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El desgarrador abrazo de un abuelo y una pregunta sin respuesta: «¿Cómo les decimos a sus hijos que la mamá murió?»

 

Imaginemos un país normal, una ciudad, una calle.

Tres chicos abrazan a un hombre.

Las caras no se distinguen.

En un país, una ciudad, una calle normales, ese abrazo podría responder también a un hecho normal.

Abrazo porque su equipo ganó. Porque el hombre o uno de los chicos cumple años. Por una buena nota en la escuela. Porque a uno de los chicos lo probaron en el club del barrio… y parece que queda.

Pero este, nuestro país, no es normal. Ni el país, ni sus ciudades, ni sus calles.

Poco a poco a poco, gota a gota -de lágrimas o de sangre–, de balas cotidianas, de funerales desgarradores, de familias despedazadas en lo que tarda un motochorro en alzar el botín y apretar el gatillo, hemos admitido que la muerte es una compañera inseparable, un lugar común, una huella siniestra «en el lugar del hecho», y que mañana será otro días. Pero acaso peor…

Esta vez fue el jueves. Fue en San Justo. Fue María, una mujer, Caccone de apellido. Edad: 39. Un marido: Juan (Juan y María: nombres bíblicos…). Dos hijos. Una misión: «María, vaya al banco a depositar esto». Cuarenta mil pesos. Plata ajena: del frigorífico en el que trabajaba.

Subió a un remís. Pensando en la misión, pero también en la pieza que Juan le estaba haciendo a los nenes, y también que después de todo la vida era algo duro, difícil, pero bueno.

Como alguien muy sabio dijo, «si tenés quien te quiera, lo demás no importa».

Y había mucho amor en esa casa. Y en ese abrazo de chicos y abuelo.

Abuelo que más tarde, desesperado, preguntó ante el enjambre de cámaras y micrófonos «¿Cómo les decimos a sus hijos que la mamá murió?»

Y después… lo de siempre. Acaso una estéril marcha pidiendo justicia (el más ignorado de los reclamos), la soledad de esa casa, el extraño modo de seguir viviendo en el mismo lugar pero como suspendidos en el vacío, la rutina diaria sin la voz de ella. Esa voz que jamás volverá…

En un país, una ciudad, una calle normales, la tragedia y la imagen de esos hijos abrazados a su abuelo sería tan atroz como inolvidable.

La gente, los vecinos, los que ven transcurrir las imágenes en la pantalla de tevé o la foto en los diarios, quedarían paralizados. Dejarían correr las lágrimas del dolor y crecer los vientos de la furia. Y seguirían estremecidos, quebrados, mañana, y muchos más mañanas, como quien no puede comprender los signos del Infierno, se rebela contra el Mal, se viste de luto por dentro.

Pero este, el nuestro, hoy y desde hace tiempo y quién sabe por cuánto tiempo más, impávido ante la anormalidad y ante los monstruos que la tejen cada día, olvidarán muy rápido.

Después de todo, «a mí no me tocó». O lo que es peor, indigna, ciega de bronca: «Es lo que hay».

Y allí donde debiera estallar un grito de eco interminable…, se impone el silencio del conformismo, la indiferencia, el encogerse de hombros.
Porque eso («eso», sí) pasó el jueves, y el domingo se juega un clásico.
El lunes está cubierto: sólo se hablará de un gol mágico o de un penal mal cobrado.

Porque este no es un país normal.

Como dice cierto eslógan, es «un país de buena gente».

Y todos los pecados les son perdonados.

¡Ay de nosotros!

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