La prestigiosa revista Soberanía Sanitaria publicó una nota del psiquiatra Santiago Levin, donde se pone blanco sobre negro respecto de los padecimientos de salud mental, y la forma correcta de abordarlos como sociedad

«¿Milei está loco?

Nos vienen haciendo, desde hace meses, esta pregunta a los profesionales de la Salud Mental. Hasta este preciso momento me he negado a expedirme públicamente, e incluso —ante el pedido explícito— he aconsejado no meterse por esa calle como argumento político durante la campaña electoral del año pasado.

Intentaré en este apartado clarificar mi posición al respecto. Como médico psiquiatra que dedica parte de su tiempo a la comunicación y la divulgación, creo que ha llegado la hora de decir algunas cosas sobre este asunto.

Punto uno. Todos los profesionales de la Salud Mental venimos dando una agotadora —y desigual— batalla en contra de la discriminación a la que se somete a las personas que padecen de desórdenes mentales. En un mundo en el que la diferencia se castiga en lugar de amarse, padecer un trastorno mental es doblemente duro: hay que cargar con ese dolor agregado, agudo o crónico, y  soportar además el estigma que casi invariablemente conlleva. Por si hiciera falta, y según parece lo hace, recordamos aquí que las personas que padecen algún trastorno mental poseen los mismos derechos civiles que las que (en ese momento) no lo padecen, y esto incluye el derecho constitucional a elegir y a ser elegidos como representantes del pueblo. Jamás podríamos los psiquiatras y los psicólogos contribuir a la descalificación de una persona por motivos de su salud mental, motivos que por lo demás sólo podrían enunciarse en un modo potencial e hipotético.

Punto dos. El trabajo del profesional psi está invariable, irremediable e insoslayablemente guiado por una ética. Por ello casi todos nos negamos a salir en público a hablar acerca de la locura de una persona en particular —pedido frecuente desde las producciones periodísticas—. Si el aludido es paciente de uno, es absolutamente imposible violar el secreto profesional; si no lo es, es absolutamente imposible expedirse sobre lo que no se conoce en detalle. Cualquier juicio sobre la salud mental de un individuo sería, como mínimo, una invasión irresponsable a su intimidad, y para peor sin dos de los elementos indispensables para hablar de diagnóstico: el conocimiento personalizado, pormenorizado, y el consentimiento de quien consulta. Sólo podemos hablar de salud mental en términos generales, ayudando a comprender y contribuyendo al pensamiento crítico y a la no discriminación.

Punto tres. Siempre sostuve —aquí sí públicamente— que el problema con Milei no es su supuesta locura sino las de las políticas que implementa. ¿Habla con perros muertos? Me tiene sin cuidado. ¿Tiene una relación muy cercana e intensa con su hermana? No es tema opinable en ningún momento y bajo ninguna circunstancia. La historia, oficial y extraoficial, es profusa en noticias inquietantes sobre la salud mental de los gobernantes, y esto desde la antigüedad. Secretos de palacio que divulgan fuentes anónimas, y con frecuencia estas especies se divulgan desde sectores interesados en dañar. Ciertas o falsas —en todo caso incomprobables— nunca se comparten con intención de acudir en ayuda del gobernante sino de perjudicarlo.

La tenga o no la tenga, no es la locura de Milei lo que nos está arrastrando al fango sino las políticas que implementa, que no tienen nada de locas en el sentido psiquiátrico sino en el sentido del principio básico de tender al bien común que debería animar a la política en su conjunto. Un político que perjudica al pueblo de un modo explícito y ex profeso —no por error o falla en el cálculo— no es un loco sino un irresponsable.

El camino no es, definitivamente, el juicio psiquiátrico.

Y desde el punto de vista estrictamente político, y a pesar de la responsabilidad legal e histórica que le compete como presidente, Milei parece más bien la comparsa que entretiene la atención del público. Mientras nos distraemos en discusiones sobre saludes mentales, los que realmente saben lo que hacen continúan destruyendo las laboriosas conquistas sociales de un modo sistemático y sin, hasta ahora, nadie que los frene. Para decirlo en castellano: quienes redactaron el mega DNU y la Ley Bases no tienen una pizca de locura. 

Cada minuto perdido discutiendo lo accesorio es tiempo político perdido en la construcción de una alternativa posible.»

link a la nota completa https://revistasoberaniasanitaria.com.ar/el-desquicio/

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