Che, loco; hace un toco de tiempo que no charlamos. Perdoname, flaco, es el virus de mierda este que nos ha tenido encerrados por un tiempo tan largo ya que temo que las que te cuento me van a estallar. Así de llenas las tengo. ¡Qué embole literal!

Como esto pinta medio como que sin fin, creo tengo que hacer un esfuercito más y reanudar la conversación, salga como salga y sea de lo que sea, por arcaico o absurdo que parezca porque si no, además de la parálisis cuarenteno-pandémica, acabaremos también en la mudez, y ese es un (son unos) estado(s) que mi cuerpo se recusa a aceptar o adoptar: Paralizado y mudo equivale a momia. Desde chiquito siempre fui quilombero y despelotado y no voy a empezar a cambiar ahora: “perro nuevo no… etc.”. ¿Estás en pedo? Ni en pedo. Eso sería, por otra parte, totalmente al pedo. Pero hay veces que eso no depende de uno: mirá Trump, sin ir más lejos. Paralizado y mudo desde antes de ayer. Yo, hasta ahora, y espero que también vos, me he venido salvando —justamente— de pedo. Ya tengo en mi haber cuatro hisopados negativos; te lo juro por la vieja.

Quilombero y despelotado, como te decía: no por nada en el rectángulo para comentarios de la maestra que había en la contratapa de mi Boletín de calificaciones de la escuela primaria —allá en la esquina de la plaza frente a la iglesia, la Número 1 amiguito del alma; fuimos juntos, ¿no?— las maestras, sin falla escribían: “Debe quedarse quieto”, “No debe hablar en clase”, “No debe levantarse del pupitre durante la clase” y otras pajereadas por el estilo. No se daban cuenta las minas estas de que mi comportamiento era de mi parte absolutamente inmanejable? Hoy es más que seguro que me diagnosticarían como sufriente de “Trastorno por déficit de atención e hiperactividad”, de “Comportamiento obsesivo compulsivo”, o tal vez hasta de “Trastorno bipolar” o, como creo que lo llamaban al comienzo: de “Síndrome ciclotímico”. De todos modos estos son todos rótulos encasilladores que de una forma u otra tratan de singularizar, darle titulo, a algunas manifestaciones de esas típicas y nada raras (pero nada comunes) personalidades infanto-juveniles rayanas en la antisociabilidad —y que acaban siempre en una receta de Ritalín o de otras “pastillas felices” (happy pills) similares.

¡Ah!, ¡no!, ¡claro, guevón! Me olvidaba de este pequeño detalle:  cuando vos y yo íbamos a la escuela, el nivel de nuestra medicina era todavía quasi-escolástico-medieval. Tecito de manzanilla con limón, ventosas, enemas, friegas de alcohol, lavaje de pies con agua caliente.  ¡Te recetaban cataplasmas de mostaza caliente y baños de pies de mostaza caliente también, hermano! Papá compraba esa yerba por kilo ahí nomás frente a casa, en la Farmacia Italiana de Carlitos Degese.

Durante las noches de todos los días en que alguna dolencia mía lo hiciese necesario, Papá llenaría la palangana esmaltada beige con ribetes azules, me sentaría sobre la tapa cerrada del inodoro y me haría poner ambos pies bien metidos y apoyados en el fondo en esa palangana.

Estamos ahí: papá la llena de agua caliente (que trae de la cocina en una pava gigantesca color bordó, también de hierro esmaltado a fuego), y entonces echa varios puñados de la mostaza que ha traído de la farmacia en una bolsa de papel blanco con el membrete FARMACIA ITALIANA. Me hace mover los pies para que la concocción se mezcle bien y por fin —usando la misma taza de lata (también esmaltada a fuego) en la que toma su mate cocido todas las mañanas— empieza a volcarme todo su contenido a partir de las rodillas. La infusión de agua y mostaza cae por mis canillas y pantorrillas hasta volver a la palangana —más o menos como el mecanismo de esas fuente de plaza en las que unos chorros salpican el cuerpo de cierta escultura y luego vuelven interminablemente al caudal de dicha fuente para reiniciar el mismo ciclo. Está recaliente el agua, tan caliente que mientras ese proceso acuático sucede sobre mis piernas no puedo decir con certeza si lo que siento es que eso me quema o me congela. Creo que vos entendés a cuál sensación límite me refiero, ¿no es verdad?

Papá pasa un largo tiempo —que a mí se me hace tan eterno como esta puta cuarentena— dándole y dándole a mis piernas con la taza y agregándole agua caliente a la palangana a medida que la original se va enfriando. Mientras tanto me distrae haciéndome preguntas burlonas sobre la marcha de mi escuela, las travesuras de mis amiguitos, mis golosinas favoritas, o regalos de cumpleaños y de navidad que por supuesto jamás me va a comprar.

Eso era cada vez que yo me enfermaba de bronquitis, creo, pero no estoy seguro; gripe seguro que no era. A menudo mamá o papá me diagnosticaba bronquitis —en general ambos y de común acuerdo. La bronquitis era tan común como el resfrío y no requería siquiera una visita al consultorio de la calle Aráoz del doctor Daneri, ya que la cura eran los baños de pies, el té bien caliente con limón y miel, y la prohibición de ir a jugar afuera hasta que mi mamá decretase que yo había retornado al estado de salud. Apuesto también que los baños de pies con mostaza se debían a un caso de bronquitis, porque que mis viejos eran capaces de jurar sobre la Biblia que el baño de pies de mostaza “descongestionaba” el pecho. Creían con fe ciega en este y otros esoterismos por el estilo. Entonces hablemos del par de veces (y aquí “par” por supuesto que no significa tan sólo “dos”) que mi hermana Pupi y yo nos agarramos lombrices. ¡NI SE TE OCURRA agarrarte lombrices, che! En esa grave oportunidad sí que se hacía necesaria una visita a la profesional adecuada para el caso: la curandera.

Vos entendés como procede la cosa durante la consulta, estoy seguro: Primero que nada la manosanta te mide el empacho sí o sí. En el centro mismo de una sala que se halla siempre en penumbras, te hace parar en la actitud de ese sujeto idiotizado por la cuarentena de la “plaga china” (así la llama el medieval Trump): paralizado y mudo, igual a una momia, como te dije (o como el  imbécil ridículo que en secreto te sentís en ese momento y situación). Con el dedo índice apoyado sobre tu esternón, vos tenés que sostener una de las puntas de una cierta especie de cinta métrica, digamos un centímetro sagrado, en el centro exacto de tu pecho. Centro mismo de la sala en penumbras, centro exacto de tu pecho: todo es una cuestión de equilibrio metafísico, lo justifico yo en silencio, ya suprimiendo mi descreencia y desconfianza para colaborar con el buen resultado del tratamiento. O sea, empezando ya a creer.

Desde unos seis o siete metros de distancia (no me acuerdo cuántos pasos daba en San Pedro mi tía María de Calzado, la única curandera de nuestro árbol genealógico) —mientras yo sostengo la punta opuesta de la cinta entre el dedo índice y pulgar de su mano derecha —, con ese patrón de medida la pitonisa se apresta a medirme el empacho. Ya antes ha caminado alejándose de mi pecho y portando su extremo de la cinta hasta hallarse a la cantidad mágica y exacta de pasos o metros que he olvidado. No obstante, es seguro que los pasos o los metros deben haber sido siete, ya que todo tiene que responder a una lógica de la magia o del esoterismo. Se persigna tres veces (¿ves? El número tres y el número siete, ambas son cifras tradicionales de la cábala y otros ritos oscuros y milenarios). La cosa es que al fin del retroceso de la bruja cada uno de nosotros dos, ella y yo, tenemos una de las puntas de la cinta, ahora tendida y tensa. Ella dice entre dientes un conjuro —puede que sea un padrenuestro (según a cuál bruja te lleven tus viejos; esa que les haya recomendado alguna tía, algún gaucho del vecindario o alguna chusma sabia del pueblo). Puede que la matrona diga algunos versos camperos que sin duda invocan tanto al Altísimo como a la Pachamama, a veces tal vez al mismísimo Mandinga.

La vieja coloca su extremo de la cinta en su codo y a partir de ahí comienza a “medir” la cinta misma por brazadas (la de tía María es roja y del ancho de un centímetro de costurera), cada una desde el codo hasta la punta de sus dedos de ese brazo. Después de esa primera brazada, la hechicera agarra ese pedacito de la cinta que los dedos han marcado con precisión milimétrica, coloca ahí una vez más el codo y a partir de ahí mide una segunda brazada, y de nuevo encaja el codo en ese punto para recomenzar la operación de avance, una vez más en busca del nuevo largo de cinta que la punta de sus dedos determina. En cada una de esas mediciones de codo a punta, la manosanta repite su sagrada plegaria, y así paso a paso y brazo a brazo avanza hasta alcanzar mi cuerpo.

Medio como con la precisión que marca una varilla medidora el nivel de aceite de un motor, o del metro vertical de madera que mide la altura del río en el muelle del puerto, a un diagnóstico de “Sin empacho” lo determina el cero perfecto de la medición. Ese resultado saludable sucede cuando al fin de la medición la punta de los dedos de la curandera acaba tocando mi propio dedo, ese que sostiene la cinta en el centro exacto de mi pecho. Pero si ella acaba con su mano centímetros arriba de mi dedo, cerca de mi cuello, digamos, ¡cagué! ¡Estoy empachado! Alguna vez ya la curandera ha acabado tocándome la mandíbula, ¡tal empacho tenía yo en esa oportunidad!  

OK, entonces estoy empachado: La curandera le pasa a mis viejos la receta de un brebaje que tendré que tragarme en forma de infusión o “toma”, como ella lo llama. Indefectiblemente, bien lo sé, será una mierda intragable, en el peor de los casos, vomitiva. El problema, hermano, es que no me han traído a la sala oscura por el empacho, no te olvidés, ¿eh? No. Vinimos a la curandera porque un día —medio distraído y sin preocupación— al levantarme del inodoro le fui a echar ese vistazo rápido y de rigor que antes de tirar la cadena toda la humanidad le da a sus propias excreciones corporales y con horror divisé unos hilitos blancos que se asomaban a la superficie de mis soretitos … y ¡se movían!. Te agarraste las lombrices, pibe. En medio del ataque de pánico llamé a los gritos a mi vieja: vio los bichitos, ergo, esta visita a la curandera.

Mi curandera, Doña Jacinta, es en y de San Pedro —tal vez recomendada e indicada por tía María (me pregunto si consultar a una parienta constituirá un “conflicto de interés” y es por eso que vamos a Jacinta en vez de ir directo a tía María ). Doña Jacinta vive en un ranchito más allá de los silos areneros de mi tío Juan (nada menos que el marido de mi tía María, la curandera), en el barrio de Las canaletas y es allá adonde nos dirigimos y en donde sucede todo tal como te lo estoy contando.

Mamá da unas palmadas frente a la entrada de la casa y esta mujer vieja y arrugada como un pergamino, nos recibe de un modo serio y directo. Con esto, trato de expresar de la forma más sintética posible un modo de comportamiento muy deliberado y factual que en inglés se formula diciendo in a matter-of-fact manner; espero que lo entiendas y puedas visualizarlo, que comprendas cómo actúa esa vieja curandera tan segura de sí misma.

Mamá y ella intercambian palabras que —aunque sobre mí— por ser un pendejito apenas, no me atienen. Estoy mirando a mi alrededor, curioseando los detalles del hogar de la curandera, cuando me llama y sin demora y sin explicaciones previas (ya dije que la vieja es muy matter-of-fact), me mide el empacho, tal como te lo narré. Y, como ya también sabés, resulta que estoy MUY empachado. Me va a preparar un té para que me lo tome ahí mismo, sin demora, antes de cualquier otra cosa. Es i-m-p-e-r-a-t-i-v-o.  

Mientras el agua se hierve y las hierbas se cuecen a fuego muy bajo, Doña Jacinta se aboca entonces al punto central de nuestra visita: mi infestación intestinal de lombrices. Me hace levantar los brazos y arquearme en una especie de flexión hasta donde alcance con mis dedos la parte baja de mis piernas sin flexionar las rodillas: Consigo llegar hasta el empeine de mis pies. Me hace permanecer en esta postura y me observa de frente, de perfil y de atrás, como si yo fuera una escultura griega en venta en la Sotheby’s y ella uno de esos millonarios árabes que pululan gastando petrodólares en Londres. Me pasa las manos por la espalda, por los hombros y la cabeza (*no tengo ningún cartel que diga “Please, do not touch!”, así que la vieja me mete mano). Me lleva entonces hasta un rincón donde hay una especie de sofá-cucheta y me hace acostar boca arriba. Me tantea todo el vientre y apoya su oreja en la panza con su dedo levantado para indicar ¡silencio! Sólo se oye llegar de la cocina el quedo burbujeo de la tomita que me hará tragar.

Me hace levantar y va a buscar el té. Mientras disimulo el asco y lo voy tomando sorbito a sorbito, ella le pasa a mamá las instrucciones para mi cura de las lombrices (se las hace escribir en una hoja a mamá misma, mientras Doña Jacinta dicta) .

Listo. Ahí está la receta: son cataplasmas de ruda macho y ajo, ambos crudos y molidos todas las noches y una infusión de los mismos ingredientes, ahora cocidos y colados (es decir, hervidos en agua que luego se colará) todas las mañanas en ayunas.

Escucho horrorizado que tendré que tragarme un vaso lleno hasta el borde de ese veneno para lombrices, todas las mañanas durante la semana que pasaremos en casa de los abuelos (digo ‘pasaremos’, porque somos mi hermana y yo: ambos estamos plagados de los mismos parásitos; todo lo que te cuento es válido para ambos, pero lo hago en primera persona para simplificar las cosas y hacerlo personal, como siempre).

La abuela oficia de enfermera y administradora del tratamiento medicinal.

 ¡Te imaginás en medio de la asquerosidad y el olor nauseabundo que somos obligados a dormir noches enteras, con el pecho y la panza cubiertos por una gigantesca cataplasma maloliente —llena de ruda y ajo molidos y machacados— durante todas las noches de una semana completa. ¡Domingo a domingo!

Una vez que por fin el cansancio y el asco me duermen, me doy vuelta y parte del relleno se sale de la cataplasma casera, y la pasta de ajo y ruda macho se derrama sobre la sábana. Acabo durmiendo sobre este horror impregnando mi cuerpo y la sábana de abajo.  ¡Puaj!. Aunque la abuela vuelve tres o cuatro veces durante la noche para controlar la marcha del tratamiento; me seca con una  toalla, sacude la sábana y me reposiciona en la cama—y a la cataplasma sobre mi cuerpo— ni bien me duermo me doy vuelta otra vez y me hallo en la misma situación desesperante.

Así se pasa cada noche.

A la mañana mi abuela me despierta tempranísimo, a una hora hasta ahora desconocida para mí, porque tengo que tomarme el mejunje de ajo y ruda macho. La abuela me despierta con un vaso grueso de vidrio irrompible lleno hasta el borde de un líquido amarillo oscuro o verde pálido, lo que sea, tibio y asqueroso. De su propia mano abuela me obliga de forma irrenunciable a tragarlo, apretándome la nariz con dos dedos para que no le sienta el olor ni —en teoría absurda, al menos— el gusto. En estas situaciones la abuela es más brava y efectiva de lo que mi vieja jamás se hubiera atrevido a ser, más brava aún que mi temido y admirado tío gaucho —el hermano de mamá, Don Nito Veiga; el terror de todos los niños de la familia, incluidos sus propios hijos. ¡Joda, el hermoso y magnífico tío Nito!

Es así: mi abuela me levanta apenas cantan los gallos en los gallineros del fondo, porque ese coso vomitivo que me tengo que tragar en ayunas debe permanecer en mi estómago vacío durante tres horas. Solamente después de ese tiempo coincidente con el de la prohibición de nadar después del almuerzo (la cifra mágica de tres horas, ¿ves? Eso es todo parte del dogma de la sabiduría popular, macho, la doxa), la abuela me servirá un delicioso desayuno de café con leche con pan sampedrino (¡tan distinto del también delicioso francés de El Vasquito, allá en el ahora lejano y añorado Baradero!).

Pancito cortado en rodajas tostadas para untar con manteca y la jalea de duraznos que la abuela misma hace todos los años en la cocina, después de la cosecha. Varios jarros gigantescos lo guardan en los armarios de madera del comedor diario, y también en las alacenas de todos los hogares de todas las mujeres de la familia. Quilos y quilos de azúcar y varios cajones de duraznos provenientes de los montes riotalenses de tío Salvador Coma (y pequeñas bolsitas de tela de lino llenas de cal viva en polvo fino) pasan por las manos de mi abuela y de sus hijas —mis tías— y por sus ollas de hierro descomunales durante días para confeccionar ese dulce cuyo sabor y textura perfectas nunca más he vuelto a encontrar en ninguna ciudad del mundo. Te lo juro: es Néctar y Ambrosía del Olimpo sampedrino. Carlos Pellegrini 450, el hogar de mis abuelos.

Pero vuelvo al suplicio: al cabo de esos siete días llega el momento de la ‘toma’ final. Esta medicina (ahora comercial, no casera) viene en un sobre del tamaño de un pañuelo de bolsillo masculino plegado. Esta lleno de un polvo para disolver en un enorme vaso de agua: es un purgante cítrico muy fuerte y concentrado que me manda al baño una y otra vez, sin parar durante unas veinticuatro horas. Y listo. Curado. Milagro de la curandera Doña Jacinta, Matriarca Residente de la villa de emergencia del barrio de Las canaletas.

El último día en San Pedro es el de la segunda visita a la maga: entro una vez más al ranchito y me hallo de nuevo frente al cuadro de Evita, la estatuita de la Virgen de Luján y una foto ovalada y coloreada a mano de dos viejos que imagino sean los padres de la sacerdotisa Jacinta. La vieja me hace entrar y sin palabras previas me comienza a medir de nuevo el empacho. Por supuesto que esta vez da cero. Entonces me hace repetir los mismos movimientos esculturales y después me acuesta en el sofá-cucheta para oír mis murmullos estomacales-intestinales internos. También creo que esto da casi cero. Dice: “M’hijo, usté está casi curau

Me pone la mano sobre la panza y dice algunas palabras, se persigna (tres veces, te lo juro). A continuación me pone la mano sobre mi coronilla y declama más rezos. Por fin, le entrega a mi abuela otro sobre con la misma purga de antes y —mientras mi abuela se toma el mate que la chamana le ceba— esta última le explica que yo debo tomármela dentro de otras dos semanas, pa’ matar los último’ guevo’ eh las lombrice’

Mientras las dos viejas matean y conversan de tiempos idos, yo trato de distraerme mirando la televisión en blanco y negro que vive sintonizada en el siete (el único canal que existe), pero con el volumen en cero. En verdad, cuando describí este ámbito como “una sala en penumbras” lo hice así porque las dos veces en que aquí me hallé y me hallo la única iluminación provenía y proviene de la pantalla en blanco y negro de la TV. Está pasando el programa de cocina de Doña Petrona C. De Gandulfo. Ya es un plomo como tal, ahora imaginátelo sin sonido: más aburrido que chupar un clavo.

Quince días después, bebo la ‘tomita’ y paso otras veinticuatro horas corriendo de ida y vuelta al baño, el orto ardiéndome como fuego. A partir de ahí, créase o no, vuelvo a recuperar mi peso normal y retorna el rubor rosado a mis mejillas.

 Salud perfecta una vez más…, hasta la llegada de la próxima plaga.

 

_________________________________

Pleasantville, New York. Sábado 3 de octubre de 2020

Comentarios de Facebook