Por Gabriel Moretti
En las primeras décadas del pasado siglo, entre los muchos vehículos que circulaban por calles y caminos predominaban los conocidos como de tracción a sangre: sulkys, volantas, carros y chatas. Había uno entre ellos que llamaba la atención de nuestros vecinos: la chata de Navarro.
Don Nicolás Navarro era un personaje singular del Baradero de entonces: flaco, enjuto, manejaba una chata vestido con sombrero y traje bajo cuyo saco llevaba puesta una camiseta, y sobre ella una pechera con cuello. La chata era tan llamativa como su dueño:
según se cuenta, quizás con algún toque de fantasía, las cuatro ruedas eran desiguales y la marcha del rodado resultaba, como mínimo, curiosa.
Merece párrafo aparte el sistema de tracción compuesto por caballos que habían cobrado profusa fama en Baradero porque no frecuentaban el uso de sus mandíbulas en la tarea
de comer y eran, por lo tanto, tan flacos que podían contarse sus costillas sin dificultad alguna; esa situación había generado no pocas bromas entre el vecindario; si se quería describir la delgadez de alguien se decía “es más flaco que los caballos de Navarro”, y si
alguno jugaba al billar, haciendo referencia al verde del paño, se bromeaba pidiendo estar atento por si pasaban los caballos de Navarro; de igual manera se le decía a quien vistiera alguna prenda de color verde: “cuidado que no te encuentren los caballos de
Navarro”.
Hay otras anécdotas que tienen como protagonistas principales al trío conformado por la tan particular chata, sus famélicos caballos y su extravagante conductor, pero tal vez la más graciosa sea la siguiente. En cierta oportunidad, alguien dialogó con don Nicolás
Navarro de esta manera: “Don Navarro, ¿tiene hora?”; para responder, el interpelado tomó de la cadena su reloj de bolsillo, lo sacó muy ceremoniosamente, lo abrió y contestó: “son exactamente las 11 y 17”. Se asegura que el reloj de Navarro tenía una sola aguja.

Comentarios de Facebook