Miguel mueve palancas en la Pavoni. Lo diviso ya desde la puerta, y oigo con claridad los resoplidos eficientes de la máquina al emitir el vapor que Miguel controla a su manera y así crea el café expreso per-fec-to. Frente a él, delante del mostrador, Cesáreo cuenta fichas metálicas; su blanca chaqueta con vivos finitos azul marino y botones plateados se ilumina porque recibe el resplandor del sol primaveral de la una de la tarde.

Las mesas casi vacías pronto se colmarán de hombres y muchachones. Llegamos no sólo por el café posterior al almuerzo, sino también por la enorme trastienda. Dentro en un par de años haremos nuestro Baile de la Primavera allí,  y, después de éste, también comenzaremos a organizar bailes de estudiantes todos los sábados a la noche. El frenesí de este momento histórico de explosión de la «musica popular» en argentina (y el nacimiento de los «boliches bailables»), nos llevará a agregar además las «matinés bailables» de los domingos al atardecer. Lo inauguraremos el Día de la Primavera, pero las reuniones danzantes de fin de semana continuarán hasta el fin de ese año lectivo.

El Centro de Estudiantes intercolegial negociará con Miguel el uso de la trastienda, en términos que nunca conoceré. Habrá además una especie de semi-contrato no explícito con Los Cinco Diamantes como orquesta permanente, así que la guitarra eléctrica del Negro Castro y la voz de Juan Humberto de los Santos harán mover a las parejas que llenarán la trastienda hasta que no quepa un alma más. Eso no terminará el ritual sagrado que acompaña mi casi adolescencia y mi adolescencia misma, hasta mucho después de haber dejado Baradero para estudiar ingeniería industrial en Buenos Aires. Pero la función específica de la trastienda, «el salón del fondo», es albergar el juego y los juegos de hombres.

Pero, por ahora volvamos al café propiamente dicho.

El salón del café —que llamamos La Suiza— es enorme; uno de los mayores del pueblo en su época de oro, casi del mismo tamaño (o aún más grande) que el bar del Hotel de las naciones. Creo que el hotel siente la fuerza magnética del café La Suiza, ya que desde sus vidrieras ha comenzado a llamar a los que pasan con la publicidad discreta de sus productos: los cristales de sus ventanas ahora están decorados con pequeñas pinturas en color pastel. En uno de los dos que dan hacia Oro hay un hermoso pocillo humeante de café y, bajo el mismo, diestras letras de filetero anuncian “Café Crema”.

Hay además en la otra vidriera sobre la misma calle una copa de elegantes líneas curvas con un largo palillo atravesando una cereza o aceituna, y la misma caligrafía fileteada reza “Cócteles”, todo también pintado en suaves colores pastel. No era necesario: Las Naciones está frente a la Plaza Mitre, así que los largos escalones de granito amarillo-crema que existen bajo las ventanas y los umbrales de sus tres entradas (o al menos el de la esquina y el que da a Oro) nos tendrán allí parados a cada atardecer, viendo pasar a las chicas, los coches, el tiempo, la vida. Nada más natural que entrar después de un rato a beber, cuanto menos ese café crema. O tal vez una Coca-Cola con un chorrito de Pineral o uno generoso de fernet Branca.

El café La Suiza no tiene ni siquiera un cartel con su nombre; no lo necesita – es un anexo a la Casa Suiza. Al principio estuvo integrado de forma orgánica en su estilo al edificio principal, pero Miguel Fernández hizo una importante reforma durante la cual los antiguos ventanales verticales fueron substituidos por largas ventanas rectangulares dispuestas de forma horizontal, que dejan ver todo el interior del local a quien mira desde afuera, y a los parroquianos ver ambas calles, Oro y/o Aráoz desde cualquiera de sus mesas.

El café perdió las líneas algo barrocas de mampostería del conjunto edilicio suizo, y también sus ventanas verticales, pero no ha perdido su virilidad en absoluto: la re-construcción de los dos frentes de La Suiza es discreta y masiva. Sólido —este nuevo exterior (y el interior, claro) no se aleja demasiado de lo que se llama en la jerga arquitectónica “estilo brutalista”. Es hermoso – en especial porque este edificio opta por “no decir”. Su satisfacción parece residir tan sólo en existir y recibirnos.

Los pesados marcos de metal de las doble-puertas y las ventanas –en un color bordó que se parece al antióxido— se deslizan fácilmente en sus goznes y rieles. Uno no precisa ni levantarse de la mesa para empujar hacia arriba la enorme ventana y recibir así el aire de la calle y las voces de los transeúntes, o para llamar desde las mesas al amigo que pasa por la vereda de enfrente, casi llegando a la esquina de Purina, frente al Correo.

Las paredes del frente de La Suiza fueron revocadas a propósito en una textura arenosa o granulada y a continuación pintadas en un blanco grisáceo pálido, o tiza, que llevan a uno a dudar si es pintura o la terminación natural de un revoque demasiado claro.

Las losas enormes que constituyen los umbrales de las dos entradas, tanto el de Oro como el de Aráoz, son de un granito negro que de modo ostensivo proclama ‘no quiero ser mármol”. Miguel arquitectó su reforma pensando, “este bar es un lugar de hombres”.

El piso de mosaicos sólo se interrumpe en su continuo diálogo de colores oscuros y sobrios allí donde se apoyan las patas de las mesas de oscura madera sin manteles (al menos por un tiempo —luego vendrán los manteles blancos y carpetas de color rojo sangre dispuestas en diagonal sobre los mismos), sobre las cuales descansan los solitarios ceniceros de loza con logotipos Martini o Cinzano. Esas mesas y sus sillas —del mismo material y tono— esparcidas con generosidad, ocupan todo el espacio en simetría perfecta, dejando tan sólo dos largos pasillos. Uno desde cada entrada éstos se dirigen hacia y alcanzan el masivo mostrador, que abarca casi todo el fondo del local.  A la izquierda del mismo, para el observador que accede al café por la entrada principal de Oro, se halla puerta que lleva a la trastienda. 

Todavía más hacia la izquierda de esa puerta, se descubre una especie de cuadrilátero encajonado entre las paredes del fondo (un ‘reservado’ natural), determinado por el local que se interpone entre el cine de la Casa Suiza y La Suiza. Ese es otro espacio sagrado: aledaño al café, opera su magia nuestro Merlín heladero local. Allí Hugo Erb crea un producto que compite en perfección con el café expreso de Miguel Fernández. Sus sofisticadas cremas y frutas heladas me llaman, y me cuelo por el pasadizo interno de empleados (y “amigos”), a elegir uno de sus sabores y regresar a la mesa donde se discute el universo.

A veces el proceso es inverso: es mi tocayo Hugo Erb, el mago heladero, quien deja su espacio de delicias por un momento y usa el pasadizo interno para venir a nuestra mesa. Se sienta en cualquier silla vacía, dispuesto a aportar las teorías que sueñan sus diáfanos ojos azules, o tan sólo permanece de pie detrás de nosotros, oyéndonos. A mi espalda y en silencio, tal vez apoye sus enormes manos en mis hombros durante un par de segundos –confirmando de este modo la ternura que alberga el alma de este hacedor de maravillas.

O en vez de regresar con el helado a la mesa puedo ir a la trastienda, adentrarme en la enormidad del salón donde resuena el cubilete que arroja los dados de la generala. Ahí observaré las dramáticas señas faciales de los que juegan al truco en parejas; oiré sus voces cantando sorprendentes falta envidos, respondidos a menudo con flores en rimas poéticas; flores que a veces a su vez desafían terminantes contraflores al resto.

Una salita menor contigua que se abre hacia la derecha de la trastienda constituye el ámbito algo más silencioso donde impera la escoba de quince, el poker, la canasta, o el dominó, las damas y el ajedrez –. Allí se recluyen aquellos que no quieren ser perturbados por el sonido imperante en la ‘gran trastienda’ En esta última, adicionados a los gritos de los jugadores de truco, se oye el ruido de coctelera que producen los cubiletes de cuero agitando dados, las ensordecedoras explosiones, secas como tiros de pistola, que llegan desde las dos mesas de ping-pong – que hacen las pelotitas al recibir el castigo de las rapidísimas paletas de pura madera terciada, las elegidas de los que buscan pura velocidad. Hay otros, ‘estilistas del efecto’: esos son los que optan por las de superficie de goma con pólipos erectos y sobresalientes donde las pelotas rebotan más suaves y silenciosas pero describirán trajectorias antojadizas y difíciles de predecir. A todo este bullicio se suma el choque de los tacos contra las bolas de billar. Este es el mueble que impera en el centro mismo del salón.

La mesa de billar es una majestuosa pieza de ebanistería construida en caoba con incrustaciones de nácar y marfil. Una felpa casi aterciopelada de color verde intenso cubre su supeficie. Este artefacto brilla bajo un enorme araña de bronce con brazos que soportan más de cincuenta lámparas de luz algo amarillenta. Cuando nos apropiemos de la trastienda para nuestros bailes, las remplazaremos por bombitas de colores.

Por fin, se oye el estruendo de los botines de hierro que sin ningún albedrío personal patean una pelotita de madera. Dos contrincantes humanos, o a veces cuatro si se juega en pareja, se enfrentan dando toda su atención visual a las filas de esos jugadores robóticos que están eternamente empalados por las lanzas paralelas. Luego los ojos de los rivales se apartan de la mesa y se fijan en un mutuo desafío; entonces las manos mueven por puro instinto las manivelas que accionan a los muñecos futoblistas de metal. Los hombres empuñan con destreza firme las manoplas engrasadas por tantas manos que pasan por el metegol –la cancha que esclaviza a los jugadores de hierro.

Todos en realidad son prisioneros perpetuos de esa mesa de palancas: los jugadores metálicos de utilería y sus titiriteros humanos. Estos últimos, antes del partido fueron al mostrador del café y entregaron sus billetes y monedas a Miguel, quien cambió este efectivo por grises fichas redondas de aluminio acanalado.

Al insertarlas, cada ficha se deslizará con la precisión de una llave por la ranura que hay bajo una palanca expendedora, de la que tirarán los marionetistas para recibir ocho pelotitas de madera. Las marionetas de hierro se disputarán cada uno de esos balones de cedro en un partido a ocho goles. Cada nueva ficha contribuirá para decidir el resultado del eterno clásico entre Boca y Ríver.

Sí. Además del hogar, la escuela, la iglesia y la plaza, La Suiza es el otro ámbito donde nos definimos y entendemos – es el otro lugar donde aprendemos a ser nosotros. Allí existe una mesa a la cual se sientan los hermanos Mili y Julio Genoud, Scheitlin, los dos Finos Mazzocchi y otros expertos mecánicos. Fierreros y tuercas podemos acudir para aprender de oído a cómo cruzar un árbol de levas.

En otra mesa está Miguelito Mori. De él aprendo no solo de pan y fútbol, sino también sobre el tamaño del mundo, todavía tan lejano para mí: me muestra, y nos hace oír a todos, una radio alemana Telefunken portátil de onda corta y larga –de sonido perfecto y potencia estridente. Después extrae de su bolso y libera a los mosaicos un avioncito que carretea por si mismo –descerrajando agudas sirenas y encendiendo luces que iluminan los rincones más oscuros del café. Son artefactos que trae de Europa este triple campeón de América rubio que domina la pelota para los rojos y después para Racing.

A otra mesa se sientan el Flaco Lapadula y el Conde Ursi, quienes –haciendo eco a las palabras de tío Nito en San Pedro– me ayudan a descubrir el revisionismo histórico.

A veces interrumpe nuestra conversación un personaje mítico del pueblo, José Gómez, quien a cambio de un vaso de vino (“Che pibe, págame un tinto”), nos cantará el tango Nostalgias o Malena, oscilando levemente en su ensueño alcohólico, con ojos llorosos y un vibrato interminable y empalagoso. El bar se silencia para oír su voz, mientras desde la puerta nos observa en medio de esa quietud pre-tango –sempiternamente de pantalón, medias y zapatos negros; camisa blanca con un faldón afuera de la cintura— nuestro filósofo inaccesible e incomprensible: Reinoso. No aterrizaremos jamás, Pajaritos que volamos más allá de los cielorrasos del café.

En un rincón, trabaja sobre un block de papel canson blanco El Narigón José Gabino Tapia, dibujándome a la carbonilla con un enorme cabezón. Porque Cabezón es mi apodo, y lo seguirá siendo hasta después de ese baile de la primavera, el de mi quinto año en el Santiago Ferrari.

Ya de madrugada, sentados a una mesa con Nani Podestá, Minino González, Roli Lagar, Coqui y Rubén Coria, Polito Capitanelli, Hugo Ottina y el Burro Santagatti —el prelado oficiante de esa noche, Piki Schlegel, decida que seré desde entonces y para siempre el Mono Pezzini. Y así me rebautiza.

La Suiza es un templo.

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New York – 7 de octubre de 2014

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