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El vuelo hacia París – por Hugo Pezzini

El vuelo hacia París – por Hugo Pezzini

El vuelo hacia París – por Hugo Pezzini

14/08/2023

Categoría: Interés general, xHoy1

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Como todos los veranos, mañana dejaré mi buhardilla de Pleasantville, ese pueblito bucólico en las faldas de la Nueva Inglaterra, una zona de colinas y valles cubiertos de bosques frondosos a cincuenta minutos de Manhattan.

A esa tranquilidad de mi vida cotidiana en los Estados Unidos la reemplarzará el bullicio incomparable de París (incomparable en su romanticismo, ya que New York tiene el suyo propio, mucho más pragmático que romántico). Aterrizaré en una tierra sacudida por las manifestaciones de los gilets jaunes (los chalecos amarillos) Levantamientos también más o menos acostumbrados, por otra parte: este país fundó su democracia por medio de un violento levantamiento popular (la toma y quema de la Bastilla) y un período siguiente marcado por el terror y la sangre de la Revolución Francesa.

O sea, veré el mundo galo otra vez y repensaré mis lugares que he escogido para pasar el resto de mi existencia: aunque vivo alternando entre dos hogares con momentos sucesivos que se repiten más o menos con una cíclica exacta, la sorpresa que me caussa cada cambio abrupto no desaparece jamás.

Una vida sin examen no merece ser vivida, dijo Sócrates. La voz de este filósofo jamás se acalla. Junto a la de mamá y a la Jorge Luis Borges, la voz de Socrates es una de las tres que resuenan de modo constante en mi conciencia, constituyen la influencia atronadora abastece la mayor parte de mis ideas y me proveen las palabras que  uso en mi habla y mi escritura. Debido a estas premisas, cada aterrizaje y posterior estadía en uno u otro de esos dos hogares implica para mí un momento inevitable de análisis existencial  —funciona como el motor constante que me impulsa a cavilar sobre mi propia vida y de cómo influye en mi vida el lugar, los lugares de mis aventuras, ya que desde hace décadas decidí que mi propia vida sería una enorme aventura, lo confieso. 

Voy a París a cargar nafta y regreso a New York para volver a llenar el tanque. Así lo he vivido y lo vivo desde que empecé a vivir en estas ciudades. Ya en una étapa anterior de mi existir, ahora lo veo, al mismo proceso lo descerrajaba mi alternancia entre Argentina y Brasil —entre Río de Janeiro y Buenos Aires, tal como antes y durante diez años lo había hecho mi alternar entre Baradero y Buenos Aires.

Te das cuenta? Desde la adolescencia misma mi vida fue una seguidilla de dualidades. En este mismo instante, mientras me invaden estas epifanías, me doy cuenta de que mi situación dual ha sido así desde que nací. Mi vida más temprana era saltos en tiempos exactos entre Baradero y San Pedro. A partir de los seis años de edad, lo mismo empezó a suceder, pero entre Baradero y Mar del Plata. Mi modo de vida me llevó desde siempre a la comparación continua. Todo el tiempo estoy comparando no sólo dos ciudades sino también comparándome a mí mismo de acuerdo a cómo soy cuando estoy en cada una de esas dos ciudades. Cada ciudad es un ser vivo que también te habla. Más descubrimientos; mi cerebro pensante fue abastecido por mámá, Sócrates, Jorge Luis Borges y las ciudades donde vivo y he vivido. Esto último es vox populi, por lo tanto constituye una mera perogrullada, pero no lo es en absoluto el encadenamiento que acabo de hacer en este momento, y que hace diez minutos no existía como tal dentro de mis realizaciones intelecto-filosóficas personajes. Lo ignoraba o no lo había visto en estos términos hasta escribir este texto. Desde la teta materna, he estado estableciendo reflexiones comparativas: Desde que vi mi primera luz, debido a la forma de desplazarse de mis viejos, mi vida fue informada por medio de continuas comparaciones. Otra luz diferente que se enciende aquí: no es sin causa, en vano o sin motivo  —o no tan sólo debido a mi interés por las artes y la literatura— que acabé escogiendo una educación universitaria, una vocación y una profesión comparativas, la literatura comparada. Así es como vivo y he vivido.

Todo esto que acabo de escribir intentaba ser nada más que una corta introducción para este texto que sigue a continuación. Es un capítulo de mi libro Del lado de allá, en el cual hago un relato macrofotográfico de uno de mis viajes a París, un simulacro de aproximación minuciosa a un viaje transatlántico, a partir de la mismísima puerta de mi buhardilla de Plesantville hasta mi arribo a la puerta de mi departamento de París. Acá lo tenés:

Air France

El Uber llega a la hora indicada. Viajo con tan sólo una maleta.

Hablemos un poco de guita: más de una valija encarece el pasaje, porque si despacho una segunda a la bodega del avión, tendré un charge de cincuenta dólares extra. Conseguí este pasaje de New York a París hace unos tres meses por setecientos dólares, pero la compañía aérea me daría un descuento de cien si aceptase una tarjeta American Express que la misma ofrece. Además, cada cierta cantidad de dinero que yo gastase usando esa tarjeta, me daría un numero proporcional de millas de vuelo gratis en dicha aerolínea.

Acepto la tarjeta, recibo mi descuento y tres meses más tarde —este último primero de julio— parto hacia mi verano parisino con una maleta que he llenado, habiendo decidido antes ‘qué NO llevar’ a Europa, en vez de lo opuesto, o sea ‘qué llevar’. Viajo además con una mochila ‘de mano’. Este contenedor portátil me permite ingresar a la cabina con mi flamante computadora HP de diecisiete pulgadas. La compré especialmente para prevenir algún accidente en París que me dejase sin esta herramienta de trabajo, porque la que hasta entonces poseía ya no era enteramente confiable. Llevo también dentro de la mochila un segundo celular, un iPhone VI, además del principal, un Xr. El primero es un modelo bastante anterior. Esto de llevar dos teléfonos se justifica porque ya perdí un flamante iPhone X cuando, sin que yo lo percibiera de inmediato, se cayó del soporte de mi bicicleta y adiós. Lo estaba utilizando como GPS y velocímetro, medidor de distancia, contador de la quema de unidades calóricas, etc. Si por desventura me volviese a suceder el mismo accidente en París —ya que no abandono mi ciclismo en Europa— el iPhone VI representaría una pérdida menor con respecto al Xr. Esta pieza de equipaje de a bordo, dicha mochila, contiene también una novela de Balzac, Eugene Grandet, y la revista The New Yorker. Ambas publicaciones serán mi material de lectura posible durante el vuelo. Por último, traigo allí dentro un par de artículos de toilette indispensables: pasta de dientes (con su cepillo) y un tubo de desodorante.

Subo a bordo sabiendo que haré una escala en Chicago.

El vuelo transcurre sin sobresaltos y aprovecho la parada en esa ciudad del Estado de Illinois para comer una hamburguesa con fritas en el McDonald’s del aeropuerto. En este punto haré un cambio de aeronave a una mucho más espaciosa. La cabina del avión del trayecto New York a Chicago disponía de tan sólo dos hileras de dos asientos cada una, separadas por un pasillo central. En cambio, la aeronave que cruzará el Océano Atlántico tiene a la izquierda y a la derecha de la cabina dos pasillos que separan dos hileras de tres asientos cada una y una hilera central de seis asientos. Mi elección es siempre alguno de los asientos que dan al pasillo, sobre la hilera extrema del lado derecho, considerándolos desde el punto de vista de quien se sienta mirando hacia el frente. Como soy zurdo necesito el espacio necesario para mover con libertad el brazo y la mano izquierda, para comer, por ejemplo. Si me siento en el asiento del corredor de esa hilera de la extrema derecha, mi mano y brazo izquierdos dan hacia ese pasillo, y así estos huyen de la interferencia del brazo y el codo del pasajero sentado a mi lado, la que hubiera existido si eligiera cualquier otro asiento de una localización diferente. La segunda razón para sentarme en ese asiento del corredor derecho es que prefiero poder levantarme y salir hacia el pasillo sin incomodar a otros pasajeros. Puede que durante el vuelo desee ir al toilette (lo que sucede siempre de modo necesario e indefectible: tengo la edad que tengo) o ir a la kitchenette en busca de líquidos durante la alta noche. Puede que simplemente se me ocurra salir a caminar por ese corredor si me canso de estar sentado.

No tengo mucho para decir del resto del vuelo: leo algo de Balzac y más tarde la página editorial de la revista The New Yorker, en la cual el editor David Remnick hace una crítica ácida a los desmanes de Donald Trump. La disfruto. Trato de ver un film pero, de la lista de películas que ofrece el cine individual —hay una pantalla en el respaldo de cada asiento— ninguna me satisface. Desde hace ya un buen tiempo el criterio que rige la selección del material disponible para ser exhibido en los vuelos ha comenzado a basarse en la ‘tranquilidad del pasajero’. Entonces todo es blando y superficial.

Alrededor de mi cuello llevo una de esas almohaditas circulares que sostienen la cabeza en posición confortable; cubre mis ojos un antifaz negro “blackout” y controla mi audición un par de headphones BOSE que otorgan sonido en alta fidelidad estéreo o silencio absoluto, según yo lo prefiera. Me desfallezco en un sueño más o menos profundo, en medio de un silencio que complementa música barroca en muy bajo volumen, con el antifaz que ciega mis ojos y la mullida almohada de cuello que sostiene mi cabeza y protege mi vértebra cervical. Duermo un par de horas, hasta que una especie de instinto de viajero consuetudinario me despierta sólo un momento antes de que las azafatas comiencen a servir el desayuno, unos cuarenta y cinco minutos antes del aterrizaje. Café con leche, un omelette de queso, pan ‘francés’ (no podía ser de otra forma: estoy a bordo de un avión de Air France), jugo de naranja, yogurt y rapidito después, el aterrizaje.

Aeropuerto Charles De Gaulle de la ciudad de París.

A pesar de tener ciudadanía italiana no viajo con pasaporte italiano —éste me enviaría directo a la corta cola de la Unión Europea. En vez, uso un pasaporte norteamericano; no tengo otra alternativa que hacer la larga cola de extranjeros que ingresan a Europa por este puerto. No obstante —como mi pasaporte ostenta numerosos sellos de entrada y salida de Francia y otros puertos y aeropuertos de Europa— sé que no será necesario que pase por el cuestionario sobre mis razones para venir a este continente y país, la duración de mi estadía, dónde me hospedaré y otras intimidades del mismo estilo.

Después de largos minutos de cola, cuando por fin llega mi turno de pasar frente a las cabinas para el control de ingreso, le digo al agente de inmigración un escueto Bon jour. Al hojear velozmente las páginas del documento, este funcionario ve los sellos de mis repetidas estadías previas en el continente. Entonces, casi sin siquiera mirarme a la cara, el joven coloca su propio sello, que me autoriza a permanecer seis meses en la Unión Europea. Por último, me dice a su vez au revoir. Esta actitud despreocupada de los agentes de inmigración franceses constituye algo absolutamente distinto a la que genera la paranoia norteamericana por la amenaza del terrorismo. Ese pavor institucional hace que el agente de seguridad norteamericano más intrascendente observe mi rostro con atención, detenimiento y cara de pocos amigos, mientras lo compara con la foto que exhibe mi documento de viaje. Eso fue lo que hizo el policía que controló mi pasaporte y tarjeta de embarque a la entrada del sector restricto a los pasajeros del aeropuerto Kennedy.

Paso por inmigración francesa, dije, busco mi maleta en el carrousel de equipajes, camino a través del puesto de aduana sin que nadie me detenga para revisar mis bultos y ya estoy en Europa.

El aeropuerto Charles De Gaulle no sólo confirma que ya estoy en Europa sino que también me recuerda la multiplicidad étnica de Francia, país que ya poseyó colonias en África, Indochina, India y el Caribe. Chinos y vietnamitas; africanos negros y árabes oliváceos del noroeste y centro de África —una visible parte de ellos en sus ropajes tradicionales: veo por supuesto muchos shadors y un par de burkas— caminan en sentido contrario al mío, acercándose y cruzándome mientras se dirigen hacia sus vuelos, en tanto que otros me pasan veloces y ansiosos alejándose en dirección a la sección desde donde parten los medios de transporte terrestres.

Yo camino despacio, en estado de total plenitud iluminado—, como me siento siempre que llego a Europa.

Me siento también feliz y relajado porque en el carrousel de equipajes me he reunido con la valija de la cual me había separado en el aeropuerto Kennedy: el año pasado KLM embarcó mi maleta hacia Londres, pero yo viajaba a Ámsterdam. Esta compañía aérea demoró una semana en localizar mi valija y reenviarla a la ciudad holandesa donde yo había desembarcado. Como consecuencia de ese accidente pasé esa semana entera en estado de total ansiedad (¿perdí para siempre todo lo que traía?), vestido todo el tiempo con la misma ropa —excepto un día entero en el cual anduve por la calle con la ropa de Bennie, quien es una cabeza más alto que yo. Además, porque todo lo mío estaba en la valija perdida, quedé imposibilitado de tomar mis vitaminas o utilizar en mi trabajo papeles, libros y otros materiales que debían haber arribado junto conmigo en ese viaje. Cuando por fin mi equipaje llegó a mis manos, comencé a enviarle a KLM una serie de emails en cuyo texto demandaba que la compañía me indemnizase con un nuevo pasaje de ida y vuelta de New York a Ámsterdam —con fecha en blanco y sin día o año de expiración, por esos daños psicológicos y perjuicios prácticos que yo había sufrido mientras mi valija andaba sola por el mundo.

Me arreglaron con un cheque de 500 dólares.

El amplísimo trayecto desde mi puerta de arribo hasta el hall central de medios de transporte terrestre del aeropuerto De Gaulle se siente interminable, pero para mí es como un paseo por calle Florida: no me importa tener que caminar toda esa distancia. Mi valija y mi mochila van en un carrito del aeropuerto que se desliza suavemente, casi sin necesidad de esfuerzo alguno de mi parte y es gratis, por gentileza de ese lugar. Aunque creo que eso es normal también en Argentina, esto se hace sorprendente para mí: mis varios viajes dentro de los Estados Unidos durante los meses precedentes a éste me han hecho olvidar esta gratuidad, porque los carritos de equipaje en Estados Unidos cuestan dinero —cinco dólares si no estoy equivocado, ya que no los utilizo jamás. Antes que pagar, prefiero arrastrar mi valija rodando sobre sus rueditas y llevar la mochila en mi espalda. Cheap bastard.

Por último y antes de dejar el aeropuerto parisino, voy al baño. Desde mis años de mochilero me guío por el principio de viaje que reza “Cada vez que hay un baño disponible, utilízalo”. Uno nunca sabe cuándo va a hallar un baño la próxima vez. Cuando se anda largas horas por espacios públicos se deben utilizar todos los baños esporádicos con los cuales uno se cruce: el cuerpo animal tiende siempre a satisfacer alguna necesidad fisiológica oculta, con tal que se le dé la oportunidad de manifestarse, o la provoque uno mismo con su paciente actitud de espera. Uno se libera de esa necesidad que pudiera surgir en cualquier momento posterior. Vos me entendés.

Aliviado después de este último compromiso con el aeropuerto, me dirijo a la hilera de máquinas automáticas de expendio de pasajes de transporte: ahí uno puede comprar tickets para el métro, pasajes para los trenes de larga distancia o urbanos/ suburbanos. Yo viajo en el RER, un tren suburbano cuyo destino final es justamente el Aeropuerto Charles De Gaulle, sólo que lo tomo en sentido contrario; voy al centro de París. Porque en septiembre este mismo tren me traerá de regreso al aeropuerto, compro un ticket de ida y vuelta del Aeropuerto a la Gare du Nord (estación del norte). Hay un tren local que hace paradas en todos los barrios y “pueblitos” entre estos dos puntos (digamos como un supuesto tren “Ezeiza a Retiro”) y otro rápido cuya primera parada sería justamente la Gare du Nord. A pesar de que son identificables, nunca sé cuál es cuál y no me interesa: Viajo sin prisa, entonces tomo el primero que parta. Hoy, uno lo hace cinco minutos después de que he bajado las escaleras mecánicas hacia el andén. Es un local.

El tren sale del aeropuerto con pocos pasajeros pero en cada estación suben grupos que poco a poco lo van llenando. Como bajé las escaleras mecánicas al final del andén y entré al tren por la primera puerta que hallé, la última, voy sentado en el último asiento del último vagón. Del otro lado del pasillo se sienta un matrimonio con un nene y una nena. A nuestras espaldas se halla el amplio espacio porta-equipajes. Si doy vuelta la cabeza hacia el porta-equipajes, de mi lado veo mi propia maleta y mi mochila; y del lado del matrimonio con hijos, sus tres maletas. Es obvio que esa familia también acaba de llegar al país. Es una pareja mixta: ella es una mujer del sudeste asiático y él un europeo de raza blanca. Como el chico de pueblo que soy, me maravillo oyendo el diálogo de la pareja en fluente vietnamita (son jóvenes “de buen pasar” económico y ambos hermosos). Trato de imaginar cómo este hombre europeo adquirió esa fluencia natural de la lengua de Vietnam y cómo conoció a esa preciosa mujer que le dio esos dos hijos tan hermosos como ellos (tienen unos seis o siete años). El niño duerme con la cabeza apoyada sobre la falda de su madre, y la niña —con los brazos apoyados en cruz sobre el alféizar de la ventanilla— observa con expresión soñadora el paso de la semi-campiña parisina.

En una de las estaciones sube un grupo de árabes. Uno que mantiene una animada charla en su celular se sienta a mi lado y habla sin cesar hasta que el tren entra al túnel que antecede a la Gare du Nord. Cuando el tren llega a esa estación, deposita a una gran parte de los pasajeros, quienes descienden junto conmigo; tenemos el mismo destino. El tren continúa su viaje y yo subo las escaleras mecánicas desde el andén hacia el hall de la estación. El carrito del aeropuerto ha quedado atrás en De Gaulle así que ahora mi mochila ya está en mi espalda y llevo a cuestas la pesada valija que se desplaza sobre sus rueditas.

Cuando se acaba de ascender dicha escalera, uno se depara con que el hall de la Gare du Nord es en realidad una especie de gran shopping mall (como sucede hoy con los aeropuertos). Está lleno de locales: boutiques de ropa, un par de filiales de compañías de teléfonos celulares, cafés, restaurantecitos de comidas rápidas y un par de bares. Camino por toda su extensión y al fin entro en el corredor que lleva a los accesos al métro. Tengo en mi billetera un atadito de diez tickets de métro (son rectángulos de papel rígido similares en forma y tamaño a nuestros antiguos boletos de tren). Los compré en la máquina expendedora del aeropuerto junto con mi pasaje del tren RER, pero todavía no preciso usar ninguno: el ticket del tren RER incluye el ingreso y viaje en el métro hasta mi destino final. Inserto el boleto en la ranura, lo retiro cuando el mecanismo lo eyecta por una segunda abertura idéntica y dos puertitas automáticas se abren. No son molinetes como los del subte de Buenos Aires sino puertitas de dos hojas, además de una barra de molinete. Guardo el ticket en mi bolsillo porque puede serme solicitado en cualquier momento por la policía de transporte. En París el paso por el molinete (es decir, por su equivalente: la doble puerta con barra de molinete) no es prueba definitiva de pago. En una época mucha gente viajaba de modo fraudulento, después de haber saltado barreras de las salidas, de haberse unido a la espalda de otro pasajero cuando este último pasaba entre las dos puertitas de acceso, o usado otras creativas artimañas de ciertos viajeros del métro. Cuando llegué a París por primera vez, fui interceptado por una “patrulla de tráfico” en la salida del métro. Mi aspecto de mochilero debe de inmediato haberme transformado ante sus ojos en un sospechoso de evasión de pago. Vengo del aeropuerto y todavía no entiendo ni hablo francés. Ni bien los policías me interceptan saco de mi bolsillo el pasaporte y trato de entregárselos abierto en la página de la foto e información personal. Ante este absurdo (en Francia es impensable que la policía te pida documentos de identidad, después me entero), el grupo de policías de tránsito ríe un poco y uno de ellos me dice, “No, no; le ticket. Le ticket du métro”. Por mera fortuna y de modo inconsciente, cuando la ranura apropiada eyectara mi ticket al ingresar al métro, yo lo había metido de forma automática en el bolsillo de mi anorak, en vez de arrojarlo a alguna cesta cercana (o al piso, por aquellos años). Lo pesco del fondo de mi abrigo y así evito una multa por evasión de pago. Los canas, satisfechos; gracias.

Vuelvo al presente: paso la entrada al métro y comienzo la larga caminata por varios corredores, desvíos y escaleras de ese sistema que me llevarán de la Gare du Nord a la estación del métro de La Chapelle, a la que arribo después de todos esos vericuetos laberínticos peatonales. Como ya he hecho este trayecto innúmeras veces y me lo sé de memoria, me voy preparando de antemano para el esfuerzo que me demandará la última escalinata no automática — que me deja siempre s-i-n   a-l-i-e-n-t-o. Son tres largos lances de escalones empinados con dos descansos intermedios y los tengo que subir llevando mi valija y mi mochila:  allí transporto el peso que representa el contenido indispensable para abastecer las necesidades de mi vida en París durante algo más de dos meses.

En este punto el métro no es subterráneo sino un elevado cuyos rieles se hallan a muchos metros de altura del tráfico motriz que circula por los bulevares sobre los cuales dicha ferrovía corre (por eso la enorme escalinata que debo ascender resoplando). Llego casi desfalleciente a esperar el métro, que allí es aéreo, como te digo. Entro al tren y permanezco de pie: está lleno.  Esta vez también me ubico tan cerca del final del vagón como sea posible para que mi equipaje no obstaculice el movimiento de los numerosos pasajeros. Son aproximadamente las diez de la mañana, es inevitable que el tránsito de vehículos y de seres humanos sea igualmente intenso. La estación de destino, la de mi barrio, es Couronnes (Coronas). Mientras viajo hacia allá, me distraigo observando desde esas alturas el tráfico matinal. El elevado permite un ángulo de observación excepcional, pero efímero: un par de estaciones más adelante el métro se sumerge en las profundidades de la ciudad.

Al fin llego a Couronnes. Bajo del métro, subo los últimos escalones y salgo a la calle: piso por fin los suelos de París.

Respiro hondo, embargado de emoción y alegría y comienzo a caminar por la calle transversal a la de mi departamento. Esa transversal, rue Jean-Pierre Timbaud, en este punto es eminentemente árabe: puntos de venta de comida “halal” —la comida autorizada por la religión islámica, idéntica en significado a lo que representa la comida “kosher” del judaísmo. Hay un par de librerías de literatura en escritura arábiga; pequeños restaurantes de shawarmafalafelgyros y baklava; tiendas de ropa árabe y africana: velos, burkasshadors, túnicas masculinas, sombrerillos del rito islámico —que tienen el mismo significado ritual del yarmulke o kippah del judaísmo o sino del antiguo solideo del catolicismo. Aunque a menudo sucede, nadie en nuestro medio cultural debería sorprenderse ante cualquier cabeza cubierta con un adminículo sartorial obligatorio. Reglamentos sobre si una cabeza debe ir cubierta o no, es un rasgo clásico en la religiosidad universal: hasta un tiempo reciente, los hombres católicos no podían ingresar a las iglesias de sombrero o gorra, mientras que las mujeres no podrían hacerlo sin mantilla. Hombres: cabeza descubierta; mujeres, lo contrario. Ya que hablo de las disposiciones religiosas del atuendo (shadorburka, velo, túnica, yarmulkes y solideos): hay una realidad evidente que se nos ha vuelto invisible: ¿Te has dado cuenta de que la vestimenta que cubre casi por completo a la Virgen María (y a otras santas prominentes), salvo por la diferencia de su color (el celeste y blanco de las pinturas religiosas de la Madonna) es casi idéntica a la de cualquier mujer mahometana? Esto se hace aún más obvio en el hábito de las monjas de las órdenes católicas: es casi idéntico en concepto y cobertura a la ropa de las mujeres de la Arabia Saudita actual, digamos. En este caso, es idéntica hasta en el color negro.

Paso delante de todos estos comercios del medio oriente hasta llegar al punto donde la Rue Jean-Pierre Timbaud hace una horquilla y tomo la rama de la derecha: esta rama es la que continúa llamándose así. A partir de este punto y durante dos cuadras —excepto por una panadería en la próxima esquina y el sindicato de obreros metalúrgicos en el medio de la cuadra— esa arteria estrecha y de adoquines se hace residencial. En la próxima manzana comienza la sección festiva que es característica de mi barrio —Parmentier-Oberkampft. Éste ha absorbido de modo gradual el espíritu underground, artístico e informal que supo tener su vecino al sur, Le Marais, antes de que el segundo se transformase en la versión parisina del sofisticado Soho neoyorkino. Le Marais, el barrio medieval que fuera mi hogar en el año dos mil cuatro —con sus estrechas callejuelas tortuosas pobladas de multicentenarias mansiones y edificios de cuatro o cinco pisos—, es hoy un centro de moda y arte. Caminando por sus calles uno encuentra boutiques de diseñadores exclusivos y galerías de pintura y escultura, además de los típicos cafés y restaurantes que lo caracterizan —de entre ellos, Les Philosophes es la excelencia bohemia (pero hoy también ha sido invadido por los turistas).

Esta transformación del barrio aparejó un fenómeno de ‘gentrificación’; es decir, los precios de los inmuebles dispararon a las nubes y este encarecimiento a su vez forzó a la población bohemia y excéntrica que allí vivía a emigrar un poquito más hacia el norte de la ciudad: inmediatamente “arriba” de Le Marais en el mapa de la ciudad, viene mi barrio de Parmentier-Oberkampft. Es aquí donde ahora habita o hace noche la bohemia.

Paso frente a los varios bares y restaurantes, algunos cerrados porque sólo abren después de las diecinueve o veinte, unas tres o cuatro casas de té árabes donde se puede fumar en hookahs o narguilés. Doblo en la esquina de la Rue Saint Maur, la mía, paso por el bar Au chat noir y abro la primera puerta de mi edificio, que es en realidad una verja de hierro. Sigue una doble puerta de vidrio que también debo abrir, y por fin una tercera hacia el hall de los ascensores. 

Subo al séptimo piso y, divertido, observo de nuevo en la puerta de mi depto. el cartelito con la imagen de un perro amenazante y el siguiente epígrafe: Chien Méchant: Je monte la garde. Perro feroz: Yo hago guardia. Es una broma porque en ese departamento el único animal no humano que allí habita es una gatita siamesa llamada Missia. Lo pegó ahí Valentine, la hija de mi mejor amigo y roomate de París, Jeffrey Kearney. Esta ocurrencia permanece hasta ahora adherida a esa puerta porque para mí define el humor irónico de esa deliciosa adolescente.

Introduzco en la cerradura la llave que no he usado desde hace varios meses, la giro y abro. Me encuentro en mi hogar de París.

_____________________________________________

Mi novela Del lado de allá (de la cual el texto de arriba es un capítulo) se halla disponible para la venta en Baltimore Libros & Café, Sáenz 995 , Baradero. Tel. 3329 62-6602. Además,  hay tres ejemplares para leer gratis en la Biblioteca Municipal Fray Luis de Bolaños, Thames y  Rodríguez, Baradero. Tel. 3329 48-5232

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