín y Alejandra —los hijos de tía Olga— les gusta cuando la llamamos a su mamá “la de los teléfonos”. Pero estoy seguro que les encantará si se enteran de que cuando tío Juan ha bebido en exceso se da cuenta de que tía Olga es rebuena, o algo así. Pero algo no está bien, porque cuando tío Juan dice eso de que tía Olga es rebuena, o algo así, mi tío Antonio lo mira serio y le dice «¡Shhhhhhhh!». Tio Antonio es martillero; tiene corralón de remates, tiene una feria de ganado y tiene campo y animales. Ahora, tía Olga es casada con tío Nito, mi tío gaucho. Este es el que cría caballos de pelajes raros y los doma él mismo; y también cría perros collies de raza pura y fino pedigree, y tiene vacunos y lanares; yerra caballos y los marca, y también marca a los terneros y además capa y cuerea y achura de todo. Tío Nito es muy macho y mi héroe. Además mi tío Nito Veiga y mi tía Olga Gómez de Veiga —dicho sea de paso, ella es ex atleta de la U.E.S. de Buenos Aires, esa institución que creó Evita Perón, de donde, si no me equivoco, sale el material humano fundacional de la Juventud Peronista y creo que es por eso que mi abuela a mi tía Olga mucho no la debe querer, pienso yo—. . . pero sigo: lo que iba a decir es que tío Nito, tía Olga y sus tres hijos viven en el único palacete francés de San Pedro, un castillo Art-Nouveau que trajeron desarmado desde Francia, oí decir. En el futuro hasta placa de la Sociedad Histórica le ponen; es medio como que un monumento nacional, me parece; que sé yo.

Ya la familia de papá, los Pezzini, está compuesta de joyeros casi en su totalidad. Las únicas dos excepciónes son, una, tío Rogelio, un hermano de papá que es un artista tan delicado que acaba viviendo en París y viajando por Francia para dominar la técnica porcelanística de Sèvres y Limoges, ciudades en cuyos talleres escultóricos trabaja siguiendo la tradición de aprendizaje de las loggias medievales —y la Capodimonte italiana, claro. Así se transforma en alguien que además de pintor y escultor, es también porcelanista y miniaturista. Mi hermana Pupi tiene una Entrada y consagración de la Primavera en biscuit de porcelana, tan enorme que casi no cabe sobre su bargueño. El escultor porcelanista que la hizo es tío Rogelio. ¿Quién más, si no, eh? Tío Rogelio es uno de los únicos, tal vez el único, biscuitista auténtico que hay en Argentina. La otra excepción a la tradición joyera de la familia Pezzini es mi tía Lilí Pezzini de Delas, también hermana de papá. Es de Casilda, Santa Fe, una concertista de piano tan extraordinaria que en la década del cincuenta es presencia radial casi constante. Su especialidad es Chopin. Más tarde decae y por último entra en la insanidad mental. Muere insana. Papá escucha Les Polonaises y se le llenan los ojos de lágrimas. Siempre. Pero el resto de todos los otros hermanos son joyeros, como les dije, igual que mi abuelo Don Giuseppe Pezzini, el joyero patriarca que trajo la profesión familiar desde Ancona, en Italia, sobre el Mar Adriático. Inclusive mi tía Iris Pezzini de Paulucci, hermana de papá, tiene su joyería en Rosario, como el hermano gemelo de Papá, tío Oscar: joyería también en Rosario, frente a la Plaza Pringles. Pero ser joyero a veces es algo trágico. A mi otro tío Joyero, Pepe Pezzini —otro hermano más de papá—, lo mata a tiros durante un asalto un pibe de dieciséis años, dentro mismo de su joyería de la calle principal de Villa Constitución —esa ciudad portuaria en el límite justo de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. Absolutamente todas las joyerías de la familia se llaman Joyería Pezzini. Pero no son sucursales sino comercios independientes: cada uno tiene el suyo, me explica papá.
Pero decía que como me da vergüenza que sepan que todavía tomo la mamadera la escondo debajo de la cama cada vez que alguien sube las escaleras. La verdad es que cada vez que alguien sube las escaleras a mí me da un poco de miedo, porque ya sucedió más de una vez que la que sube es María Barman, la enfermera esa a la que le tenemos terror todos los chicos. Yo estoy enfermo y el doctor Daneri viene a verme. Me mete un termómetro en el agujero de la cola pero no digo nada porque no me duele. Le dice a mamá que yo “estoy volando de fiebre”, pero eso es mentira porque yo no vuelo nada. Estoy bien acostado, tapado con la sábana, la frazadita celeste con los bambis color crema y mamá hasta me ha puesto la mañanita de lana bien suave color amarillo patito cubriéndome los pies, esa mañanita que tejió mi abuela doña María Maggetti de Pezzini en Casilda, Provincia de Santa Fe, donde viven mis abuelos papás de mi papá; no como los abuelos papás de mamá, que viven en San Pedro, cerquita de Baradero. Pero igual; el doctor Daneri mentiroso con su cantito cordobés le dice a mamá, “M’hija, este chico vuela de fiebre”. Me hace sentar y le pide a mamá alcohol y una toalla. Se refriega bien las manos con alcohol, me frota un poco la espalda con eso (¡está helado!), me pone sobre “las espaldas” (¡ufa!) el paño de hilo blanco muy fino que mamá guarda para esas ocasiones especiales y me hace respirar y toser varia veces “¡Respirá, m’hijo!”… “¡Tosé!” … “¡Respirá, m’hijo!” … “¡Tosé!” … etc. Después me hace acostar de nuevo. Se enjuaga las manos con alcohol y se las seca con esa especie de toalla que les dije, hecha de hilo y bordada a mano en bastidor. Saca una libretita del bolsillo de su saco de tweed gris y sobre la cómoda de caoba estilo victoriano de mamá escribe una receta que es imposible leer. Miente cuando dice que vuelo de fiebre y miente cuando finje que escribe algo. No se lee nada. Pero mamá igual lo llama a papá y le dice que cruce con la receta con garabatos ilegibles que no significan nada a la Farmacia Italiana de Carlitos Degese para comprar el remedio. Después, sucede que el doctor Daneri y mamá bajan las escaleras hasta que sus voces van disminuyendo y no los puedo oír más —pero es así que por otro lado más tarde la enfermera María Barman sube las escaleras con el remedio que compró papá y sin decir “¡agua va!” me encaja una inyección en el cachete de la cola. No me acuerdo más en cuál de los dos cachetes es que me la encaja, pero esa sí duele. Mucho.
Para observar a mamá ponerse sus cremas Ponds D y acicalarse toda, me siento sobre la tapa cerrada del inodoro. A mí me gusta mirarla bien mientras se hace todo eso. Se lava y se pone las cremas y se peina mirándose al espejo que hay sobre la pileta del baño de arriba, que tiene dos postigos también con espejo para poder verse bien ambos lados de la cara. Ella se bien mira los dos lados. Está vestida con tan solo una enagua de raso de cuerpo entero, color cremita rosado casi color piel, con breteles bien finitos en los hombros y puntillas de encaje en el escote y en el ruedo de la pollera corta, más arriba de las rodillas. La puntilla de encaje le roza el comienzo de los muslos. No tiene las medias puestas y creo que tampoco tiene puestos ni el corpiño ni la bombacha, entonces a mí me parece que está mucho más. . . no sé, . . . frágil. . . delicada —esa palabra que le escucho decir tan solo a ella. . . a mi mamá, que se llama Herminda Veiga de Pezzini. Herminda con H, se llama. También hay sin. No sé cómo describirlo porque todavía soy muy chiquito y encontrar las palabras justas me cuesta mucho trabajo, pero me parece que cuando está así y en ese momento —sola conmigo en el baño, arreglándose— está mucho más cerca de mí que cuando está lista y toda bien arreglada. Vestida, peinada y maquillada, ya en el negocio, la veo también allí, en su trabajo. Inmersa en los libros de contabilidad, mamá, con su lapicera de mojar, tinta azul Pelikan y letra linda, día a día va escribiendo la historia de la plata de papá. La observo: inclinada para hacerlo, apoya sus delicados brazos color marfil sobre los cristales de una de las vidrieras repletas de relojes y alhajas de oro, plata y piedras preciosas de la Joyería Pezzini.
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New York University, viernes 23 de marzo de 2018

Ilustraciones:
El narrador, cuando todavía tomaba la mamadera.
Hebilla del cinturón del uniforme que usaba el narrador en la Armada Argentina.
De pie: Goli, Tato, Pupi, Huguito, Rauli
Sentados: Antoñito, Guille, abuela, abuelo, Juani
El palacete Art-Nouveau francés de la familia Veiga.
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