En la cocina de la casa, a las cuatro de la mañana tío Nito ya matea en su baja banqueta, construida de forma ascética por sus manos diestras a partir de una osatura vacuna y la piel de un animal holando-argentino. Raro artefacto de pelaje blanco y negro este mueble rústico en un rincón del hogar. Más extraño todavía considerando que dicho hábitat —casi a orillas de la laguna— es un palacete art-nouveau que a comienzos del Siglo XX fuera traído piedra por piedra desde la lejana Francia a la ciudad de San Pedro.

Ceba sus mates el gaucho en un asta de buey amarfilada y curva de corte chanfleado, sentado de bombacha plisada amplísima negra, ceñida a la cintura por la faja multicolor jujeña; calzan finas botas de cuero acordeonado sus piernas robustas, que descansan relajadas; la camisa de un gris pálido exhibe, semiabierta, el triángulo de piel bronceada del comienzo de los pectorales; y la boina vasca cubre la calva incipiente y joven. Con la vista enfocada en imágenes que deben ser, ciertamente, interiores, el hombre absorbe sus lentos y pensativos tragos de amargo por una larga bombilla de plata con virolas y boquilla de oro. Mientras, la radio permanece a bajo volumen —sintonizada en algún programa rural que otros paisanos madrugadores también escuchan. La guitarra de Yupanqui queja en un punteo la baguala. ¿No supo en algunas ocasiones tío Nito girar en zambas y zapatear malambos en La Chaya?

Mi tío, Nito Veiga.

En el campo, sea ya en el del San Pedro bonaerense o del entrerriano San José de Feliciano, tío Nito galopa en un alazán rodeado por una jauría silenciosa y fiel —collies de agudos hocicos y largos mantos brillantes como la miel; sangre azul refinada por su paciencia y cientificismo de criador de perros, y de caballos de pelajes raros. Sus animales corren en orden detrás de la yegua madrina que agita un cencerro Ciervo de bronce (tío los colecciona, y me ha dicho que ya posee todos los números) cuando —bajo el comando de este hermano de mi madre— desfilan por las calles de San Pedro, o aun por las de la vecina Baradero, junto a otros jinetes tan adustos como él: los Gasparetto y los Tapia, de la Peña El Resero.

A menudo me lleva a su biblioteca, contigua al hall principal del palacete. La luz del sol del atardecer se filtra y multiplica en colores primarios a través de los enormes vitraux que dan a la calle Carlos Pellegrini. Imagino a Linard Gonthier construyéndolos en la ciudad francesa de Troyes. En esa habitación, va a hablarme del desierto y la frontera; de fuertes, atalayas y zanjones; de tribus, malones, hogueras, caciques y cautivas. De partidas y patriadas; de milicias, de la soldadesca, la montonera, de caudillos —de mártires y de héroes. Otras veces me invita al boulevard, a caminar viendo el rojo atardecer reflejado en las aguas quietas de la laguna, para hablarme de Obligado, de Ayohúma; de Sarandí, de Ituzaingó, de la Guerra Cisplatina. Para hablarme de La Patria.

En las paredes de la biblioteca, un par de cuadros de dimensiones magníficas: fotografías en blanco y negro. Son retratos de Don Britos, un paisano de cara agrietada como un mapa de algún país de hidrografía inconcebible; su rostro circundado y enmarcado por un pañuelo que se anuda bajo el mentón, llegando desde su cabeza también cubierta por un gorro frigio, seguramente escarlata punzó. Ojos profundos como un abismo atroz, que quizás encierren toda la sabiduría de la especie. Es el Capataz, su capataz. El capataz de tío Nito: Don Britos, abanderado en los desfiles, asiendo las riendas de cuero crudo va bien sentado —de chiripá, calzoncillo cribado y botas de potro tan puntiagudas como escarpines medievales— sobre el lomo en pelo de una cabalgadura rosada de bajo porte pero que trota atravesada y mañosa, cabeceando altanera con la elegancia maleva y chúcara de aquella que no se retoba porque sabe quién la monta. Su mano derecha —nudos por coyunturas y callos por palma— empuña y aferra con orgullo enardecido la lanza de dura madera de la que flamea la Enseña de los Andes, aquella que cruzara las altas cumbres heladas acompañando al General San Martín.

Siempre en la biblioteca, mientras tío Nito me instruye, sigo mirando a mi alrededor. Argentíneos y auríferos metales preciosos: hay sobre su escritorio monedas de plata de variados diámetros y fechas de acuñación, y algunos porongos de orfebrería barroca en plata y oro —gordos como el Orbe los cálices vacíos, a no ser por las cinceladas boquillas, agazapados sobre su patas curvadas y acañadas, como prestos a saltar en busca de la yerba que los colme y justifique. Dos facones tan largos y afilados como rapiers galeses, descansan atrevidos y desafiantes sobre una mesita de nogal lustrado a espejo, aprisionados en sus vainas. Hoy los comprendo de acuerdo a la teoría sedienta, tendenciosa y atávica del alma de la daga —según me la expusiera Borges: “… otra cosa quiere el puñal /… sueña el puñal su sencillo sueño de tigre”. En un perchero inverosímil de elaboradas curvas tercas, descansan vanidosas sus rastras, abotonadas todavía a anchísimos cinturones —tiradores— incrustados de centenarios patacones de plata. Estos y aquellas sobresalen bajo un par de chambergos de ala ancha cuyas bandas de raso ostentan las aureolas tornasoladas del sudor que transpira el tío Nito ecuestre.

Pero lo que justifica dicha habitación y su nombre está en los estantes: la literatura, la poesía y el drama gauchescos, la geografía, el arte, la historia: meticuloso y articulado, tío Nito me señala los volúmenes de tapas de cuero del “nuevo” revisionismo de José María Rosa. Tío Nito me narra sus historias en el más puro argot criollo. Este hombre le ha conferido naturaleza auténtica a la intencionalidad vernácula de su habla: con un entrecierro de sus ojos brillosos que me indica una elección absolutamente consciente en su ironía, dice “naides”, “amalaya”; “aij’una”, me dice. Alguna que otra vez, si la rusticidad del relato lo requiere, dirá “haiga” y (como a sus propios hijos), me llama indefectiblemente “m’hijo”, o en los momentos de mayor dramatismo, “aparcero” (y soy un pre-adolescente, en el momento de esta tertulia a dos).

Años más tarde, debo andar bastante más allá de los veinte de edad, regreso a Argentina transformado en un hippie de los trópicos, de cabellos largos, barba tupida y lenguaje esotérico; al lado de una mujer signada a ser la madre de mis hijos (para estupor de mis padres, que creen yo he enloquecido). Ella es una carioca (como llaman a los nativos de Río de Janeiro) de cabello afro tan descomunal como el hongo nuclear y ojos de un brillo lleno de estrellas alucinadas. Como yo, anda igualmente de sandalias (o tal vez, descalza) y cascabeleante de abalorios: collares, pulseras, aretes y sortijas.

Así y a la sazón es entonces cuando me convoca Nito a San Pedro, al palacete art-nouveau y a su biblioteca. Solícita, tía Olga nos trae sendas tazas de té (su preferencia, no la de Nito, claro) y nos deja solos. En silencio, Nito me mira a los ojos por un largo rato. Sospecho que es portador de algún mensaje encriptado en la reserva desesperada de mis progenitores. Envejecido, pero con la misma firmeza, Nito se aproxima hasta que nuestros rostros casi se tocan. Y en un ronco susurro, me entrega su brevedad:

“¿Con el enemigo, aparcero?”

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Ilustración: El palacete Art-Nouveau de la familia Veiga, en San Pedro, Pcia. de Buenos Aires

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