El hijo del molinero fue quien nos lo dijo.

El hijo del molinero era un chico alto, pálido y flaco, con una cabeza cónica y larga como una torre, cabellos rubios como el trigo y ojos somnolientos color celeste aguado. Creo que su nombre era Daniel, pero nadie lo llamaba así. Era “El hijo del molinero” o Elmarcianofernández. Habíamos fusionado totalmente su apellido a la única palabra que conocíamos para evocar la apariencia de un extraterrestre: marciano. En el castellano de este país latinoamericano las palabras habladas se encadenan, por lo tanto su nombre sonaba como una ráfaga de proyectiles: Elmarcianofernández. Sus más íntimos, nosotros, nos referíamos a él simplemente diciendo Elmarciano.

En el molino de Fernández, como en la plaza, era muy fácil hallar sapos para nuestros experimentos después de una larga noche de lluvia. Elmarciano dirigía las investigaciones usando instrumentos del equipo de química Frosiart que le había pedido prestado a Pedraza, Elcaballo. Aunque no podríamos decidir si nuestra alquimia apuntaba a una contundente anestesia o a un veneno infalible, una tensión compartida por el alborozo ante la larga agonía de los animales nos mantenía trabajando seriamente.

Con las espátulas rasas de vidrio que venían con el juego, era dificilísimo hacerles tragar a los sapos los mejunjes que hervíamos en el molino. A veces, nos enfurecían las frustradas tentativas de meterles garganta adentro las mezclas experimentales. Entonces, en lugar de insistir una vez más, tomábamos un enorme contrapeso de hierro de la maquinaria del molino y sumergíamos a los batracios hasta el fondo de un barril de madera, lleno de agua de lluvia que la mujer del dueño del molino usaba para regar las flores de su jardín. Dejábamos que los sapos se ahogaran lentamente. Se transformaban en el jamón de un sándwich hecho de madera del fondo del barril, y hierro del contrapeso del molino.

Cuando no andábamos vagando por las calles del pueblo en nuestras bicicletas o depurando nuestra sabiduría científica en el molino, caminábamos hasta la Laguna de Argüello para deambular por sus orillas, buscar hongos enormes para destruirlos a puntapiés, caminar sin rumbo entre las nubes de mosquitos, o arrojar piedras a las aguas estancadas y oscuras de la laguna.

“No muy lejos de la Laguna de Argüello”, dijo Elmarcianofernández.

Si pedaleáramos rápidamente por dentro del terreno de Frigoríficos Latinoamérica, posiblemente llegaríamos a tiempo para dar una ojeada antes del almuerzo [nuestros padres prohibían nuestra ausencia a la mesa familiar]. Elmarciano nos contó que no había visto ningún Centinela; si corriéramos agazapados por detrás del frigorífico, sería fácil pasar desapercibidos camino a La Escuelita, dado que muy raramente los Centinelas vigilaban los enormes terrenos de Frigoríficos Latinoamérica.

Pero igualmente no le creímos. No había nadie que pudiera corroborar su información y Elmarciano no era una fuente confiable: en las calles del pueblo no tenía su reputación tan establecida como para ser creído.

A pesar de nuestro escepticismo, sin aliento, rojo y transpirado [¿será eso lo que mamá llama pánico?],Elmarciano continuó insistiendo en que lo había descubierto por casualidad, mientras regresaba de robar naranjas del potrero del viejo Saluzzi. Nos dijo que, nervioso y cagándose de miedo de la temible escopeta de balas de sal del viejo Saluzzi, había corrido en dirección equivocada por dentro del potrero y, así, había ido aumentando a cada paso la distancia que lo separaba de su bicicleta. Preñado con más de media docena de naranjas de ombligo debajo de su suéter, se había arrojado al suelo y —dándose vuelta hasta quedar boca arriba— se había arrastrado por debajo del alambrado que separaba el potrero de Saluzzi de La Tierra de Nadie: la enorme pradera cuyo acceso estaba prohibido a todos los civiles del pueblo por disposición de El Ejército.

En la pradera, los viejos edificios de La Escuelita, abandonados hacía ya mucho tiempo, no estaban demasiado distantes del alambrado y por eso, apenas había percibido su error, Elmarciano había corrido hacia allá para esconderse: había permutado la amenaza constituida por las dolorosas balas de sal de la escopeta del viejo Saluzzi por la impensable posibilidad de que los binoculares de algún Centinela lo detectaran andando por La Tierra de Nadie. Fue por eso que se había filtrado rápidamente a La Escuelita, dijo Elmarciano.

Imposible.

Estábamos sentados en uno de los bancos verdes de la plaza, justo debajo del cartel enorme de El GeneralElmarciano describía los detalles borrosos que había conseguido divisar, mientras espiaba por un absurdo ojo mágico que había en la puerta de la cocina de La Escuelita. No podíamos creerle, pero igual seguimos escuchándolo atentamente, en silencio, rígidos. Entonces, una piedra rebotó contra el cartel, justo entre los ojos furiosos de El General, y fue a caer a menos de un metro de los pies de Elmarciano. Aterrorizado, Elmarciano saltó con desesperación. En ese momento Elcaballo Pedraza llegó trotando hacia el banco, riendo de la inesperada reacción exorbitante de Elmarciano ante su apedreo a El General.

 Elcaballo era el hijo del Teniente Pedraza. Todos concordamos en que si había alguien capaz de describir las características de La Escuelita, ese era él. Aunque Elcaballo tampoco estaba autorizado a entrar a La Tierra de Nadie, no obstante el rango militar de su padre [o justamente por eso], tal vez él podría al menos ayudarnos a confirmar que Elmarciano mentía, que sólo fanfarroneaba. Fue por eso que le pedimos que le contase la historia también a Elcaballo.

Cuando Elmarciano realmente alcanzó el centro mismo del relato de su aventura imposible, Elcaballodejó de reír. Una expresión que no conocíamos, y no pudimos identificar, apareció en su rostro y ahí permaneció, congelada. Elmarciano terminó de repetir lo que había visto a través del ojo mágico. Elcaballono dijo nada y — cuando empezamos a preguntarle si coincidía con nosotros en que todo eso no era nada más que un cuento ridículo— miró hacia el reloj de la torre de la iglesia. Seguimos sus ojos y vimos que era la hora del almuerzo. Nos dimos unos últimos empujones, uno o dos puñetazos brutalmente amistosos y caminamos hacia los árboles contra los que habíamos apoyado nuestras bicicletas. Yo me apresuré hacia la panadería para comprar seis panes. No podía regresar a casa sin ellos: eran la razón por la que estaba en la calle a esa hora.

Dos en punto de la tarde. De guardapolvos blancos, estamos sentados en la clase de Historia, todos bien limpitos, después de haber sido frotados hasta brillar, y con nuestro cabello cuidadosamente peinado. El maestro nos cuenta la Campaña de la Independencia. Habla de las Glorias Militares de Nuestro Pasado y del heroísmo de los valientes próceres que dieron sus vidas por nuestra patria en los muchos Campos del Honor, de cómo La Guerra y La Muerte Heroica son las Piedras Fundamentales de Nuestra Identidad Nacional. Pero Elmarciano no presta atención y Elcaballo hoy faltó a la escuela. Sé que no está enfermo. Lo vi por última vez desde la puerta de la panadería: iba pedaleando frenéticamente hacia El Regimiento.

Cuando la clase está a punto de terminar [somos todo oídos esperando la campana], la voz del profesor es sepultada por el rugido de las orugas de un convoy antiterrorista que marcha hacia El Regimiento. Las ventanas del salón de clase tienen barras de hierro y vidrios opacos, por ende no podemos ver las tanquetas que pasan por la calle. Aun así, alcanzamos a discernir las siluetas congeladas de los ametralladoristas. Sus sombras pasan como si fuera por televisión, cabezas de soldados de plomo deslizándose por los vidrios esmerilados de las ventanas del salón, sus cascos —temibles hongos de acero— vibrando sobre las torres de los vehículos blindados.

En ese momento Elmarciano comienza a vomitar.

De noche. El pueblo está sumergido en sombras y silencio; solamente los silbatos de los Centinelasdialogan entre sí en el vacío de El Toque de Queda. En el living, está encendida la TV: otro discurso de Los Jefes de la Junta Militar. Mis padres lo están mirando; la voz monótona y amenazadora de El General es el sonido predominante. Escucho atentamente las breves intervenciones de El Almirante. Una vez le oí decir a mamá, “El almirante parece estar siempre drogado“. No sé lo qué eso significa.

El General continúa hablando y recuerdo el estruendo de las orugas. El General suena igual.

Casi a medianoche. Todos nosotros ya deberíamos estar dormidos, pero no puedo olvidar la estúpida historia de Elmarciano sobre La Escuelita. Sé que todo es un montón de mentiras; él jamás se atrevería a entrar a La Tierra de Nadie, mucho menos a La Escuelita. Ni siquiera por equivocación. Pero también sé que todos estamos todavía despiertos; que Elcaballo está rígido en su cama, con esa extraña expresión aún estampada en su rostro, esa que puso cuando Elmarciano comenzó a hablar de las paredes azulejadas, de las manchas púrpuras, de los cuerpos desnudos y amoratados, del hierro de las cadenas y los grilletes.

También en su cama, lo sé, Elmarciano permanece trémulo; los temblores hacen vibrar su cabeza, como los cascos de los ametralladoristas. Vive su terror silenciosamente y —haciendo un gran esfuerzo, realmente un esfuerzo enorme— trata de alcanzar la parálisis absoluta: se imagina que si consigue suprimir cualquier señal vital —tanto de su conciencia como de sus sentimientos— tal vez pueda proteger a sus padres. Si lo logra, quizás aleje al molinero Fernández y a su mujer de la proximidad de La Escuelita. A pesar de tener el estómago vacío, los espasmos amenazan con hacerlo vomitar aún un poco más. Infructuoso, Elmarcianotrata de silenciar las arcadas que lo aquejan. Mira fijo hacia la oscuridad, pero no puede dejar de ver los ojos desmesuradamente abiertos, cristalizados. Las bocas sangrantes y desdentadas; los dedos sin uñas, los genitales chamuscados.

Y todavía oye Los Gritos.

Sin creer en absoluto la historia insensata de Elmarciano, todos los chicos del pueblo —todos nosotros, lo sé, estamos bien despiertos y seguiremos así: insomnes en las sombras, tratando de vislumbrar la lámpara que cuelga del techo, deseando que alguien viniese a encenderla.

Deseando que ya fuera mañana.
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New York City, 24 de marzo de 2012

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