Como es habitual durante los veranos del hemisferio norte, estoy una vez más en París, comunicándome en mi mal francés; re-adquiriendo esos hábitos y comportamientos afrancesados que retornarán a su estado de vida latente una vez más, cuando regrese en septiembre a Nueva York.

Trato entonces de escribirle a Baradero y sobre Baradero desde aquí —sentado a una mesa del café Le Chat Noir (El gato negro) de la esquina de mi hogar transitorio parisino, en la intersección de la Rue Oberkampft y la Rue Jean-Pierre Timbaud, en esta mañana del Día de la Bastilla (Le jour de la Bastille), tan significativo en esta tierra como lo es nuestro Día de la Independencia en Argentina para nosotros.

Este último cuatro de julio se celebró la Independencia norteamericana (yo ya me hallaba en París); hace menos de una semana fue el Día de la Independencia argentina; hoy es el Día de la Bastilla y dentro de once días será el Día de Baradero. Todas estas  “intersecciones” —coincidencias que vivo en diferentes órdenes y circunstancias, y que he calificado de sincronismos— exacerban mi sensibilidad de auto-exiliado argentino desde hace ya cuatro décadas. Sentado entonces a una mesa de este bar de esta intersección de La Ville Lumière (La ciudad luz), no puedo evitar recordar al célebre escritor del otro lado del río color de león, quien, en su actitud, nos refleja a muchos de aquellos que vivimos afuera:

“La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en un curioso empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria”.

Mario Benedetti. “El desexilio”. Diario El País. Madrid, 18/04/1983.

Es así: condenados a ser ‘de afuera’, para siempre, estemos donde estemos.

En un libro de título similar —El desexilio y otras conjeturas—, que Benedetti escribiera desde su exilio en Madrid, dos de sus personajes se juntan en un café de esa ciudad. Mientras beben y fuman, tratan de reproducir de modo imaginativo la localización de los lugares físicos de la lejana Montevideo que tanto añoran; los espacios, los amigos y los personajes típicos que han dejado en esa capital sudamericana, tal como los van recordando mientras los describen.

Desde su vida europea, estos dos uruguayos reconstruyen por medio de un esfuerzo memorioso la geografía, la historia y la gente de la tierra madre (o padre: la “patria”), que existe allá a lo lejos, para ellos dos nada más que como un recuerdo.

Me doy cuenta de que este libro potencial que de a poco va naciendo a partir de estos artículos para esta columna en BTI, compuesta principalmente de mis recuerdos de mi vida en el Baradero de las décadas del cincuenta y del sesenta, no es otra cosa que ese ejercicio. Es un ‘mapeo y listado” como esos que los exiliados posnacionales o transnacionales de Benedetti hacen a partir de la memoria del pasado geográfico y emocional de la tierra natal que dejaron atrás.

Entonces hoy, a una generosa decena de días de distancia del 25 de julio, fecha de nuestra fiesta de Santiago del Baradero, desde este bar en una intersección de calles de París —como si yo fuera uno de esos dos personajes del libro de Benedetti—, voy a intentar mapear y listar el centro de modo literal. Lo haré de acuerdo a las imperfecciones de mi memoria y de mi escritura, a partir de una intersección de dos calles del pueblo de mi infancia y adolescencia, como era entonces, o como creo recordarlo.

Pienso en dos realidades, porque existe el pueblo de día y existe el pueblo de noche. Son dos entidades diferentes, si eres joven; son dos planetas distintos, dos universos diferentes.

El día es el imperio implacable de la realidad, con su sol radiante, sus perfumes a pampa húmeda, sus sonidos omnipresentes: el viento en los árboles y los cables del teléfono y el telégrafo, el ruido placentero y suave de las plácidas aguas del río al acariciar el barro de la costa; alguna bocina cercana de esos conductores más antiguos que todavía tocan “la corneta” al acercarse a cada esquina —como la llamaba mi viejo, nacido en 1909, y cuyo padre tuviera el primer automóvil de Casilda, allá en la Provincia de Santa Fe. El rugido del paso raudo de una motocicleta. El ronroneo perenne del proceso industrial de Refinerías, al transformar maíz en producto las veinticuatro horas del día de todos los días. El pito de la fábrica. La sirena de la usina eléctrica; el zumbido de sus máquinas como yo lo oigo mientras juego en la terraza de casa. Las campanas de la iglesia y la de la antigua intendencia al dar la hora, o la primera al llamar a misa. “¡Vamos! ¡Apúrense, que ya van a dar la última llamada!” —mamá, los domingos mientras nos arreglamos para ir a misa de diez.

La vida comercial del “centro” del pueblo, tal como es por aquellos años, está determinada (y ‘el centro’ mismo, determinado) por la concentración de locales de negocio que a su vez generan el ajetreo incesante en la cruz formada por la intersección y convergencia entre cinco cuadras de Santa María de Oro y otras cuatro, tal vez cinco, de Anchorena.

Por ahora, Santa María de oro es la vía primordial del pueblo, la principal: expande su urbanidad mercantil desde la esquina del quiosco de Avendaño, el gran local de ramos generales de Perincioli, que vende de todo —en realidad es un bric-à-brac—, y la tintorería de los japoneses Okama (a quienes en el pueblo llaman de modo erróneo —tal vez algo xenófobo— “los chinos”). La cuarta ochava es una casa residencial con un extraño frente de mosaicos de vidrio sobre un cantero con plantas ornamentales.

Esta calle fenece en su virtud comercial al final de la quinta cuadra del extremo opuesto, en el punto cardinal norte de la misma –la de la cúspide de la cruz, según cómo se la considere. Es una región ya semi-residencial, donde se abren en la esquina inicial tan sólo la despensa de Naldo Genoud y la sastrería Ñaró de Lenguitti; además de lo de Vega y el Círculo italiano (clases de danza clásica a cargo de Beatriz Moscheni, del cuerpo de ballet del Teatro Colón de Buenos Aires). Anexo: el  cine Colón, en el centro exacto de la cuadra. El movimiento comercial culmina y finaliza en la esquina última y en la vereda de enfrente de esa cuadra: la panadería de Savoy, adonde uno puede no sólo comprar pan y facturas, sino que también puede llevar un cerdo adobado para hacerlo asar en el horno de piedra. Finish.

Volviendo sobre mis pasos hacia la plaza, en la próxima cuadra me deparo con la florería Amancay; y cerquita, la heladería de Bermúdez —una filial de los helados industrializados Macri (que si no estoy equivocado es una empresa del padre del presidente actual de Argentina), frente a la zapatería Bertol. Al lado de Helados Macri, el garaje donde mi viejo guarda el auto (en el futuro, la casa de mi hermana y su marido Goro Barman) y frente a ésta, un quiosco. En la esquina de Aráoz, la casa abandonada durante décadas donde después se construirá el correo, la fonda y hotel del Padre de Lito (¿o Dito?) Liaudat, la sastrería Petilor, de Peti Acciardi y Lorenzo, y el café La Suiza.

En mí cuadra (entre San Martín y Aráoz), se abren en la esquina de San Martín y Oro las puertas de la tienda La flor del día, de Jaime Mizrahi, padre de mis amiguitos Jorge y Noemí (Mimí), además de “los mellizos” (estos dos últimos, demasiado chiquitos para jugar con ellos). La flor del día en realidad es una ‘sedería’. Esto quiere decir que vende telas por metro: ‘sedería’ porque entre los varios tejidos disponibles se incluye la seda, su género más fino. Enormes mostradores de madera con los bordes centimetrados para medir las telas extendiéndolas directamente sobre la superficie de los mismos. Alberto Hisi, el padre del Turco Hisi, empleado gerencial desde siempre y por siempre.

A esa tienda la compra más adelante el padre de Ricardo, Salvi, Queli y Sarita Sued –Benjamín Sued. En una especie de “cambio de equipos”, los Misrahi emigran a Buenos Aires y los Sued inmigran a Baradero desde esa capital federal. La mudanza de los muebles y pertenencias está a cargo del padre de Rubén y Coqui Coria, Juan Coria, en su camión sueco Skoda. Los porteños Sued en poco tiempo se “apueblerizan” tanto que forman el grupo folklórico Los Hermanos Sued, con Mario Maroli como integrante y director música —uno de los cantores de Los Hermanos Sánchez, creo que su primera voz.

Al lado de la tienda de Mizrahi, la joyería de mis viejos, Joyería Pezzini. La próxima puerta es una casa de electricidad de los padres de un chico llamado Julio —cuyo apellido no puedo recordar, pero que juega con muñecas, algo raro y singular para todos nosotros, que andamos por la calle siempre con una pelota, bolitas o figuritas. Después allí abren una despensa Eve y Nelly Rossier,  las respectivas madre y tía de mi amigo Polito Capitanelli. No dura mucho: más tarde en ese mismo local Minino González abre la primera boutique para hombres de la ciudad. Hasta ese momento, en Baradero, para hombres sólo hay ‘tiendas’. Sigo caminando hacia Aráoz, por la misma vereda: Discomanía, venta de discos y combinados hi-fi, de Raúl “Biro” Suparo, un músico dandy y bohemio, padre de Ana Suparo, casada con Piki Brianza. En el umbral de la puerta de ese pequeño local (que tiene un parlante embutido en el cielo raso), aprendo a oír música “moderna”: jazz, rock, pop —en casa hasta ese momento sólo se escucha tango y música clásica, porque papá es el D.J. Es también allí donde compro mis primeros discos.

Próximo local: la carpintería de Airaldi, el padre de Mito Airaldi, quien muere creo que de cáncer de pulmón. Eso cuando cáncer todavía es una palabra tan prohibida como menstruación o, peor aún, aborto —y ni se te ocurra decir concha o cajeta en voz alta frente a un adulto.

Mas allá, la peluquería de la Negra Ramírez, con su pedazo de vereda de tierra con argollas para atar los caballos. Sigue la lencería de Lafuente; el molino Iberia —la Taona— de los padres del Miguel El Marciano Rodríguez. La casa Bonafide, (donde hoy hay un estudio de radio), que expende café y caramelos sueltos, ambos vendidos por gramos o kilo. En la esquina, fonda-hotel de Liaudat.

La cuadra de enfrente: en la esquina de San Martín, la Farmacia Italiana de Carlitos Degese, el padre de Baby Degese y de su hermano, mi tocayo, el Mono Degese que se mata con su motocicleta; otro detalle—éste, trágico— de la modernidad. Es en estas dos décadas —la del cincuenta y del sesenta— cuando se inicia la seguidilla ininterrupta de accidentes muy graves o mortales a causa de la velocidad de los vehículos a motor, cuyo valor adquisitivo al fin está al alcance de la abundante y siempre creciente clase media argentina. Hay un libro interesantísimo sobre este tema, de autoría de mi mentora en la Universidad de Nueva York y en la Sorbona de París, Kristin Ross. Se titula Fast Cars: Clean Bodies (Coches veloces, cuerpos limpios) —Ella analiza en profundidad estos fenómenos de la modernización súbita y su efecto sobre la clase media. Desafortunadamente, como hace el análisis desde Francia (y se concentra en ese país, en especial, París), este texto solo existe en francés e inglés (en francés el título es Rouler plus vite, laver plus blanc). Lo recomiendo a todo interesado que lea en alguno de esos idiomas.

Anexo a la farmacia Italiana, su Laboratorio de análisis. Puerta siguiente, La feria de Hector I. Chulo Tapia y su hermano. Remates y ferias ganaderas. Portón vecino: el taller de Rithner, concesionaria del Rastrojero diesel; al lado, la peluquería de Scarfoni —mi peluquero de la infancia; en la adolescencia me mudo a la peluquería de Rafa Crescenzi, al lado del almacén de Caíto Martig en la calle San Martín —Caíto, a quien todos los nenes llamamos “El Belesía”, por su abuelo.

Sigo caminando hacia Aráoz: La casa de electricidad y revistas de Bossetti; la ferretería Willi, el Bazar Willi, la Librería Willi, la imprenta de Belli y Leuzzi (el hijo de Yito Belli, un chico al que apodamos “Maña”—y que es empleado de Bossetti—después compra nuestra casa natal. Donde era la joyería él tiene allí hoy un local de artículos variados, eso que en inglés se llama convenience Store. Después de Lo de Willi, siguen el cine Casa Suiza, la pizzería de don Eliseo Labate, y en la esquina el café La Suiza.

Frente a la cuadra de la plaza, desde la esquina de Anchorena y caminando hacia San Martín, paso por la tienda El Arca; a continuación el bar Viale (lo de Viale) del padre de Héctor “el Gordo” López  —una costrucción sobre la barra (haciéndole de techo) constituye un palco donde veo por primera vez una orquesta de tango al vivo. Estoy sentado en la falda de mamá —en mi memoria, veo a Pupi sobre la de papá. Es tarde y tenemos sueño, pero me mantiene despierto mi fascinación con el bandoneón, que su ejecutor maneja sobre su propia falda (en vez de pibes, el fuelle) —casi golpeando los tacos de sus zapatos contra el piso para marcar con la jaula (otra forma de referirse al fuelleel ritmo del dos por cuatro), casi de modo percusivo.

Al lado, el bazar de Bandinelli, con un local anexo que mucho tiempo después ocuparía el bar Sportman. En el anexo de Bandinelli se exhiben heladeras, lavarropas, cocinas, toda la revolución de los ‘electrodomésticos’ modernos que liberan al ama de casa de su prisión cotidiana, y así dan a luz a la mujer con tiempo libre para sí misma, para la vida social independiente, y un poco después para una carrera profesional, tal vez. El albor del feminismo (este es otro tema que toca el libro Coches veloces, cuerpo limpios)

 El Hotel de las Naciones y su bar restaurante en la esquina, se adueñan del resto de la cuadra.  En la vereda de enfrente, sobre la plaza, hay una parada de taxis, justo donde se levanta una hermosa construcción minimalista de ladrillo visto: el kiosco de Piriti

Retrocedamos hasta Laprida: a lo largo de Santa María de Oro, en su primera cuadra comercial, además de Avendaño, Okama y Perincioli hallo el estudio de Jorge Casey y la oficina telefónica de Teléfonos del Estado. Desde su cabina de madera con puerta fuelle de dos hojas, también de madera y vidrio, mamá llama a mi abuela de San Pedro.

A veces “hay demora” y esperamos media hora antes de que nos “den la llamada”. Dependiendo del clima o las condiciones de la línea, de vez en cuando la telefonista tiene que hacer de intermediaria porque “no se escucha nada”. Entonces ésta le repite a mamá las palabras de mi abuela en San Pedro y a mi abuela las respuestas de mamá, aquí en Baradero. Lo que más me fascina de la cabina (además del olor a madera y cigarrillo), es el extraordinario fenómeno de que al entrar a la misma, por el peso de nuestro cuerpo el piso baja uno o dos centímetros (es como un enorme mosaico único de madera apoyado sobre varios resortes). Esto acciona una especie de interruptor que enciende la luz en el techo bajo de la cabina. Al salir, el piso libre ya del peso de esos cuerpos humanos, asciende nuevamente, interrumpe el contacto y la luz se apaga (por eso digo que funciona como un interruptor). Fascinante. El futuro iPhone 8 Plus no figura aún ni siquiera en la imaginación de los autores de novelas de ciencia ficción.

En las tres ochavas de Anchorena y Oro frente a la plaza, el almacén y bar de Marconi. Enfrente, si mi memoria no me hace jugarretas, una florería. En la tercera, la tienda El Arca.

Diferencias: si uno la compara con Oro, Anchorena es todavía una calle semi adormilada, quasi residencial, a no ser las excepciones de la cuadra del Arca y la siguiente, después de Malabia, en dirección a la estación: la Anchorena ‘del centro’, serán dos cuadras, tal vez tres hacia el oeste. Por la vereda norte: la tienda El Arca; una agencia de loterías, la panadería El Vasquito, de los padres de María Rosa “La flaca”y su hermana Elsa Suárez. Esta chica fue durante mucho tiempo la novia de mi viejo y peremne amigo Eddy Witte, que finalmente se casa con Teresita, una chica de Arrecifes, tierra de mi primo, el corredor Néstor García Veiga. Puerta contigua a la panadería: el café de Los angelitos original: enorme mesa central redonda: timba entre tipos que fuman toscanos. Nunca entro pero siempre miro atentamente al pasar.

En la próxima puerta Alfonsín vende lubricantes y creo que herramientas o repuestos para automóviles, y por los fondos, “en L” sobre Malabia, se expende querosene por medio de una bomba a mano. Hay que llevar un bidón o una damajuana para comprarlo y hacer fila en el frío descampado del enorme corralón: venden el líquido ‘suelto’, por litro. Volviendo a Anchorena: al lado de lo de Alfonsín, la sastrería de Lagar, del Flaco Lagar, padre de nuestro amigo Roli Lagar.

Fente a lo de Alfonsín, el Bazar Volcán de Roberto Scarfoni, papá de Robertito Scarfoni; ambos, padre e hijo, bastante preocupados con la apariencia personal (en el lenguaje del pueblo; ambos medio fanfarrones). Comercio contiguo: la mueblería de Rossi, del papá de Marilú Rossi. Piba divertida y cómica. Va a la escuela de las monjas con mi hermana Pupi. A seguir, la Fotería Demierre, de Héctor Demierre, papi de Marta Demierre, la mujer de mi viejo amigo y compinche de mis últimas noches baraderenses (antes de irme a vivir a Río de Janeiro), Toscano Di Toro. Próximo local comercial: el antiguo Banco Nación —cuando éste se muda a la esquina de la Av. San Martín, el dueño del restaurante El buen raviol, José Passarello, abre su fábrica de postres Emiliano y Borracho, bajo la firma de Pereyra y Passarello.

En la esquina de la vereda de enfrente y al lado de la sastrería de Lagar, el Banco Provincia —hoy, el Centro cultural Arturo Illia. Somos compañeros de escuela con el hijo de uno de sus gerentes, Raúl Manzi, quien me enseña a gustar de las grandes bandas de jazz y los solos de batería; especialmente los de Gene Krupa. En la fiesta de cumpleaños de Raúl Manzi me enamoro de una chica tan sólo de observarla besarse apasionadamente con Polito Capitanelli, en la terraza de ese edificio neoclásico de nuestra ciudad. Uno de los únicos que conserva su estado original de modo impecable, por otra parte. Afortunadamente para nuestra ciudad, Fernanda Antonijevic ha mostrado gran responsabilidad con respecto a la importancia de restaurar y preservar la arquitectura clásica local. Esto me hace feliz.

 Además, repartidos en ese par de cuadras, un par de restaurantes: el Victoria. Excelentes sus ajíes al uso nostro, que comemos juntos (ambos ordenamos el mismo plato, pero uno para cada uno con un tubo de Don Valentin Bianchi) con placer los viernes a la noche con mi novia de entonces, Deleli Ducret. El otro restaurante es el mencionado El buen raviol, de José Passarello; pastas frescas al dente, insuperables.

Tiendas en Anchorena: La porteña y la Casa Bo. A lo lejos, en la esquina de Colombres, lo de Pulido: desde bombachas de gaucho, fajas y corraleras, hasta accesorios de cuero para aperos, monturas y otros productos rurales.

Frente al Banco Provincia, la Farmacia del Pueblo de Chuchi Degese, a quien acudimos para pedir en voz baja que nos venda un insecticida llamado Cuprex —el único efectivo para ciertas plagas púbicas (e impúdicas) inmencionables pero muy comunes en el pueblo por esos años.

En esa misma cuadra, la concesionaria IKA de “los Genoud”: Guinea —muerto en otro de esos tantos accidentes automovilísticos. Se desbarranca hacia las aguas en uno de los puentes angostos del Tala; Enriquito —novio de Pupi por un tiempo, como repetiré ya. Después se casa con una chica de Charata, y se van a vivir al Chaco. Otro de los Genoud es Carlitos, casado con una de las chicas de Veckiardo, y hay además un cuarto hermano, El Negro, cuyo nombre he olvidado pero que es muy parecido a Marlon Brando. Para mí, El Negro es el arquetipo perfecto del macho argentino, un tipo ‘duro’ por quien estoy fascinado y a quien yo en secreto admiro. Pero mi ladero para salir “con minas” es desde siempre Enrique. La caga, como te dije, poniéndose de novio con mi hermana Pupi. ¡Qué le vamos a hacer!, ¿no?

No recuerdo más nada al respecto, lector, ¡ayuda!

En la primera cuadra del punto cardinal opuesto este —a contar desde la esquina de Anchorena y Bulnes—, un par de locales constituyen un amago a lo no-residencial: la imprenta Martínez, allí desde 1958. Si no estoy haciendo confusión, en los tiempos iniciales ostenta un cartel con la inscripción Imprenta PEPE Papelería. Le hace todos los talonarios de la joyería a mi viejo.

En la ochava de enfrente, la oficina de Telégrafos del Estado —allí hay que ir para enviar un telegrama. En la misma cuadra, la comisaría de policía, y en la esquina de la plaza, la escuela No. 1 General San Martín; enfrente, la armería de René Chabaud. Y la iglesia. Eso es todo lo que recuerdo de esa cuadra.

En la cuadra de Anchorena frente a la plaza, entonces, como dije, la iglesia, el cine San Martín, el local del martillero Perrone (muebles y trastos viejos en exhibición), y (no sé si en este orden), la zapatería de Giorgio, la joyería Descalzo (después de Pico Garibaldi, que se casa con la hija de Descalzo). Casi llegando a la esquina de Oro, el kiosco de los padres de nuestro amigo, el Loro Skiba y de su hermana, la mamá de nuestra intendenta, Fernanda Antonijevic. En la esquina propiamente dicha, la florería de la que no muy seguro, verdad sea dicha —ya que creo recordar otra florería casi en la esquina de Anchorena, pero sobre Rodríguez, además de la Florería Amancay, en Oro, a dos cuadras de la plaza. ¿No serán demasiadas florerías para un centro tan pequeño?

Tal es como recuerdo el centro de Baradero durante el día y tal es mi reconstrucción.  La noche del pueblo es otra historia diferente, y la guardaré para narrarla de forma independiente. Se merece existir por sí misma. Creeme.

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Café Le chat Noir. París, 14 de julio de 2018. Día de la Bastilla.

Ilustraciones: 1. La calle Anchorena en la década del cincuenta. 2) El autor en el métro de París.

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