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Interés general

El Templo (por Hugo Pezzini)

El Templo (por Hugo Pezzini)

El Templo (por Hugo Pezzini)

10/10/2014

Categoría: Interés general, xHoy1

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El Templo

Miguel está moviendo palancas en la Pavoni. Ya lo veo desde la puerta, y oigo claramente los resoplidos eficientes de la emisión del vapor que Miguel manipula a su manera para crear el café exprés per-fec-to. Frente a él, delante del mostrador, cuenta fichas metálicas Cesáreo; su blanca chaqueta con vivos finitos azul marino y botones plateados se ilumina porque recibe el resplandor del sol primaveral de la una de la tarde. Las mesas casi vacías pronto se colmarán de hombres y muchachones. Llegamos no sólo por el café posterior al almuerzo, sino también por la enorme trastienda en la que dentro un par de años haremos nuestro Baile de la Primavera y, después de éste, bailes de estudiantes todos los sábados a la noche –y por un tiempo también las matinées de los domingos al atardecer. Lo inauguraremos el Día de la Primavera, pero las reuniones danzantes de fin de semana continuarán hasta el fin de ese año lectivo. El Centro de Estudiantes intercolegial negociará con Miguel el uso de la trastienda, en términos que nunca conoceré. Habrá además una especie de semi-contrato no explícito con Los Cinco Diamantes como orquesta permanente, así que la guitarra del Negro Castro y la voz de Juan Humberto de los Santos harán mover a las parejas que llenarán la trastienda hasta que no quepa un alma más. Eso no terminará el ritual sagrado que acompaña mi casi adolescencia y mi adolescencia misma, hasta mucho después de haber dejado Baradero para estudiar ingeniería industrial en Buenos Aires.

El salón del café propiamente dicho —que llamamos La Suiza— es enorme; uno de los mayores del pueblo en su época de oro, casi del mismo tamaño (o aún más grande) que el bar del Hotel de las naciones. Creo que el hotel siente la fuerza magnética del café La Suiza, ya que desde sus vidrieras ha comenzado a llamar a los que pasan con la publicidad discreta de sus productos: los cristales de sus ventanas ahora están decorados con pequeñas pinturas en color pastel. En uno de los dos que dan hacia Oro hay un hermoso pocillo humeante de café y, bajo el mismo, diestras letras de filetero anuncian “Café Crema”. Hay además en la otra vidriera sobre la misma calle una copa de elegantes líneas curvas con un largo palillo atravesando una cereza o aceituna, y la misma caligrafía fileteada reza “Cócteles”, todo también pintado en suaves colores pastel. No era necesario: Las Naciones está frente a la Plaza Mitre, así que los largos escalones de granito amarillo-crema que existen bajo las ventanas y los umbrales de sus tres entradas (o al menos el de la esquina y el que da a Oro) nos tendrán allí parados a cada atardecer, viendo pasar a las chicas, los coches, el tiempo, la vida. Nada más natural que entrar después de un rato a beber, cuanto menos ese café crema. O tal vez una Coca-Cola con Pineral o con fernet Branca.

El café La Suiza no tiene ni siquiera un cartel con su nombre; no lo necesita – es un anexo a la Casa Suiza. Al principio estuvo integrado de forma orgánica en su estilo al edificio principal, pero Miguel Fernández hizo una importante reforma durante la cual los antiguos ventanales fueron substituidos por largas ventanas rectangulares dispuestas de forma horizontal, que dejan ver todo el interior del local, y a los parroquianos ver ambas calles, Oro y Aráoz, desde cualquiera de sus mesas. El café perdió las líneas algo barrocas de mampostería del conjunto edilicio suizo, y también sus ventanas verticales, pero no ha perdido su virilidad en absoluto: la re-construcción de los dos frentes de La Suiza es discreta y masiva. Sólido —este nuevo exterior (y el interior, claro) no se aleja demasiado de lo que se llama en la jerga arquitectónica “estilo brutalista”. Es hermoso – en especial porque este edificio opta por “no decir”. Su satisfacción parece residir tan sólo en existir y recibirnos. Los pesados marcos de metal de las doble-puertas y las ventanas –en un color bordó que de cierta forma ‘cita’ el antióxido— se deslizan fácilmente en sus goznes y rieles. Uno no precisa ni levantarse de la mesa para empujar hacia arriba la enorme ventana y recibir así el aire de la calle y las voces de los transeúntes, o para llamar desde las mesas al amigo que pasa por la vereda de enfrente, casi llegando a la esquina de Purina, frente al Correo. Las paredes del frente de La Suiza fueron revocadas a propósito en una textura arenosa o granulada, y pintadas en un blanco grisáceo pálido, o tiza, que llevan a uno a dudar si es pintura o la terminación natural de un revoque demasiado claro. Las losas enormes que constituyen los umbrales de las dos entradas, tanto el de Oro como el de Aráoz, son de un granito negro que de modo ostensivo proclama ‘no quiero ser mármol”. Miguel arquitectó su reforma pensando, “este bar es un lugar de hombres”.

El piso de mosaicos sólo se interrumpe en su continuo diálogo de colores oscuros y sobrios allí donde se apoyan las patas de las mesas de oscura madera sin manteles (al menos por un tiempo —luego vendrán los manteles blancos y carpetas de color rojo sangre diagonalmente dispuestas sobre los mismos), sobre las cuales descansan los solitarios ceniceros de loza de Martini o Cinzano. Esas mesas, y sus sillas del mismo material y tono, ocupan todo el espacio en una simetría perfecta, dejando tan sólo dos largos pasillos –uno desde cada entrada, hasta el masivo mostrador que abarca todo el fondo, desde la derecha del observador que accede al café por la entrada principal de Oro, hasta la puerta misma que lleva a la trastienda. Hay allí, hacia la izquierda de esa puerta, una especie de cuadrilátero encajonado entre las paredes del fondo (un ‘reservado’ natural), una vez que acaban los metros que le ha robado a los suizos y a Miguel el local que existe entre el cine de la Casa Suiza y La Suiza. En ese otro espacio sagrado, aledaño al café, opera su magia nuestro Merlín heladero local: Hugo Erb crea un producto que compite en su perfección con el exprés de Miguel. Sus sofisticadas cremas y frutas heladas me llaman, y me cuelo por el pasaje interno de empleados (y “amigos”), a elegir uno de sus sabores y regresar a la mesa donde se discute el universo. A veces el proceso es inverso, y es mi tocayo Hugo Erb quien usa el pasaje para venir a nuestra mesa: se sienta en cualquier vacía, dispuesto a aportar las teorías que sueñan sus diáfanos ojos azules, o simplemente permanece de pie detrás de nosotros, oyéndonos. A mi espalda y en silencio, tal vez apoye sus enormes manos en mis hombros un par de segundos –confirmando la ternura que alberga el alma de este hacedor de maravillas.

O en vez de regresar con el helado a la mesa puedo ir a la trastienda, adentrarme en la enormidad del salón donde resuena el cubilete que arroja los dados de la generala. Ahí observaré las dramáticas señas faciales de los que juegan al truco en parejas; oiré sus voces cantando sorprendentes falta envidos, respondidos a menudo con flores en rimas poéticas; o entonces esas flores respondidas a su vez por terminantes contraflores al resto. Existe todavía el ámbito más silencioso de escobas de quince, poker, canasta, dominó y ajedrez –en la salita menor contigua, hacia la derecha de la trastienda. Allí se recluyen aquellos que no quieren el sonido imperante en la primera, producido por los mencionados gritos de los jugadores de truco, los cubiletes de cuero agitando dados, o las ensordecedoras explosiones, secas como tiros de pistola, del “ping”y el “pong” – que hacen las pelotitas al recibir el castigo de las rapidísimas raquetas de pura madera terciada, elegidas por los que las prefieren por su velocidad a las de superficie de goma con pólipos erectos y sobresalientes donde las pelotas rebotan más suaves y silenciosas. Además, suenan los tacos contra las bolas de billar, que operan los que se sitúan en el centro mismo del salón, donde impera la majestuosa mesa de caoba y felpa verde, brillando hermosa bajo la enorme araña de bronce con brazos que soportan más de cincuenta lámparas (que cambiaremos por bombitas de colores cuando nos apropiemos de la trastienda para nuestros bailes). Se oye al final el estruendo de los botines de hierro al patear sin ningún albedrío personal las pelotitas de madera. Dos o a veces cuatro contrincantes humanos se enfrentan dando toda su atención visual a las filas de esos jugadores robóticos que están eternamente empalados por las lanzas paralelas. Luego los ojos de los rivales humanos se apartan de la mesa y se fijan en un mutuo desafío, mientras manejan sin mirar, por puro instinto, a los gladiadores de metal: Los primeros empuñan con destreza firme las manivelas engrasadas por tantas manos que pasan por el metegol –que es la cancha donde juegan esclavizados los segundos. Todos en realidad son prisioneros perpetuos de las barras de hierro: los jugadores metálicos de utilería y sus titiriteros humanos. Estos últimos, antes fueron al mostrador del café y entregaron sus billetes y monedas a las manos de Miguel, que cambiaron ese dinero por grises fichas redondas de aluminio acanalado. Cada una se deslizará con la precisión de una llave al ser insertada en la ranura que hay bajo la palanca, de la que tirarán los marionetistas para recibir las ocho pelotitas de madera que se disputarán las marionetas de hierro. Cada nueva ficha decide el destino del eterno clásico entre Boca y Ríver.

Sí. Además del hogar, la escuela, la iglesia y la plaza, La Suiza es el otro ámbito donde nos definimos y entendemos – es el otro lugar donde aprendemos a ser nosotros. Allí existe una mesa a la cual se sientan los hermanos Mili y Julio Genoud, Scheitlin y otros expertos mecánicos, y podemos acudir fierreros y tuercas a saber cómo se cruza un árbol de levas. En otra mesa está Miguelito Mori. De él aprendo no solo de pan y fútbol, sino también sobre el tamaño del mundo, todavía tan lejano para mí: me muestra, y nos hace oír a todos, una radio alemana Telefunken portátil de onda corta y larga –de sonido perfecto y potencia estridente. Después extrae de su bolso y libera a los mosaicos un avioncito que carretea solo –descerrajando agudas sirenas y encendiendo luces que iluminan los rincones más oscuros del café. Son artefactos que trae de Europa este triple campeón de América rubio que domina la pelota para los rojos y después para Racing. A otra mesa se sientan el Flaco Lapadula y el Conde Ursi, quienes –haciendo eco a las palabras de tío Nito en San Pedro– me ayudan a descubrir el revisionismo histórico. A veces nos interrumpe un personaje mítico del pueblo, José Gómez, quien a cambio de un vaso de vino (“Che pibe, págame un tinto”), nos cantará el tango Nostalgias o Malena, oscilando levemente en su ensueño alcohólico, con ojos llorosos y un vibrato interminable y empalagoso. El bar se silencia para oír su voz, mientras desde la puerta nos observa en medio de esa quietud pre-tango –sempiternamente de pantalón, medias y zapatos negros, y camisa blanca con un faldón afuera de la cintura— nuestro filósofo inaccesible e incomprensible: Reinoso. No aterrizaremos jamás. En un rincón, trabaja sobre un block de papel canson blanco José Gabino Tapia, dibujándome a la carbonilla con un enorme cabezón: es mi apodo, y lo seguirá siendo hasta que —después de ese baile de la primavera (es mi quinto año en el Santiago Ferrari), ya de madrugada, sentados a una mesa con Nani Podestá, Minino González, Coqui y Rubén Coria, Polito Capitanelli, Hugo Ottina y el Burro Santagatti—el prelado oficiante Piki Schlegel decida que seré para siempre el Mono Pezzini. Y así me rebautiza.

La Suiza es un templo.

pas

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New York – 7 de octubre de 2014

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