He desarrollado una resistencia muy fuerte para escribir.
Esta primera oración, que acabás de leer ahí arriba, es ambigua: tanto podría significar que puedo escribir durante horas y horas sin cansarme ni detenerme, o entonces que en estos días me cuesta muchísimo escribir. Apostale a la segunda, flaco. La mía hoy es esta última y bien que lo sabés: hace más de un mes que no publico nada en este espacio. Pero una vez ya «supo ser» también la otra, loco.
Conocí a mi tercera mujer, Luitgard, en un taller de escritura (‘in a writing workshop’, en la lengua de acá). Ella había nacido en Berlín pero se había formado en los Estados Unidos. Para todos los efectos, era norteamericana. En ese taller, Luitgard construía un libro de cuentos cortos cuyos dramas se escenificaban o en el medio culinario o en el de la prostitución —la comida y el sexo la apasionaban. Era una chef amateur que despertaba planeando los ingredientes para la cena del día. Ese despertar precedía un sueño relajado, postrero a intensos orgasmos: hacía el amor como una profesional. Su amor por la comida inspirara su mejor cuento, “Chicken Mole”, y su intensa libido parecía canalizar la energía de los dioses más decadentes del Olimpo. Sus textos eróticos eran épicos.
En ese taller, yo trabajaba en mi novela Paraíso tropical perdido (Tropical Paradise Lost). A pesar del título hacer referencia al poema religioso canónico inglés El Paraíso perdido (Paradise Lost), de John Milton, mi drama se situaba en Buzios y sus personajes eran una tribu de hippies.
¿Por qué te cuento todo esto? Claro, te lo cuento porque empecé hablando de la dificultad que he estado sintiendo para escribir en estos días recientes y de modo inevitable tengo que recordar a Luitgard y lo que juntos vivimos. Ella era la típica artista que “escribe con sangre”. Cada página le representaba horas de esfuerzo y dolor insoportable, casi físico. Esfuerzo y dolor tan intensos como su libido, pero en las antípodas. Todo párrafo que escribía completaba un tramo completo entre estación y estación de su Vía Crucis personal.
En contraposición y por aquel entonces, para mí escribir era algo natural, una vocación nacida en la escuela primaria y una fuente de placer tan exclusivo como el que Luitgard me daba durante nuestras noches neoyorkinas. Las palabras fluían a mis dedos “como agua de manantial”, sólo tenía que transferirlas a la página tecleando a la mayor velocidad que mi habilidad de estenógrafo al tacto me lo permitiese. Te lo juro por el de la azotea.
Esto sucedía a mediados de los años noventa del último siglo. Como escritor, yo todavía conservaba los mismos rasgos de inocencia de quienes están en su fase uno de fumadores de marihuana: aunque hayan vomitado un par de veces la primera vez, en general ríen con una pureza infantil y se pierden en el éxtasis de la audición de alguna melodía o en la contemplación extática de paisajes que serían intrascendentes en estado de sobriedad. La paranoia, la ansiedad, la angustia y los recuerdos más negros sólo comenzarían a asaltarlos a medida que pasara el tiempo y el faso de yerba los hiciera madurar con respecto a las posibilidades exploratorias inevitables e inesperadas que este último otorga. Con el paso del tiempo, comenzarían a adentrarse más y más en los intersticios laberínticos del subconsciente, y al fin afloraría el material crudo que generan los procesos mentales extrasensoriales. Para cualquier uno de esos loquitos imberbes, todo sería cuestión de tiempo y paciencia. Como bien lo expresa la frase coloquial brasilera que de modo magistral (es decir, con total naturalidad) citara el escritor noir-policial Rubem Fonseca en su cuento “El cobrador”: “Não perde por esperar” [No perdés (nada) por esperar]. A cada barba le llega su Philips. Esto se leía en un anuncio de afeitadoras eléctricas, muy popular durante la modernización electrodoméstica de mi juventud.
La directora del taller de esta historia era la escritora sudafricana Jenny Shute, una mujer tan mínima y magra como Twiggy, dotada de una belleza rara, casi caricaturesca. Su apodo bien hubiera podido ser Minnie Mouse. Ella misma participaba del taller a nuestro nivel: escribiendo. Había sido víctima y sobreviviente de un crash aeronáutico y la novela en que trabajaba estaba escenificada y partía de esa experiencia existencial extrema. Jenny Shute la escribía con una ambición tan desmedida en términos de alcanzar universalidad que la extensión de su artefacto literario final se inseriría en la categoría “mamotreto”. Además, su hubris desmedido (es decir, su ego desmesurado de escritora) le demandaba la creación de una arquitectura estructural tan compleja que cuando llegó el ataque terrorista masivo del once de septiembre de 2001 la novela estaba tan sólo al borde de la conclusión. Por desgracia del destino, el tema de aviones caídos y estrellados a partir de ahí se transformó en tabú. Tocar ese manuscrito quemaría las manos de cualquier editor, y ella acabó desistiendo de enviar su volumen a las editoriales. Jenny Shute acabó por abandonar cualquier esperanza de publicación.
Fue con Jenny Shute y con los otros siete u ocho participantes del writing workshop que salimos a celebrar durante la noche subsiguiente a la tarde final del taller de escritura. Abandonamos por última vez el salón del alto edificio de la City University of New York y caminamos por la avenida Lexington las seis cuadras que nos separaban de The Subway Inn, un pub irlandés pegado a las escalinatas de la estación 59th. Street-Lexington Avenue de la línea 6 del subterráneo neoyorkino. En ese pub se expendía la cerveza y el whisky más baratos de Manhattan. Entramos al bar atestado y en medio de la algarabía de la Happy Hour, todos empezamos a beber en proporción a la prodigalidad de esos precios. Cuando sonó la campana llamando a la última copa (the last call), apuramos nuestros tragos y de allí nos desbandamos. Luitgard se fue conmigo hacia Central Park, porque pocos minutos antes en la oscuridad polvorienta de ese pub yo acababa de besarla por primera vez.
Nos adentramos en el parque, caminamos todavía besándonos hasta llegar al lago vecino a mi hogar, The Pool. En el silencio y soledad de la alta noche, nos desnudamos y entramos de modo clandestino en las aguas.
Salimos del lago con los primeros vestigios del amanecer ya rayando sobre las lejanas copas de los árboles del East Side, el lado opuesto y oriental del parque. Vivimos nuestra emergencia de esa agua helada como la conclusión de una suerte de bautismo espiritual y sexual. Ese rito nos designaba un item (el término del slang inglés para nombrar a una “pareja informal”) y, como tal, nos fuimos a dormir en mi cama. Ese fue nuestro comienzo.
Tiempo después, cuando yo ya trabajaba con el objetivo de doctorarme en literatura comparada en New York University, Luitgard se mudó de su loft en Brooklyn a mi departamento de Manhattan.
Al unirnos bajo un mismo techo, lo primero que decidimos fue crear nuestro studio de escritores. Decidimos que nos instalaríamos a trabajar en lo que hasta ese momento había sido mi cuarto de huéspedes. Era el ambiente más ‘vacante’ de mi hogar. Para ese fin, retiramos la cama y las mesas de luz y las llevamos a la vereda de Central Park West (mi calle —y a partir de ese momento, nuestra calle) para que algún necesitado oportuno —o el camión de la basura— los recogiera. En ese cuarto quedaron tan sólo dos bibliotecas: per-fec-to.
Luitgard había traído de Brooklyn una enorme mesa vintage de madera de ley. La colocamos de forma longitudinal con respecto al rectángulo que constituía esa habitación y dividimos la mesa en dos mitades, por medio de una cortina que colgamos desde el cielorraso. Ésta era una persiana tailandesa hecha de cañitas de bambú atadas una a una à la horizontal con cuerditas de cañamo. Así nos dividimos la mesa, miti y miti para cada uno. El ambiente quedó separado en dos.
Nos sentábamos frente a frente, uno en cada cabecera de la mesa —ahora dos escritorios ocultos uno del otro por la cortina de bambú. Por supuesto que ésta era una obstrucción tan sólo visual, ya que para efectos sonoros seguíamos los dos juntos en el mismo cuarto compartido.
El souvenir de bambú y cáñamo que Luitgard se había traído de Tailandia ahora colgaba de nuestro cielorraso porque el mero espectáculo de mi presencia frente a ella mientras ella escribía —yo estaría haciendo lo mismo— le habría dificultado su tarea, tal vez impedido la ‘producción literaria’ por completo. Definitivamente: Luitgard era una escritora MUY neurótica.
Recuerdo de modo vívido que en el momento inicial de nuestra convivencia yo estaba tomando una clase sobre Borges con la académica argentina Sylvia Molloy —en ese momento la máxima autoridad en cualquier aspecto relacionado con nuestro escritor primordial. Me hallaba elaborando un largo trabajo a partir del cuento borgeano: “Hombre de la esquina rosada”.
Luitgard, a su vez y a la sazón estaba persiguiendo con tenacidad un Master en escritura creativa en Columbia University, cuyo campus distaba unas pocas cuadras de casa. No tengo duda de que esa cercanía había sido uno de los factores que impulsaron a Luitgard a dejar Brooklyn y venir a compartir su vida conmigo en mi barrio del Upper West Side. Muy práctico y conveniente.
Mientras yo me internaba y aprendía con ardor el intricado lenguaje (¡bah!, la jerga esotérica específica) y los posibles puntos de enfoque de la lectura, el análisis, la crítica y la teoría comparativas, Luitgard devoraba hora tras hora un abanico de literatura universal cuya envergadura me parecía descomunal. Cuando no estaba leyendo, ella suspiraba y resoplaba frente al teclado de su iMac. Habíamos comprado juntos un par de iMacs. iMac fue ese efímero modelo de computador que la Apple lanzó a fines de los años noventa. Tanto se asemejaba a al televisor Zenith antiguo de mi casa natal como a un intemporal juguete infantil de plástico colorido trasparente. El mío era gris; el de ella, azul celeste. Vos tal vez debés acordarte de estas maquinitas de Apple, anteriores a las sucesivas hegemonías del iPod, del iPad y del iPhone ¿No? En aquella década Nokia todavía regía las comunicaciones inalámbricas.
No sé si no teníamos, no usábamos o no nos colocábamos auriculares para oír música. Si lo hubiéramos hecho, habríamos amortiguado o silenciado los sonidos que generábamos ambos mientras escribíamos. Me repito: si lo hubiéramos hecho, Luitgard no hubiera sido obligada a oír mi tecleo incesante; ni yo el suyo, febril por momentos, pero cada ráfaga suya espaciada de la siguiente por largos silencios inmóviles, vacíos creativos cuya no-existencia informaban sus largos suspiros, lamentos inarticulados y el crujido que provocaba cada cambio frecuente de su posición física sobre la silla de madera y paja de mimbre en la que ella se sentaba.
La mesa de madera noble, la cortina tailandesa de bambú y cuerda de cáñamo, la silla de madera y paja de mimbre: como ves, su preferencia era todo lo natural y orgánico. Luitgard lavaba los platos con detergente orgánico que no hacía espuma y lo obligaba a uno a fregar la vajilla como un idiota (ella cocinaba, ergo, yo lavaba). Además de pulir las baldosas del baño con bicarbonato de sodio de modo encarnizado, Luitgard escribía poseída de una inquietud igualmente orgánica, pero en estado de irritación constante por las demandas corporales.
Para ella, en lo que respectaba de modo específico a su métier literario, la existencia física era un obstáculo que dificultaba su generación narrativa (todo y cualquier cosa dificultaba su generación narrativa). Articulaba sus historias en palabras que sin duda consideraba el aspecto más sublime de la encarnación de su identidad espiritual. La existencia de su espíritu en carne, por lo contrario, se hallaba en un plano inferior: el cuerpo en esos momentos era un puro impedimento: hacía de su sufrimiento durante la creación de cada párrafo el simulacrum del parto con dolor. Es de entender que mi comparativa placidez taciturna con respecto a mi cuerpo la irritaría. Yo fumaba un Gitanes sin filtro tras otro, tomaba café, agua o vino, comía galletitas y avanzaba en mi trabajo sin problemas, como una locomotora a todo vapor. Confortable con mi cuerpo, escribía de modo hedonista; puro cuerpo. Es decir, yo escribía al principio, y en principio, sin problemas. No supondrás que todo ese sufrimiento intelectual del otro lado de la cortina tailandesa no comenzaría en algún momento y de modo gradual a afectarme también a mí; ¿no? Por supuesto que sí. Nubes negras se cernían sobre nuestro pequeño espacio compartido.
Nuestro primer desentendimiento, entonces, fue en el plano de nuestro comportamiento intelectual. En consecuencia de ese ambiente tenso y sufrido, y de mi desconexión y egocéntrica ausencia de empatía por el sufrimiento de Luitgard (mea culpa; lo reconozco, egoísta hijo de mil putas), mi “Borges” comenzó a tartamudear, a hablar menos y menos, perdió profundidad, declaró algunas perogrulladas innecesarias para finalmente permanecer ocioso en la calma chicha del Mar de los Sargazos. Ahora yo sufría junto con ella. Inmóvil ante el espacio en blanco a continuación del último párrafo escrito (y que tampoco me convencía, de todos modos). A ese punto y de ahí en más —y durante más y más tiempo— mis propios silencios crecieron y se volvieron tortuosos. Cada jornada juntos en el studio era una tortura medieval.
Compramos The Artist’s Way, ese evangelio que se suponía salvador del artista bloqueado, y en la esperanza de redención todas las mañanas y de modo diligente Luitgard y yo escribíamos a mano alzada nuestras obligatorias “morning pages”. Sería necesario escribirte otra narración completa y por separado para explicarte qué es ese libro —El camino del artista, de Julia Cameron— y cuál su método y objetivo, pero basta que sepas que habíamos llegado hasta ese límite: acudir en pánico y desesperación al territorio “religioso de la literatura”. Tratábamos de escapar de ese daño que ahora nos infligíamos el uno al otro, sin reconocerlo. Estábamos rogándole al Higher Power ayuda para poder subsistir en nuestro oficio. La esperanza de existir como escritores convertidos, renacidos. Born-Again Writers.
Por supuesto que como pareja, ese proyecto sacro también fue un fracaso. Aunque esta materia que estás leyendo hoy sea la confesión de un marasmo creativo reciente y actual, por ventura ahora sé que es momentáneo: si estás leyéndome hoy, domingo 6 de diciembre de dos mil veinte, significa que sobreviví o renací como escritor, que conseguí recuperar mi fluencia. Sé que puedo escribir hasta sobre no escribir, tal como lo hago ahora y ya lo hice antes en otras oportunidades, en otros contextos, de otras formas. Pero solo.
Con Luitgard, nuestro proyecto conjunto estaba destinado al fracaso, a una muerte irremediable. A la postre, separamos nuestros rumbos. No quedaba otra. En Belleza terrible, escribí, “… fue a bordo de un Peugeot, recorriendo Francia en lo que debió haber sido nuestra luna de miel, donde mi tercera esposa y yo descubrimos que no nos amábamos. Su nombre era Luitgard, ‘Lulú: la de Berlín’, como a Bill le gustaba llamarla al bromear sobre mis muchas relaciones”.
Nos casamos en Naushon, la isla privada de su poderosa familia —que distaba unas pocas millas marinas del extremo de Cape Cod (Cabo Bacalao), en el estado de Massachussets.
Ese casamiento sucedió unos dos años más tarde con respecto a la época de los sucesos que he descrito hasta este punto. ¿Por qué casarnos? ¿No deberían los hechos que confieso arriba haber sido ya suficientes para alertarnos de que si no podíamos escribir lado a lado, mucho menos podríamos convivir lado a lado como marido y mujer? ¿Por qué no había sido suficiente prueba de nuestra incompatibilidad conjugal ese dificultoso y fracasado experimento en el plano artístico que neciamente insistíamos en continuar más allá de esa debacle?
Tan sólo ahora, mientras te cuento esta pequeña tragedia de la cual sin duda las Musas ríen desde las alturas de su excelso Parnaso, es que discierno la única respuesta válida a esos interrogantes que he enunciado: Teníamos que probarlo, sufrirlo en nuestra propia piel hasta el límite final. Aunque más no fuera para que el error se hiciese explícito en toda su plenitud.
Nuestra decisión de contraer matrimonio fue una insensatez tan absurda como la de la pareja ya casada que —con el propósito de resolver problemas insolubles de relación— en vez de divorciarse decide procrear. Nuestro casamiento fue una estrategia cuyo valor de necedad fue equivalente a la de esos dos insensatos que tuvieron que tener ese niño o niña para confirmar el destino fatal.
Luitgard y yo no procreamos nada. No nació nada ni nadie. Volvimos de Francia, y seguimos tratando de escribir, de cocinar y de hacer el amor por un tiempo demasiado largo (“… a leve impressão de que já vou tarde”, escribiera Chico Buarque de Hollanda a ese respecto).
Un cierto día pasamos horas recorriendo nuestras bibliotecas. Tratábamos tratando de distinguir cuáles libros eran de quién de nosotros dos para repartírnoslos. Luitgard colocó los suyos en varias cajas (sólo los míos eran unos dos mil), e hizo un par de maletas con sus ropas.
Partimos hacia Cambridge, donde vivía su familia.
Y allá la dejé.
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Pleasantville, New York. Sábado 5 de diciembre de 2020
En la fotografía, de izquierda a derecha: la escritora sudafricana Jenny Shute, yo y Luitgard, durante la noche final de dicho taller literario.
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