
La política argentina tiene una vieja costumbre de negar lo evidente. Y el reciente fracaso de la ley Ficha Limpia en el Senado no fue la excepción. Detrás del voto en contra de los senadores misioneros, que torció el destino del proyecto, se esconde un entendimiento incómodo pero real entre dos fuerzas que, en público, se presentan como enemigas irreconciliables: el kirchnerismo y el gobierno de Javier Milei.
Nada de esto es casual. Cristina Fernández necesitaba que esa ley no avanzara, porque la inhabilitaría electoralmente. Milei, por su parte, no estaba dispuesto a regalarle una victoria a la oposición radical y peronista no K, que impulsaba la iniciativa. Pero hay algo más: el oficialismo priorizó evitar un frente opositor unido y preservar ciertos acuerdos subterráneos, como el blindaje de Karina Milei en medio de los cuestionamientos por sus viajes oficiales.
Lo llamativo no es que existan estas negociaciones ocultas—al fin y al cabo, la política es el arte de lo posible—, sino la tozudez con que ambos lados insisten en fingir que no ocurren. Cristina habla de «resistencia» mientras celebra en privado; Milei grita contra «la casta» pero negocia en silencio con sus representantes. Es el mismo guión de siempre, solo que con actores distintos.
Quizás el verdadero problema no sea el pacto en sí, sino lo que revela: un sistema donde las reglas se improvisan según conveniencia y donde la grieta es útil como espectáculo, pero se desvanece cuando hay intereses en juego. La Ficha Limpia murió, pero la farsa continúa. Y el público, una vez más, se queda sin saber quién realmente escribió el libreto.
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