
Es el recreo largo; estamos en el patio del Ferrari.
Todos de guardapolvos blancos, la mayoría rectos, abrochados al frente de extremo a extremo; los de los “hombres” con solapa finita y abiertos hasta el tercio superior del pecho. Algunas “mujeres” llevan el mismo guardapolvo modernoso, mientras otras todavía usan el tradicional: elegante, almidonado, abotonado atrás, con cuellito doble cerrado por el primer botón en la nuca. De pechera tableada y lazo sobre las caderas: una cinta terminada en un moño bien armado, anudado atrás, bajo la espalda —sus puntas anchas y extendidas en forma diagonal. Tan almidonado es este uniforme que logra una rigidez acartonada y transforma a esas chicas que lo llevan en “muñecas que caminan”. Caminan, sí, a lo largo del piso de cemento gris del patio, lo que acentúa aún más el albo brillo de esa tela alisada y estirada por las madres sobre la tabla de planchar durante el frío amanecer del largo invierno bonaerense.
Clarita viste uno de estos últimos; la Negra, modernosa, lleva uno como los nuestros, los primeros, hechos de tela de polyester “inarrugable” – una maravilla tecnológica [que libera a las madres de la plancha] recién llegada al mercado, como los son también las blusas de banlon que visten las alumnas; esta es una tela stretch gomosa que se adhiere al torso, enfatizando el corpiño armado hacia dos puntas prominentes, en vogue allá por esos años. También confeccionadas en polyester inarrugable son nuestras “camisas sociales”, que usamos abrochadas hasta la nuez de Adán, y con corbata —de acuerdo a las especificaciones y designios de Don Bigatti [como lo llamaba mamá].
El cabello no puede tocar el borde superior del cuellito de polyester de la camisa, caso contrario el Doctor [el término de tratamiento apropiado que la etiqueta deferente designa para que los profesores se refieran o dirijan a él] te detendrá en la doble puerta de la calle Bulnes, casi en la esquina que hace diagonal con la Cancha de Atlético [que a esa hora temprana —el timbre suena a las 7:15— se asemeja a un vacío, silencioso y verde potrero].
El Director del Ferrari te rechazará ya allí, en la vereda helada misma, y te ordenará volver sobre tus pasos, después de haberte tironeado el pelo hacia arriba. Tomará con sus dedos cortos y regordotes [un anillo de oro 18 quilates coronado por el enorme brillante en el meñique coqueto] la rebelde e insultante “cola de pato” de cabello engominado —aquella que se forma en la nuca cuando éste ya ha alcanzado un largo considerado “indecente”. Lo hace inaceptable y le atribuye este carácter un abstracto padrón Bigattiano, que esta autoridad máxima del colegio [el Doctor] intuye y espera que satisfaga las expectativas morales y estéticas de la Obra Educativa Parroquial. Ese castigo y suspensión de clase por un día —ese exilio temporario— te insertará hasta que te cortes el cabello dentro de la categoría de los alumnos indeseables.
Desterrado a la peluquería.
Pero, sabés, estamos ya en el recreo largo: ‘la’ Chicha Avendaño vende sándwiches de mortadela hechos con un delicioso pan caliente [cuya proveniencia debe ser la Panadería de Savoy, la más cercana al colegio]. Los expende desde la ventana de la sala de música, a la izquierda del baño femenino, trasformada ahora —por la duración de ese recreo— en un kiosco que alberga tan sólo esos sándwiches y Coca-Colas. Bien se conoce la norma a aplicar cuando tus compañeros te piden un mordisco: “demarcar” con la punta de los dedos el ‘limite aceptable’ de sándwich a ser consumido por este tercero, para impedir que el mordisco se transforme en el poderoso “mordiscón” invasivo que haría desparecer la mitad —o más— de tu merienda de la media mañana. La venganza cruel del mordedor será cerrar, feroz, las fauces sobre esos dedos, renunciando así a la porción de alimento ofrecida, pero satisfaciendo en cambio el sádico deseo de punir a puro diente todo y cualquier egoísmo perceptible.
Así entonces procede la mecánica del recreo largo. Quienes tenían monedas beben su gaseosa y comen su mortadela, mientras los indigentes van al grifo contiguo al tapial que separa el colegio del chalet de los Witte [y su gigantesco gomero, y su planta de paltas] a engañar el estómago con agua —o a fumar, clandestinos infractores, en el baño. Grupitos segregados por género se forman aquí y allí, varios bajo la centenaria palmera, única vegetación del vasto —y de otro modo, desolado— espacio de nuestro esparcimiento matinal.
Conversamos: risotadas y altas voces dispersas resuenan en el patio, golpean contra las paredes de la vieja casona, y rebota su eco convertido en eso que llamamos “algarabía”. Los celadores suben o bajan por la escalera caracol de hierro que lleva a los salones de clase del segundo piso [los vigilamos, porque sabemos que cuando cualquier uno de éstos —sea Avendaño, Righini, o Beto González— se acerque a la base de la escalera, oprimirá el botón del timbre para señalizar el fin del recreo].
De pronto, los ojos de los neuróticos que controlan de modo obsesivo las señas elocuentes del fin del recreo avistan un ser irreconocible, inexplicable —allí donde el corredor de entrada al colegio termina y desemboca en el patio [y donde el primer escalón del caracol de hierro espera nuestras suelas ascendientes].
Esta anormalidad paraliza a los vigías del fin del recreo. Su inmovilidad y mutismo nos advierte la inminencia de un momento y episodio trascendentales y TODOS LOS OJOS del colegio se dirigen a ese punto. Así muere el bullicio y nace un silencio singular, único. El cuerpo estudiantil de ese colegio secundario se transforma en un parque de estatuas enmudecidas y sordas —tal como sucedía entre la primera y segunda campanada de fin del recreo de la Escuela [primaria] Número Uno, José de San Martín, frente a la Iglesia de Santiago Apóstol.
En esa arcada [coronada por un “medio punto” de vidrio dividido en paneles, “a lo vitrail”] que se abre al final del corredor de entrada del Ferrari, donde éste se conecta al patio, de pie frente nosotros se halla un “muchacho” [un “muchacho”, ¡no un “chico” como nosotros!]. En lugar del guardapolvo blanco él usa un traje marrón oscuro completo, en tres piezas: pantalón, chaleco y saco sobre la camisa y corbata. Sus extremidades desaparecen dentro de un par de zapatos al tono, lustrados a espejo. Está afeitado a la perfección, de ANTEOJOS OSCUROS de vidrio fumé degradé y marco grueso rectangular; y –¡horror!—, no lleva portafolios: con la palma de su mano derecha firme contra su cuerpo, apretados sobre el bolsillo lateral del saco, sostiene dos o tres cuadernos y un libro [¿Dónde diablos tiene la “cartuchera” con los lápices, la goma, el sacapuntas y la lapicera?].
La corriente energética de todos los ojos de ese patio fijos en su persona también lo paraliza. Cacho Camino mira hacia ningún lugar [intuimos que hay unos ojos entrecerrados detrás de los anteojos; no intimidados, pero tampoco desafiantes —no “eye contact whatsoever” con nadie [“sin establecer ningún tipo de contacto visual en absoluto” con nadie, como hoy decimos y constituye una regla inflexible en New York City]. ¿Es ésto timidez o un gesto táctico, una técnica gestual de sobrevivencia? No lo sabemos.
A la gomina también, pero no con la “lambida de vaca” de rigor en el pueblo, sino con un atisbo de jopo que se integra a un peinado armado artísticamente y de acuerdo a una moda que desconocemos, se presenta “El Terapéutico” ante nosotros por esa vez primera. Nadie se le aproxima; a nadie él se aproxima. Como espadachines antes del duelo, permanecemos enfrentados. Piadosamente alguien hace sonar el timbre [No sabremos quién ha oprimido el botón susodicho: nuestros ojos son inservibles para identificarlo; como liebres frente a los faroles, nos hallamos deslumbrados por lo desconocido]. Emerge el Dr. Bigatti de su oficina, cuya puerta se localiza de modo estratégico en el medio exacto del corredor, y viene al encuentro [al rescate] de “El Rosarino”.
Pasarán los días; intercambiaremos las primeras palabras desacostumbradas y torpes, nos sorprenderá inicialmente el habla extraña, elaborada y erudita de Cacho Camino; pero nos acostumbraremos y aceptaremos ese léxico diferente, de individuo crecido en [y proveniente de] nuestra segunda gran ciudad nacional; compartiremos algún cigarrillo, y de forma serena y natural se resolverá el lógico conflicto sociocultural que se establecía en ese universo previo a la Era de la Información, antes de que surgiera este mundo de sociedades globalizadas, cuando, previo a la nacionalización de nuestra cultura, lo que regía nuestras formas e identidades era el localismo —mucho antes del adviento de la Edad Posmoderna.
Nos reconoceremos como iguales en el patio, en el salón de clase, en el Café la Suiza, en los bancos de la plaza, en el Hotel de las Naciones, en la Costa, en la iglesia —durante la misa obligatoria del domingo. Aprenderemos a oír y aceptar a Cacho Camino. Y Cacho Camino, el Terapéutico, el Rosarino abandonará el traje, llegará al colegio de guardapolvos de polyester, comprará el portafolio; pero NUNCA JAMÁS disminuirá el jopo elegante de la Calle Córdoba, del Café Newport de Rosario. Raíces. Igualmente acabará siendo “uno de nosotros”, “uno de los nuestros” — Con esta última expresión significamos ese concepto unificador y absolutista que no sólo incorpora a Cacho Camino a nuestro grupo y le confiere nuestra identidad sino que también lo inserta dentro del cofre donde atesoramos nuestro patrimonio, esa inclusión que lo hace parte de nuestra “propiedad” local colectiva, ‘común’.
Con su voz incomparable, grave y articulada, Cacho Camino cantará zambas, cuecas y chacareras en las peñas y fogones de los festivales; y un día subirá a los escenarios del San Martín y del Colón. Siendo el Don Zoilo de Barranca Abajo, Cacho Camino eleva la interpretación de ese personaje a un nivel stanislavskiano. En el famoso monólogo trágico del acto final de esta obra de Florencio Sánchez, ausente de su voz —ahora universal— todo vestigio rosarino, Cacho Camino —su Don Zoilo— entona y articula la penuria del criollo arquetípico de la tragedia campestre argentina, de una nación en desencanto. Cacho Camino nos descorre el velo de pudor que nos ha mantenido insensibles hasta ese instante de quiebra —y nos inflige por el artificio de su empatía actoral el sufrimiento postrero de aquel paisano que una vez pobló por doquier nuestras pampas ancestrales. El Terapéutico deviene Don Zoilo ante nuestros ojos, mientras nos destruye el alma con su voz dolorosa y dolorida. Atrona los muros del teatro su lamento gaucho. Cacho Camino se perpetúa de forma indeleble en la historia del arte escénico local, inscribe un hito perenne en nuestra memoria teatral. Dice:
Agarran a un hombre sano, güeno, honrao, trabajador, servicial, lo despojan de todo lo que tiene, de sus bienes amontonaos a juerza de sudor, del cariño de su familia, que es su mejor consuelo, de su honra… ¡canejo!… que es su reliquia; lo agarran, le retiran la consideración, le pierden el respeto, lo manosean, lo pisotean, lo soban, le quitan hasta el apellido… y cuando ese desgraciao, cuando ese viejo Zoilo, cansao, deshecho, inútil pa todo, sin una esperanza, loco de vergüenza y de sufrimientos resuelve acabar de una vez con tanta inmundicia de vida, todos corren a atajarlo. « ¡No se mate, que la vida es güena!» ¿Güena pa qué?
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Y entonces llegará el verano. Cuando impere implacable el sol abrasador [y abrazador] de la una de la tarde, fumando negros Particulares y rubios Jockey Club, arrastraremos las ociosas alpargatas rumbo al Club Regatas. Ya de vacaciones patearemos hacia el Bajo con Cacho Camino, unidos en esa cohesión armónica que muestran ciertos equipos de fútbol en las fotos de la revista “El Gráfico” —Baraderenses.

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New York – 15 de enero de 2016
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