El próximo jueves 24 de agosto, se presenta en El Ateneo Grand Splendid, en Capital Federal, el libro «Diez Lugares Contados», un proyecto financiado por la Provincia de Buenos Aires y publicado por Editorial Planeta.

El libro contiene diez relatos basados en historias, mitos, leyendas y anécdotas,  que fueron elegidos y ficcionados por diez escritores representativos de la provincia de Buenos Aires, uno de ellos es Federico Jeanmarie.

El proyecto también contempla un video sobre cada uno de los trabajos que forman «Diez Lugares Contados».

Federico, eligió trabajar con una historia policial del siglo 19 ocurrida en nuestra ciudad, donde toda una familia fue asesinada en un robo a un campo.

El historiador Alberto Micucci Tarsetti escribió un libro sobre este hecho, llamado «El Fusilamiento de 1870», Canal 6 en 1994 hizo un documental y el año pasado el cineasta Lauro Barbi presentó un cortometraje basado en el múltiple homicidio.

El gran escritor baraderense, Federico Jeanmaire, con gran maestría trabajó sobre este suceso que formará parte del libro bajo el título de  «El Destetado», y que generosamente compartió con BTI.

El destetado

Federico Jeanmaire

A Eduviges Camaño le habría gustado llevar a sus dos pequeños hijos a la función del circo aquella noche. Hacía bastante tiempo que no llegaba un circo a Baradero y, con toda seguridad, iban a pasar meses hasta que las pruebas volvieran. Era jueves. Más precisamente, el jueves veintiséis de mayo del año mil ochocientos setenta.

Pero la mujer no iba a poder llevarlos.

El asunto había empezado a complicarse la semana anterior. A su marido lo había tirado una yegua nueva, alazana y arisca, que estaba domando. Desde entonces, Fidel Díaz permanecía en cama recuperándose: en la caída se había quebrado el brazo y la pierna derecha, a más de un par de costillas. La mujer pensó en preparar el carro y llevarlos ella misma. Sin embargo, esa tarde la cuestión había terminado de arruinarse: además de lo adelantado de su embarazo, llovía torrencialmente y, bajo esas circunstancias, resultaba del todo imposible hacerse cargo del carro las dos larguísimas leguas que separaban el pueblo de su casa en el campo. Así las cosas, la buena de Eduviges Camaño tuvo que resignarse y, esa resignación, tomó la forma de un guiso flaco cocinado a desgano.

A Tomás Troncoso, en cambio, la vida se le venía complicando desde bastante antes de ese jueves.

Desde la infancia misma.

Abandonado por sus padres, había sido criado por la rica familia Camaño a más de tres leguas del poblado y a una de donde ahora habitaban los Díaz. El color de su piel tampoco lo había ayudado: era un poco más oscuro que los Camaño y que el resto de los descendientes de europeos que habitaban la región.

El color de la piel era importante.

La pucha que era importante. Y lo sigue siendo. Todavía. Muy a pesar del tiempo trascurrido desde entonces. Si lo sabré yo, que también soy un tanto oscurito.

Un par de años mayor que Eduviges, Troncoso había crecido compartiendo juegos junto a ella y sus hermanos. Pero no tardó nada en darse cuenta de que no era un igual. Apenas pudo montar, dejó de ser como un hijo más de los Camaño y lo mandaron a conchabarse de peón en la vecina estancia de don Ignacio Pereyra. Con diez o doce años, dejó de ser Tomás o Tomasito y se convirtió, de buenas a primeras, en el negro o en el chino Troncoso. Y eso fue para siempre.

Ese mismísimo jueves de circo, al tiempo que Eduviges agregaba a desgano alguna papa o alguna batata para agrandar el guiso, Tomás Troncoso llegaba a la pulpería en donde había quedado con dos de sus amigos: Vicente Cruz, apodado el zambo, y Nemesio Taborda, también conocido como el rubio. Ninguno de ellos había imaginado, mientras disponían el encuentro algunas semanas antes, que justo esa noche llovería lo que estaba lloviendo. De cualquier manera, mientras el frasco de ginebra iba y venía de una boca a la otra, decidieron que el diluvio que caía no alcanzaría para detenerlos. No sería suficiente. A lo sumo habría que aligerar los planes, no visitar los dos sitios que habían pensado visitar, sino, solamente, llegarse hasta el que quedaba más cerca.

No discurseaban.

No lo necesitaban.

Los tres sabían de antemano lo que sabían. Cruz y Taborda fantaseaban con que al final de su ruta los esperaban, mansos y tranquilos, aquellos veinte mil pesos provenientes de una venta de chanchos que Troncoso juraba se escondían en algún rincón de la casa de los Díaz. Veinte mil pesos, contantes y sonantes, a dividirse en partes iguales. En cambio Tomás Troncoso, aunque se lo guardaba para sí, sólo quería vengarse. Por eso, decidieron no esperar ni un minuto más. No daba la impresión de que la lluvia fuera a parar y ya estaba bien de ginebra. Montaron sin decir palabra sus respectivos caballos y enfilaron hacia el camino real, a las afueras del pueblo.

Justo en ese momento y sin ninguna gana, Eduviges Camaño acarreaba hasta la habitación un plato hondo repleto de guiso para su marido convaleciente. Mientras sus hijos, Sabino Fidel, de cinco años, y Honorio, de tres, corrían a sentarse en la mesa de la cocina a la espera de que por fin les llegase su turno. La mujer les pidió que no gritasen, que aguardaran en silencio. De inmediato, los chicos se callaron. Conocían de sobra el fuerte carácter de su madre y no querían por nada del mundo quedarse sin comer.

El negro Troncoso galopaba unos metros por delante de sus compinches.

Los guiaba.

Y de paso pensaba. No podía parar de pensar. Aunque, quizá, mejor sería escribir que relamía, una por una, las demasiadas heridas de su vida. Rumiaba el odio.

Se había enamorado de María Robustiana Camaño, la hermana de Eduviges, cuando todavía era Tomasito. Cuando todavía ni soñaba con que un día, a sus diez o doce años, iba a convertirse en el negro o en el chino. Desde siempre, la había cavilado su mujer. Y ella, otro tanto. De hecho, lo primero que hizo cuando juntó sus primeros pesos como peón de Pereyra, fue ir hasta el almacén de ramos generales y comprarle una tela para que se hiciera una linda pollera. El viejo Camaño lo recibió con cara de pocos amigos, le sugirió que sus hijas no necesitaban que les regalaran nada, que devolviera esa tela y que, mejor, utilizara ese dinero para comprarse algo de ropa para él, que a lo que se dejaba entrever le hacía bastante falta y que, por favor, no volviera a pisar su propiedad. Nunca más.

Fue duro.

Un golpe muy duro para Tomás.

Tuvo que pegar la vuelta sin ver a su amada y, si no lloró, fue sólo porque ya era el negro Troncoso y no más Tomasito.

Eduviges recogió los platos y enseguida envió a sus hijos a la cama. Sabino, el más grande, se quejó de ausencia de sueño. Pero la mujer no le hizo el menor caso, le bastó con mirarlo fijo a los ojos durante unos segundos para que el pibe le diera las buenas noches y corriera a esconderse debajo de las cobijas. Antes de ponerse a lavar lo que había quedado sucio de la cena, Eduviges se dio algún tiempo para espiar cómo estaba su marido. Fidel seguía muy dolorido y se quejaba a los gritos de no poder conciliar el sueño. Entonces, la mujer cerró sin hacer ruido la puerta de la habitación e intentó olvidar sus malos pensamientos entre la lejía y un cacharro con agua.

Tomás Troncoso no volvió a la casona de los Camaño desde que el viejo lo echó aquel día. Pero tampoco se olvidó de María Robustiana.

Jamás.

No hubiera podido.

Sin embargo, y muy a pesar de que gastaba las horas meditando al respecto, no se le ocurría la manera de volver a verla. Tardó algún tiempo hasta que la encontró: la misa del domingo. Cómo no se le había ocurrido antes. Los Camaño no faltaban nunca a la misa del domingo. Entonces, un domingo cualquiera se lavó bien la cara y los sobacos, se peinó con raya al costado y allá fue con la mejor ropa que disponía.

La vio.

De lejos.

María Robustiana disimulaba su risa y le hacía señas, colocándose un dedo sobre el labio superior, de que esa risa provenía de los escasos y esparcidos pelos de su incipiente bigote. Pero no pudieron conversar. Fue todo desde muy lejos. Por eso, al domingo siguiente, además de lavarse bien la cara y los sobacos y de peinarse la raya al costado, pidió prestada una navaja, se afeitó por primera vez en la vida y, después, en la iglesia, se las ingenió para hacerle llegar a la muchacha, por medio de un chico y de un par de monedas, una nota en donde la invitaba a encontrarse con él a orillas del río Arrecifes, junto a un bosquecito de sauces y espinillos que había a unos cien metros del camino real, el mismo camino real por el que ahora galopaba en medio del diluvio universal.

Una vez que hubo terminado de lavar los platos, Eduviges se quedó haciendo algunas tareas de costura que tenía pendientes. Todavía no quería ir a la habitación, no hasta que Fidel se durmiera. Su marido estaba insoportable con sus dolores. Y aunque ella entendía su malhumor, lo había escuchado quejarse durante todo el día y ya era suficiente. Necesitaba estar un rato a solas. Descansar de su esposo y descansar de sus hijos. Pensar en nada. Y olvidarse, sobre todo, de que no había podido concurrir al circo aquella noche.

El negro y María Robustiana empezaron a verse a partir de aquella nota. Primero para arrojar piedras al río o correrse el uno al otro o reírse o jugar a cualquier cosa. Claro que los años pasaron y, casi sin darse cuenta, con naturalidad, comenzaron los besos y las caricias y los juramentos de amor eterno. Siempre a hurtadillas, por supuesto, en aquel bosque de sauces y espinillos a orillas del río Arrecifes. Hasta que una tarde de calor, después de nadar un buen rato, no pudieron evitarlo: las carnes no aguantaron más las ganas y sellaron su amor.

Deshonra, llamaron a aquel embarazo inoportuno los Camaño.

Y se preocuparon por esconder de los ojos del pueblo esa panza deshonrada que crecía con tanto entusiasmo. Aunque, claro, todo Baradero sabía en murmullos, que es como acostumbran a saberse las cosas en los pueblos, que el fruto de aquella tarde amorosa de verano había sido alumbrado el veintiocho de noviembre de mil ochocientos sesenta y ocho.

Unos meses antes, apenas se enteró por María Robustiana de que iba a ser padre, Tomás hizo un último esfuerzo, dejó su mucho orgullo de lado y volvió manso y tranquilo a visitar la casona de los Camaño. Desmontó el mismo tordillo con el que ahora galopaba bajo la lluvia, se presentó delante del viejo y, sin preámbulos, le pidió de muy buen modo la mano de su hija. El viejo lo sacó carpiendo. Le gritó que era un bárbaro y un animal y un pobre guacho y un negro de mierda. Todo eso, le gritó. Y también le exigió que nunca más se llegara hasta su casa, que no iba a ser bienvenido, y agregó que, si a pesar de sus advertencias se animaba a hacerlo, le iba a pegar un tiro justo entre ceja y ceja.

Tomás Troncoso no volvió.

Nunca más, volvió.

Esperó en vano durante meses a que una María Robustiana, escapada y furiosa con su familia, fuera a buscarlo para huir juntos lo más lejos posible de Baradero. Pero el tiempo pasaba y María Robustiana no aparecía. Por eso fue que ideó un plan para vengarse. Un escrupuloso plan que esa noche, la torrencial tormenta que estaba cayendo, se había encargado de modificar para siempre.

Eduviges continuaba cosiendo.

No tenía la menor idea de que en ese mismo instante, Tomás Troncoso había detenido el galope de su tordillo a unos quinientos metros de su costura, en el lugar exacto en que el sendero de entrada a su casa se topaba con el camino real. Metida en sus quehaceres, la mujer no sabía que el negro había decidido pararse allí y esperar a sus secuaces para darles las últimas órdenes.

Eduviges Camaño conocía a Tomás Troncoso desde que ambos eran unos nenes. Se habían criado juntos, casi como hermanos. Por eso, aunque le pareció extraño que el negro le diera las buenas noches, a esas horas tan impropias y precisamente una noche que no tenía nada de buena, dejó la costura a un costado de la mesa y fue a abrirle. No sabía, claro, que si sus dos perros no habían avisado con ladridos de la llegada del visitante, no era porque habían reconocido a Troncoso sino porque Vicente Cruz se había tomado el liviano trabajo de degollarlos unos segundos antes de que ella se pusiera de pie y caminara hacia la puerta de entrada a su casa.

No lo sabía ni lo sabría nunca.

Apenas abrió, Tomás, el negro, el chino, el pibe que se había criado con ella, se le cayó encima. De inmediato, dos puñaladas le entraron por uno de los lados a su enorme panza. Pero, muy a pesar de la enjundia y de la determinación del atacante, la mujer logró zafar de la embestida y correr hasta lo que suponía el refugio de los brazos de su marido. Claro que Fidel no estaba en su mejor momento. Dolorido y sin poder moverse, muy poco era lo que podría hacer para defenderla. Troncoso se les tiró encima y continuó apuñalando a Eduviges hasta que estuvo seguro de que estaba bien muerta. Mientras tanto y sin perder el tiempo, Cruz se encargaba de degollar a Fidel a partir de un solo corte de su daga. Con la misma frialdad y precisión con la que, un rato antes, había dado cuenta de los perros.

Aunque la carnicería todavía no terminaba.

Por culpa de algún grito, o de alguna corrida, Sabino Fidel y Honorio se despertaron y fueron a indagar lo que ocurría en la habitación de sus padres. Entonces, Troncoso les avisó a los otros dos que allí nadie podía quedar vivo, que lo reconocerían, que los pibes sabían perfectamente quién era.

Nemesio Taborda se encargó.

Y, en menos de un santiamén, acuchilló a los dos chicos sin miramientos.

Después, los bandidos se olvidaron de los muertos y se ocuparon de revisar la casa, rincón por rincón, en busca del tesoro prometido. Pero no existía tal cosa. Sólo alcanzaron a llevarse unas espuelas de plata, un mate también de plata con su correspondiente bombilla, un par de riendas trenzadas, alguna ropa manchada con sangre y los únicos cuarenta y cinco pesos que encontraron. Enseguida, y otra vez al galope, volvieron a desandar el camino real bajo la lluvia y, a eso de la medianoche, se repartieron el escaso botín en el rancho del zambo Cruz.

El único que no murió aquella noche fue Hipólito, el tercer hijo de los Díaz, el menor. Según decían los Camaño, el bebé estaba en casa de sus abuelos. Había sido destetado recientemente. Y el destete, por milagro, le salvó la vida. Decían.

Al otro día, y como si nada hubiese tenido que ver con lo ocurrido, Tomás Troncoso amaneció temprano y, acompañado de don Ignacio Pereyra, su patrón, avisaron al doctor Lino Piñeiro, a cargo del Juzgado de Paz por licencia de quien lo ejercía, don Fermín Rosell, que habían encontrado una masacre en casa de la familia Díaz.

Y hasta allí acompañaron al juez.

Cuando llegaron, ya eran varios los curiosos que, enterados de la tragedia, se amontonaban en los alrededores de la casa.

Piñeiro no era abogado, era médico. Y éste, aunque en principio no lo parezca, es un detalle fundamental para el devenir de los acontecimientos. El hombre se iba a tomar su tiempo para revisar los cadáveres. Los miró y los remiró. Una y otra vez. Aunque tanto miramiento en el lugar de los hechos, no le alcanzó. De inmediato, hizo que algunos de los curiosos cargaran los cuerpos en el mismo carro que no había podido llevar a Eduviges al circo la noche anterior y les pidió que se los dejaran en el hospital, que también cargaran lo que había quedado de los perros, que por favor, que no se olvidaran de cargar los perros.

Esa misma tarde, tomó dos decisiones trascendentales. La primera, aprender a Troncoso ya que se enteró por oídas de sus desventurados amoríos con la hermana de Eduviges; la segunda, internarse en la soledad del hospital y estudiar todavía más en detalle las heridas que habían recibido los cadáveres. A la madrugada, y después de mucho cavilar, el bueno de Lino Piñeiro llegó a la inequívoca conclusión de que si bien la mujer y los pibes habían sido acuchillados, tanto los perros como Fidel Díaz habían sido degollados de un solo corte y con una daga. Los asesinos habían sido por lo menos dos, sin duda, y uno de ellos, el que calzaba la daga, era zurdo. Entonces, apenas salido el sol, mandó a arrestar a los zurdos del pueblo. Pidió que los aprendiesen a todos, que no dejaran escapar a ninguno, que no atendieran ni a su condición ni a su reputación.

Le trajeron a cuatro.

Sin embargo, uno de ellos se encargó de avisarle al doctor que quedaba un quinto zurdo, muy conocido en el partido, que no había sido aprendido: el zambo Vicente Cruz. Inmediatamente, lo mandó a buscar. Pero la partida no lo encontró en su rancho. A la que sí encontró fue a su esposa, de apellido Ferré, oriunda de San Fernando.

El pueblo estaba convulsionado.

El ánimo de la gente muy caldeado. Y se exigía justicia, a viva voz, en las puertas mismas de la casa del doctor Piñeiro, a un costado de la iglesia, frente a la plaza. El único que no gritaba en quince kilómetros a la redonda era el juez de paz. Lino Piñeiro prefería escuchar. No sólo las muchas contradicciones en las que caía la mujer de Cruz en su declaración, sino, también, el rumor de que el zambo se había escapado a la isla justo después de la masacre de la familia Díaz. Decidió entonces enviar al oficial Manuel Ávila con cinco soldados a buscarlo. Al oficial le ofreció diez mil pesos de recompensa si se lo traía vivo y, a los soldados, quinientos a cada uno.

La partida se embarcó al otro día.

Ya en la isla, Ávila pudo enterarse de que Cruz efectivamente paraba en donde solía habitar un tal Agustín. El oficial esperó a que anocheciera para mudarse sigilosamente hasta allí y, cuando irrumpió en el rancho junto a tres de sus soldados, se lo encontró durmiendo, tapada su cara con el mismísimo poncho que había sido propiedad del degollado Fidel Díaz. El zambo no opuso resistencia. Muy por el contrario, no mostró temor alguno mientras lo trincaban. A pesar, claro, de que el poncho estaba cubierto de tajos y repleto de manchas de sangre. A pesar de que en unas alforjas, que utilizaba a modo de almohadas, encontraron más prendas que habían sido de los Díaz. Y a pesar, también, de que la daga degolladora, todavía teñida de sangre, yacía junto al catre en donde lo habían encontrado durmiendo.

Lo llevaron al pueblo.

De inmediato.

No cabía ninguna duda de su participación en la matanza. Además, y por las dudas, la partida apresó al barquero que lo había trasladado a la isla, un tal Jacques, y esa misma noche los dejaron a disposición del Juez de Paz interino.

Al día siguiente, a primera hora, Piñeiro les tomó declaración. Primero pasó Cruz. No reconoció nada. Dijo que la sangre en la daga y en las ropas provenía de una carneada de chanchos que había hecho la víspera, por San Pedro. El zambo se mostraba tranquilo. Y hasta burlón ante las preguntas del juez. Todo lo contrario de lo que ocurría en las cercanías de donde le estaban tomando la declaración. La gente estaba cada vez más indignada y reclamaba justicia: su cabeza en la horca, reclamaban a los gritos.

A pesar de las evidencias, Cruz no reconocía nada.

Y el pueblo, mientras tanto, se agitaba más y más.

Piñeiro, entonces, hizo pasar al barquero.

Y supo llevarlo. Poco a poco. En un principio, Jacques se manifestó inocente; argumentó que nada tenía que ver con el asunto, que sólo se había prestado a llevar al zambo a la isla, que como lo conocía no había podido negarse y que sólo en eso había consistido su participación.

Estaba asustado.

Se le notaba demasiado.

Y el juez supo aprovecharse. Le explicó que, así como estaban las cosas, los hechos determinaban que era por lo menos cómplice del asesinato de la familia Díaz. Por lo menos, subrayó. Y que, en un caso tan grave como el que se traían entre manos, ser cómplice era casi lo mismo que ser culpable. Casi lo mismo, repitió. De inmediato, la lengua de Jacques se desató y no paró hasta confesar todo lo que sabía. Y lo que sabía era mucho. Cruz, acomodado sobre el bote, había cometido la imprudencia de contarle con lujo de detalles lo acontecido aquella desgraciada noche.

Piñeiro hizo traer nuevamente a la mujer de Cruz.

Le dijo que sabía que había sido ella la que había enterrado el botín por orden de su marido y que, si no quería tener más problemas con la justicia de los que ya tenía, acompañara al oficial Ávila y lo desenterrara.

La mujer no pudo negarse.

Al rato, cuando la partida volvió con los objetos desenterrados, Piñeiro los colocó sobre su escritorio e hizo pasar a Cruz. Le mintió que su mujer había confesado y el zambo no tardó nada en reconocer la autoría del hecho. Luego hizo lo propio con Troncoso, que también confesó.

El caso estaba resuelto.

En apenas unos días.

Lo que Piñero no había podido resolver, de ningún modo, era el asunto de encontrar a Nemesio Taborda. El rubio no aparecía por ningún lado. Había desaparecido del pueblo sin dejar el menor rastro. Por eso, el juez designó a Ávila para que lo buscase por el Rosario o por Córdoba o por donde fuese. Tampoco estaba resuelto, lo que era bastante más preocupante, el clamor de justicia que se agolpada a los gritos en frente mismo de su casa. Decidió entonces enviar lo actuado al juez de San Nicolás, quien era el encargado de impartir justicia en la zona. Y el juez, apenas recibir las fojas, determinó ir hasta Baradero para hacerse cargo de los reos y trasladarlos a la segura prisión de su ciudad.

La noticia no cayó nada bien.

La gente enfureció.

No creían ni en el juez ni en una justicia que se llevara a cabo tan lejos de los hechos. Preferían ahorcarlos allí mismo, sin tardanza. Piñeiro se opuso terminantemente, argumentó que así no era como funcionaban los pueblos civilizados, que había que atenerse a los dichos de la ley.

No convenció a nadie, claro.

Tanto era el malestar que el juez de San Nicolás tuvo que embarcarse con los presos de noche. A las escondidas, para que no los lincharan. Incluso también a él.

El proceso en los tribunales nicoleños fue rápido. Tan rápido como pudo ser: el juez se había comprometido ante la multitud justo antes de su huida. Pero tuvo un contratiempo impensado que aceleró todavía más el final de la causa.

Vicente Cruz se enfermó en prisión.

O se deprimió, no sé muy bien.

Lo que sí sé es que pidió una biblia, se la pasaba leyéndola. También pidió papeles y un lápiz. Y escribió. Notas, algún poema. Escribió desde el arrepentimiento por lo que había hecho. Clamó a Dios por su perdón. Casi no comía y, finalmente, un buen día se dejó morir.

La noticia cayó muy mal en Baradero.

El escepticismo se apoderó de la mayoría de sus habitantes.

Nadie creía que se hubiera muerto. La gente prefería pensar que el zambo había llegado a un arreglo con sus carceleros, que lo habían dejado escapar por unos pocos pesos. Es más: el fantasma de su presencia lo sobrevivió durante décadas. Con los años y ante cada nuevo hijo que paría la Ferré, la que había sido su esposa y a la que no se le conocía otro amor, lo traía a los rumores de todos.

Tan misteriosa muerte, entonces, sumado a que jamás se encontró al tercer integrante de la banda, Nemesio Taborda, quizá por rubio, no sé, y sobre todo al malestar creciente de la población, aceleró el desenlace del juicio en San Nicolás. Así las cosas, Tomás Troncoso llegó a Baradero custodiado por una partida de diez militares, el quince de agosto por la noche y fue fusilado por esos mismos militares que lo habían acompañado, en la madrugada del dieciséis.

Fue en frente de la plaza.

En un baldío que se extendía, vaya la paradoja, entre la casa del doctor Lino Piñeiro y la iglesia en donde, algunos pocos años antes, el papel entregado por un chico a cambio de unas monedas, iba a dar comienzo al encuentro furtivo de Tomás, el negro, el chino, el fusilado, con María Robustiana Camaño, mi querida y única madre.

Después, el cuerpo del muerto fue llevado al cementerio y enterrado, dicen que de pie, en la escalera de entrada, para que, de esa manera, cada visitante le pisara la cabeza lo que durase la eternidad.

No juzgo.

No soy quién para hacerlo.

No acostumbro.

Sólo me tomé el trabajo de relatar los hechos tal como los he escuchado a lo largo de mi solitaria y tristísima vida. Ya estoy viejo. Muy viejo. Y he pagado con creces, me parece, por aquello en lo que no he tenido ninguna culpa. Los que han juzgado son los otros, los demás, aquellos que me han condenado a la soledad y al silencio, aquellos que me han dejado de lado por el inocente hecho de haber heredado el color oscuro de la piel de mi padre.

Hipólito Díaz

Asilo de ancianos de Baradero

2 de junio de 1950

 

(Escrito por Federico Jeanmaire para el libro Diez Lugares Contados)

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1 COMENTARIO

  1. Excelente cuento! Gracias Federico y BTI por tener la generosidad de compartirlo por este medio.

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