En un momento de profunda polarización política y social, la homilía del arzobispo Jorge García Cuerva, titulada “Contra los que odian”, resonó como un llamado urgente a la reflexión colectiva. Con un mensaje duro y contundente, la Iglesia católica argentina apuntó directamente a la grieta que el presidente Javier Milei y otros actores políticos han exacerbado, denunciando la violencia discursiva y el “terrorismo en las redes” como males que corroen el tejido social.
García Cuerva no eligió la ambigüedad: advirtió que “hemos pasado todos los límites” y que la descalificación y la agresión se han vuelto “moneda corriente”. Sus palabras no son solo una crítica al Gobierno, sino también un espejo para una sociedad que, en medio de la crisis, parece haberse acostumbrado al enfrentamiento como norma.
El tono de la homilía sorprendió por su firmeza, pero también por su oportunidad. En un contexto donde el discurso político se nutre de la confrontación permanente, la Iglesia—a menudo cuestionada por su silencio o tibieza ante los abusos de poder—decidió alzar la voz contra la degradación del diálogo. No se trata de una postura partidaria, sino de una defensa ética de la convivencia.
La advertencia del arzobispo debería ser un llamado de atención para todos: cuando el odio se institucionaliza, cuando se naturaliza la demonización del otro, la democracia misma se resquebraja. La grieta no es solo una estrategia política; es una herida que impide construir soluciones comunes.
Queda por ver si este mensaje será escuchado o si, como tantas veces, quedará ahogado en el ruido de la trinchera ideológica. Pero al menos, alguien lo dijo claro: sin respeto, sin límites, solo queda el abismo.
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