
El Papa Francisco se ha ido, pero su huella no se borra. Su funeral, tan inusual como profundamente simbólico, fue la imagen perfecta de la Iglesia que él soñó y encarnó: una Iglesia abierta, humilde, cercana, donde caben todos, especialmente aquellos a quienes el mundo suele dejar afuera.
Este 25 de abril, no fueron sólo cardenales y autoridades quienes lo despidieron. Junto a su féretro, en la Basílica Papal de Santa María la Mayor, marcharon personas trans, migrantes, personas sin hogar y presos. Cada uno de ellos portaba una rosa blanca. No fue una decisión del protocolo vaticano: fue su último deseo. Porque Francisco, hasta en su muerte, quiso recordar de qué lado estaba —y con quiénes caminó.
Desde que asumió el papado en 2013, Jorge Mario Bergoglio rompió moldes. Eligió el nombre de Francisco para que nunca se olvidara de los pobres. Rechazó vivir en el Palacio Apostólico. Lavó los pies de reclusos y mujeres trans en Jueves Santo. Habló de misericordia más que de normas. Abrió puertas. Escuchó. Y sobre todo, dio voz a quienes no la tenían.
En un mundo atravesado por el ruido, los muros, la polarización y la indiferencia, él insistió en la ternura, el diálogo, la paz y el perdón. Denunció una economía que mata, una cultura que descarta, una política que no abraza. Y no se quedó en discursos: lo vivió. Por eso, su último gesto —ser acompañado por los excluidos— no es sólo una despedida. Es un mensaje.
El mundo llora a Francisco porque supo ser pastor. Porque mostró que se puede ser firme sin ser duro, claro sin ser hiriente, y profundamente creyente sin dejar de ser profundamente humano. La Iglesia, con él, volvió a parecerse al Evangelio. Y ahora, su partida deja un llamado: no retroceder.
Francisco se fue como vivió: rodeado de los últimos. Pero su legado queda. Y si lo escuchamos, sabremos que su Iglesia —esa Iglesia amplia, humilde, y al servicio de todos— es todavía posible.
Comentarios de Facebook