Once días en San Francisco, la hermosa ciudad de California; un inminente viaje de dos meses a París, y hoy este partido de fútbol de Argentina contra Islandia me han mantenido en un estado de dispersión creativa que es el responsable por esta divagación sin tema ni destino que hoy les ofrezco. No esperen coherencia, porque no la hay. Esto es tan sólo una retahíla de asociaciones hechas ayer y hoy en la Biblioteca de Elmsford, New York, que no intentan llegar a otro lugar que no sea una especulación sobre la naturaleza del lenguaje y la influencia del medioambiente sobre el mismo.
Tal vez este mero texto, su tono y contenido sean consecuencia del hallarme escribiéndolo en esta biblioteca que me alberga de modo tan generoso en este momento. Rodeado de este entorno luminoso, dejo que todo fluya y entonces reflexiono sobre las modificaciones leves o profundas, y temporarias o permanentes, que el medioambiente provoca en el pensamiento, el estado espiritual y el habla. Lo hago a partir de mi propia experiencia.
Cuando en junio de 2016 presenté Belleza terrible en el Centro Cultural Arturo Umberto Illia, tenía en mis manos una copia de ese libro. Estaba dispuesto a leer fragmentos de su contenido. No obstante, no había escogido los párrafos. De modo intencional no había decidido nada específico sobre de qué o cómo iba a hablar porque siempre que asisto a un encuentro de este tipo prefiero tomar decisiones de acuerdo a “cómo se percibe” la gente allí presente; lo que se podría colocar también como “cómo me siento” frente a esa audiencia en particular. Y allí iba a estar en mi pueblo y con mi gente, después de cuarenta años de ausencia.
Mientras vivía en París en el año dos mil cuatro, tenía un estipendio de New York University que me permitía estar en Europa y viajar de vez en cuando. Era una cantidad mínima de dinero, sólo para una vida sin lujos, ascética, pero lo suficiente para sustentar a alguien que se hallaba allí con necesidades y con objetivos académicos.
Lo que estudiaba e investigaba era teoría (en mi caso, enfocada hacia el análisis cultural) —porque ese es el tema o enfoque central de la literatura comparada o comparativa, según cómo en cada país de habla hispana denominan a nuestra especialidad; en inglés, comparative literature. Aprovechaba mi estadía europea y mi estipendio para poder presentar mis trabajos e intercambiar ideas relacionadas a estas disciplinas. Con ese objetivo acudía a cualquier evento de cualquier país donde se realizasen congresos y/o talleres que trataran de literatura o de teoría literaria. Fue así que mientras viajaba para hablar y oír, descubrí que cada lugar tiene su propio espíritu y que éste influencia la construcción del lenguaje, la articulación oral que uno hace en ese momento y espacio determinado. Aclaro que no me refiero aquí al idioma; en general estas conferencias son realizadas en inglés. Lo que sucede en el mundo de los negocios, sucede también en el medio académico: si una conferencia es internacional, el idioma que allí se habla es el inglés. No obstante, debido diferencias que crea el espíritu local, llamémoslo así, aunque estuviéramos hablando siempre en ese mismo idioma, la sensación y por lo tanto la expresión del lenguaje articulado serían y eran ambas diferentes de acuerdo al lugar.
— Por ejemplo, cuando hablé sobre la masacre de obreros textiles que ocurrió en 1819 en Leeds, Inglaterra —una tragedia política conocida como The Peterloo Massacre— en un congreso que se realizaba en gran hotel del barrio Waikiki de la ciudad de Honolulú, en la isla Hawaiiana de Oahu, podrán imaginar que mi forma de dirigirme al público fue muy distinta de la que usé cuando hablé del film de Ridley Scott Blade Runner durante una conferencia sobre ciencia ficción que se realizaba en un centro cultural de Berlín oriental, en Alemania.
Con esto quiero significar que la vibración (para usar un término metafórico-lirico, que usábamos con fe literal los hippies de los sesenta) de una ciudad, de sus habitantes —y de la audiencia que puebla el espacio de un evento— generan la actitud personal del conferencista, y ésta de algún modo determina qué puntos en particular de un cierto tema surgen y se enfatizan, como así también el modo de hablar de los mismos (el “cómo”). Es todo una cuestión de humor o punto de vista emocional —el estado de espíritu— que genera el lugar, y que a su vez determina el lenguaje: el estado de espíritu, el local (el lugar) y el lenguaje interactúan de modo circular.
Lo digo una vez más: creo por experiencia propia que cada ciudad provoca un estado de espíritu distintivo, único. Uno vive bajo un estado emocional o humor circunstancial y temporario cuando la visita, —que puede acabar transformándose en un humor predominante, en un temperamento más o menos definitivo, cuando se la habita, debo agregar. Eso puede que sea lo que llamamos “la cultura local”, la personalidad de un pueblo. De ahí es que sale el estereotipo del habitante clásico: el porteño, el carioca, el neoyorkino, el parisino, etc. No es por acaso que le atribuimos a cada uno un temperamento diferente y singular.
En estas conferencias académicas hay gente de universidades de distintos lugares del mundo (por eso se habla en inglés, como dije). ¿Por qué entonces sería diferente el hablar en una conferencia de Berlín del hacerlo en un encuentro sucedido en Honolulú? Ya que hay gente de todo el mundo, ¿no debería la experiencia emocional ser como la que uno vive en cualquier espacio internacional?, ¿un aeropuerto, por ejemplo, para usar un caso extremo?; después de todo, allí hay gente de todo el mundo.
Si uno viaja a puntos distantes y siempre compra el ticket más barato del mercado vía internet —por lo tanto cualquier vuelo hará varias escalas para abaratar los costos—, tarde o temprano acabará por percibirlo: los aeropuertos tienen una personalidad tan uniforme que a veces —si uno viene mal dormido, ya en la última escala del retorno, por ejemplo— puede que uno se sienta confundido al punto de por un par de segundos olvidar en el aeropuerto de qué país se halla, ¿no es verdad? Si viajás a menudo, lo has percibido.
El clima de un aeropuerto es más o menos siempre el mismo: Todos los aeropuertos en general tienen un mismo padrón arquitectónico (el principio de esa ciencia o arte práctico es que la función determina la forma) y por eso mantienen la misma disposición funcional —o similar al menos. Generalizando se puede decir que los aeropuertos tienen el mismo estilo, las mismas sucursales de las mismas marcas en sus shopping malls internos. Idénticos Duty-Free Shops que expenden la misma mercadería y presentan las mismas ofertas. Cada aeropuerto nos pone nerviosos con sus robóticos y omnipresentes controles de seguridad fascistoides. Todos los aeropuertos tienen la misma vibración.
La diferencia entre los momentos pasados durante las reuniones académicas en ciudades cosmopolitas y el momento que se pasa en los aeropuertos, entonces —si uno no considera la enorme diferencia entre las extensiones de tiempo en cada lugar— radica en que cuando uno se halla en un aeropuerto, uno está de modo transitorio en un territorio internacional indefinido, apátrida; deslindado culturalmente de la ciudad y país donde se asienta. Existe entonces la cultura circunstancial, breve y perecedera del aeropuerto. Uno siempre está en un aeropuerto pensando en abandonarlo.
Además, un aeropuerto es un lugar des-habitado; allí no vive nadie. Afirmo esto descartando el caso excepcional del iraniano Merhan Karimi Nasseri, quien cuando yo vivía en París se hallaba y había estado durmiendo en los bancos y usando los baños del Aeropuerto Charles de Gaulle de esa ciudad —o sea, habitándolo— ya durante unos 15 años. Vivió en ese lugar desde 1988 hasta 2006; pero fue el caso excepcional que confirma la regla de la des-habitación de los aeropuertos. Tan excepcional fue esa situación que existe el film El Terminal basado en este caso, en el que Tom Hanks protagoniza el papel de Nasseri.
Un aeropuerto no tiene otra historia que sus continuas expansiones y reformas, el número de vuelo diarios y de pasajeros que recibe y despide por año, los accidentes aéreos de naves que partieron del mismo o se dirigían al mismo —eventualmente, el recuento de algún atentado terrorista. En el aspecto humano, un aeropuerto es una estadística de la gente que lo ‘transita’ y las amenidades que le ofrece a la misma.
Cuando se acude a participar de una conferencia, en cambio, no se está “en tránsito”, primero porque se llega con un material que allí se dejará, y con la expectativa de que gracias a las contribuciones de otros participantes se regresará después del evento con un equipaje intelectual adquirido; con el propio renovado en contenido. En ese lugar, uno se desarrolla y crece.
Puede que en el aeropuerto uno acabe con algunos artículos de su Duty-Free Shop, y nada más, que por otra parte son siempre iguales. El cliché estadístico dice que los hombres en general compramos o comprábamos alcohol y tabaco importado y las mujeres perfumes y cosméticos.
La segunda diferencia es que, durante el período de realización de la conferencia, por corta que sea la duración de la misma, uno ‘vive la ciudad’ y en la ciudad. En algunas localidades europeas la práctica estándar es una conferencia/seminario que llega a extenderse como mínimo por una semana y en algunas ocasiones hasta diez días. Así era en Ámsterdam, de cuya Academia de verano de Análisis cultural —que albergaba la Universiteit van Amsterdam— fui miembro durante tres años. Al fin de esos tres años, desafortunadamente la Academia de verano fue trasladada a Dresden, Alemania, porque perdimos el funding, y sin guita no pasa nada.
Durante esas conferencias uno se familiariza no solo con la universidad—en donde uno establece un contacto más o menos profundo con la comunidad académica local, sino también con la ciudad, ya que la hospitalidad es una norma del mundo académico. Con frecuencia uno se hospeda en el hogar de otros académicos que viven en la ciudad, o en el peor de los casos acaba en hostales (hostels), donde se encuentra con colegas de otros países que han llegado a la ciudad para la misma conferencia (los hostales más convenientes de cada ciudad son información corriente en el medio académico).
Como huésped de hogares o como pasajero de hostales he hecho amistades entrañables y permanentes durante conferencias: Cornelia, de Berlín; Begum, de Estambul; Robert, de Edimburgo; Gulru, de Ancara; Javier, de León (España); Davide, de Roma. Una vez fui a hablar de teoría feminista a Toronto, Canadá, y me hospedé en el hogar de una pareja argentina. Ellos daban clases en la universidad de Western Ontario mientras hacían sus doctorados en literatura.
Parte de la hospitalidad académica —un rasgo tan natural como inevitable— consiste en “presentarte y mostrarte la ciudad”. Uno sale en grupo con otros participantes de las conferencias, de los cuales se va ‘haciendo amigo’. Rápido se forman barritas de compinches que van a un bar o restaurante de onda, o del que son habitués. Uno va a los museos más interesantes, a los puntos históricos destacables, a los barrios bohemios; se hacen fiestas y reuniones en casa de uno u otro; se bebe y se fuma lo local; se come el plato que constituye la especialidad de alguien que cocina ese día en cierto hogar de la ciudad.
La intensa vida nocturna de Berlín y en Ámsterdam hace que se salga mucho a esas horas, a oír música a beber y a bailar. Llegué a adquirir semejante intimidad con Ámsterdam que mi hijastra, por mi influencia y sugerencias, es hoy en día médica en esa ciudad y ya tiene dos hijos holandeses. Por supuesto que vuelvo a la ciudad de forma regular y paso períodos más o menos extensos allí. Lo mismo puedo decir de la consecuencia de mis estudios e investigación académica en París. Hoy vivo parte del año en esa ciudad.
Volviendo a las conferencias: la relación que éstas generan con las ciudades hace que a pesar de la cortedad de estas estadías se establezca una cierta intimidad incisiva con la ciudad —que es diferente de la que puede establecer el típico turista con su hotel reservado de antemano y sus veloces tours programados.
Entonces uno absorbe la energía de ciertos aspectos únicos de cada ciudad, ya que cada ciudad tiene su propia personalidad, su vibración e intensidad, sean estas de la calidad y cualidad que fueren.
Desde el punto perceptivo de mi naturaleza animal, reconozco las particularidades y diferencias del olor corporal entre cada uno los seres con quienes he logrado un nivel de profunda intimidad. El de las cuatro mujeres con quienes he estado casado, por supuesto. Y el de mis hijos, no hace falta decirlo. De la misma forma sostengo que cada ciudad tiene su propio aroma —uno que yo reconozco de inmediato: ya en el aeropuerto de Ezeiza, siento ese “olor a Buenos Aires” tan singular. Lo mismo me sucede en todas las otras ciudades con las que estoy familiarizado. Además del aroma de nuestra capital, me es familiar el de Río de Janeiro, el de New York, claro, pero también el París y el de Ámsterdam. Conozco estas ciudades lo suficiente como para ‘recordar su perfume’. Conozco el olor de Baradero en todos sus matices; la mezcla de pescado y barro de nuestro río fascinante, el perfume de sus campos en las diferentes estaciones del año, el intenso y omnipresente aroma del “proceso” de Refinerías; el perfume del humo, ceniza y hollín que producían las locomotoras a vapor en el barrio de la estación —principalmente el de la estación ferroviaria misma— de mi infancia. Hay un abanico de aromas arcaicos que me habitan. Todos esos perfumes provocan sensaciones espirituales distintas. Siempre hay incienso encendido cuando estoy en casa disfrutando del momento, oyendo música y leyendo. Existe la aromaterapia como tratamiento holístico del cuerpo y el alma.
Retornando al tema de la comunicación y al lenguaje: Las emociones que genera el habitar una ciudad (por corta que sea esta estadía, como dije) son siempre tan intensas que acaban moldeando en proporción el artefacto sensible-perceptivo de nuestra psiquis; afectando nuestra personalidad y nuestro lenguaje. No sé cómo colocar esto de otra forma. Todas las mencionadas arriba constituyen razones por las cuales no tomo ni puedo tomar decisiones previas con ninguna exactitud sobre el “qué concreto” de un tema, o el “cómo” lo hablaré, si debo hacerlo en público. Sólo sé que tengo un o unos asuntos y textos (en general literatura, cine o eventos culturales o históricos) cuya discusión me lleva a cada lugar. Es mejor, o al menos yo prefiero, tomar las decisiones exactas “in medias res”, o sea ya en medio de los acontecimientos.
Cuando me encontré finalmente en Baradero para hablar en el Centro cultural, no había preparado un ‘menú’ de lo que iría a leer, ni sabía bien de qué iría a hablar. Me acuerdo haber visto algunos textos y fragmentos posibles con mi hermana Pupi, pero al final le dije que no decidiría nada, que prefería llevar a la oficinita del Centro cultural todos los escritos que había traído al país y decidir sobre la marcha.
Entonces, sobre el escenario del Centro Cultural, como consecuencia de esta lista abierta de opciones, tenía, además de Belleza terrible, una carpeta con prosa de ficción y de no ficción. Tenía también algunas de mis poesías.
Ya en ese medioambiente, bajo su influencia y sobre el escenario del Centro Illia, se me ocurrió hablar del exilio voluntario, de la emigración, del éxodo, por lo tanto de la nostalgia. Leí entonces mi poema Saudades (traducible de modo muy burdo a “nostalgia”). A mí lectura de esa poesía la sentí de un modo que no me gustó para nada. Siempre voy a preferir que terceros lean mis poesías por mí, ya que me considero un terrible lector de ese género literario. Soy un declamador PÉSIMO.
No obstante, de modo inesperado para mí, fue suficiente la mera presencia de la gente de mi pueblo para hacer que abriera la noche leyendo esa poesía; y a continuación leyera otro poema, Via Crucis. Puede que haya contribuido a esta decisión mi haber pasado la tarde anterior dando un mini-seminario de poesía para los internos de la Unidad Penal 11. Si es así, no hay duda de que subí al escenario del Illia con la sensibilidad todavía impregnada de lo poético, bajo la influencia de esas horas pasadas junto a los muchachos del penal, discutiendo y disfrutando de esas formas tan líricas de la escritura. Vía Crucis y Saudades habían sido los dos poemas que trabajamos juntos en el seminario en esa casa de detención.
A continuación, el medioambiente del Centro Cultural en el que nos hallábamos juntos —Baradero, con su intensidad y su propia vibración, su personalidad y su perfume— dirigió la charla hacia un terreno ambiguo interesantísimo donde conversamos un poco de todo. De “mi material” esa noche solo surgieron esos dos poemas, el resto fue “nosotros”.
Recuerdo que cuando terminé de leer Via Crucis, me senté al borde del escenario, y —tan deseoso de oír como de hablar dije— ¿Preguntas? Así, el resto de la noche fluyó de una forma tan natural como fluyen las aguas del río Baradero. Charlamos de lo que nos interesaba a todos, en lugar de yo haber hablado de lo que me interesaba.
De literatura expliqué el origen de mi ficción, cuánto el material que utilizo rescata resabios que guardo de mi vida baraderense porque —como ustedes, lectores de BTI ya lo saben— muchos de los personajes de mi ficción son pibes, pibas y hombres y mujeres, de mi infancia en Baradero. Durante nuestra charla identifiqué a algunos personajes de mi ficción con los nombres y apellidos de sus inspiradores (la mención de Clavito Sagasta, no sé por qué, causó una tierna carcajada de reconocimiento).
A partir de las preguntas de la audiencia salieron a la superficie anécdotas de mi vida en Baradero, y de las otras ciudades en las que habité. Revelé mucho de mi vida personal porque el grado de intimidad de ese encuentro así lo requería. Creo que el desnudarse frente al lector debe operar un efecto purificador, catártico, para el escritor. Vemos la revelación de la intimidad en nuestros Cortázar, Sábato, Marechal, Puig, en Aira. Entre los americanos de otros países la necesidad de la revelación íntima se evidencia en Vargas Llosa, en García Márquez; en Rubem Fonseca, en Paulo Lins; en Henry Miller; en Richard Russo; en el gran Philip Roth, que acaba de fallecer este mes.
Las preguntas de la audiencia me llevaron a revelar anéctodas de mis cuatro esposas; de mis divorcios; de mis dos hijos y las contradicciones que mi trashumancia ha originado en mis pibes, por ser ellos descendientes de un padre no sólo excéntrico sino también ‘trans-nacional o pos-nacional’, como identifica la crítica literaria a quienes hemos pasado por el fenómeno que constituye el tema de este texto que ustedes están leyendo. Hablé de la paradoja que representan mis dos críos. Uno de los momentos humorísticos de esa noche en el Centro Cultural lo constituyó mi confesión de que soy un argentino que vive en Estados Unidos y tiene un hijo argentino con alma brasileña que le habla al padre en portugués y una hija brasileña con alma norteamericana que le habla al padre en portugués. No tengo ningún hijo con quien hablar en mi propio idioma.
Alejandro es argentino y porteño, nacido en el Sanatorio Metropolitano, casi en la esquina de las calles Lavalle y Riobamba de Buenos Aires. No obstante, como su infancia fue carioca—se fue de Argentina a los cuatro años para crecer y vivir hasta casi la adolescencia en la Playa de Leblón, de Río de Janeiro— su sensibilidad y cultura fundamental son brasileñas. Aun cuando habla un castellano perfecto, si bien que con el acento no de un argentino, sino del ‘español internacional’, se dirige a mí siempre en portugués. Su lengua ‘familiar’ es la que se habla en Brasil. Tanto es así que si me habla en inglés —y esto lo confesé esa noche en el Centro Illia— sé que viene alguna recriminación. Sé que ‘me va a retar’ por algo. Sucede que como hoy mi hijo es uno de los empresarios más o menos prominentes de Orlando, Florida, se comporta como si él fuera mi padre y yo su hijo.
Mi hija Juliana es brasileña: nació en Río de Janeiro y vivió hasta los diez años en la misma playa de Leblón. Por ese fenómeno de sincronismo que noto en mi vida, Juliana decidió (fue de parto natural) llegar al mundo una mañana de sol de un nueve de julio. Que me haya dado el regalo de su existencia en el Día de la independencia de mi país fue lo que me llevó a llamarla Juliana, por ese obsequio que me hizo en el mes de julio. No obstante, de la misma manera como la cultura y la sensibilidad de Alejandro son para siempre brasileñas; la cultura y la sensibilidad de Juliana son y serán para siempre estadounidenses: Juliana me habla exclusivamente en inglés, y el portugués sólo aparece de modo accidental si nos referimos a algo de Brasil, cuya expresión o descripción sea imposible expresar con la misma claridad en otro idioma, o entonces cuando habla con gente de Brasil o Portugal. En castellano se recusa a hablar a no ser por necesidad, porque lo habla con un fuerte acento extranjero (aun cuando fue a estudiar a Madrid, a la Universidad Complutense, justamente para mejorar su español). Juliana es una eficiente profesional que, a pesar haber sido formada en ciencias políticas por Stetson University, ha pasado su vida laboral gerenciando en la industria automovilística —para General Motors; Chrysler y Mazda, y en la industria química para la holandesa Tencate y para Benjamin Moore. No obstante, balancea este mundo corporativo con el pensamiento mágico que constituye la arquitectura psicológico-emocional brasileña. En ese sentido espiritual, ella se ha mantenido brasileña. Yo no sé cómo lo hace.
Cuando era pequeña, Juliana creía en la existencia de los ángeles. Hoy está convencida —sin duda alguna y sin necesidad de fe religiosa, ya que lo sagrado existe en ella con tanta naturalidad como sus ojos y su boca— de la existencia del más allá, de la vida eterna, y de la precisión de ciertos presagios e intuiciones. Ayer mismo me decía sobre su firme convicción de que su abuela brasileña (fallecida) tiene superpoderes. Doña Rosa, que era carioca como mi hija [es decir, nacida en Río de Janeiro], está siempre a su lado. Juliana no duda en absoluto la presencia espiritual constante de esa mujer junto a ella. De la misma forma siente la presencia espiritual de su madrina, Lourdes, otra carioca también fallecida, hermana de su abuela. A pesar de haber pasado su vida viajando, Lourdes mantenía un hogar en New York y así Juliana se acercó mucho a ella durante los últimos años de la vida de la anciana. Con respecto a mi propio pensamiento mágico: Juliana es mi ángel viviente.
Debo acotar que al hablar de estas singularidades— su vibración me abre el alma. Así enternecido, cuando decido regresar al tema del lenguaje, de modo natural me viene a la memoria este último episodio:
Estaba en una relación moribunda, ya en estado de coma; no demoraría mucho tiempo más y fallecería de modo inevitable. Por alguna razón que no recuerdo pero relacionada con esa agonía, había regresado por unas semanas de Río de Janeiro a Baradero.
Salía con mi barra de amigos a los bares y de allí al boliche del “ruido” local. La previa aún no tenía nombre durante aquellos años. Una vez más en mi pueblo después de casi una década de ausencia, me sentía dislocado, “extranjero”. Porque he vivido esa experiencia, hoy les advierto a mis nuevos alumnos —“frescos” en la New York University— que el vocablo griego nostos, cuyo significado en el contexto de la Odisea significa “la vuelta al hogar”, representa en realidad una utopía, un imposible.
Una vez que se emprende el viaje, rápido la localidad se fija en el espacio memorioso del pasado. Se archiva, solidifica; se fosiliza, como si la partida fuese en sí misma un punto de no retorno. Por eso Homero finaliza la Odisea en el momento mismo en que Odiseo/Ulises acaba de arribar de regreso a Ithaca. El épico entero es una descripción de las dificultades y peripecias del retorno; pero la narración del “ya en casa”; no existe. Tal vez el mítico poeta ciego no haya podido imaginar los acontecimientos de ese retorno, o de su imposibilidad, porque Homero habría sido él mismo un rapsoda itinerante, un viajero. Puede que el retorno de Odiseo haya sido breve, tan solo un pasaje rápido por Ithaca, el preludio de un nuevo viaje: no haya querido quedarse, confirmando así la imposibilidad del nostos. Sea lo qué o cómo fuera, Homero evitó o no pudo narrarlo. La ‘vuelta al hogar’, como permanencia, no existe en el primer poema épico de occidente (en realidad, el segundo, si consideramos al díptico homérico la Ilíada y la Odisea dos trabajos separados).
En el exterior el ser se modifica, en consecuencia el discurso personal también se hace distinto, desenganchado de las expresiones, lunfardos y temas locales. Bien, y así, lo escribe Federico Jeanmaire en La Patria — es por eso que su protagonista abandona Europa y regresa presuroso a Argentina, antes de que la imposibilidad del idioma se instale en su boca. Antes de que el nostos se convierta en ese imposible que pareciera definirlo por paradoja.
La ausencia castiga al lenguaje, despoja al ausente de su naturalidad idiomática; la articulación oral de aquel que se ha ausentado cambia porque no sólo su lengua, sino también las imágenes y la realidad del universo que la informan, allá lejos son otras: Odiseo encuentra a los Cíclopes, a los comedores de loto, a los caníbales Lestrigones; a las brujas-magas Circe y Calipso; a la hermosísima princesa Nausicaä, que lo acoge y reconforta. El mundo exterior es inesperado, inimaginable, impensable. Nuestra intimidad con el mismo nos modifica para siempre. Nos transforma en otros.
Pero en esos breves días de mi retorno al pueblo, con la barra nos esforzábamos para estar una vez más como antiguamente. Para tratar de recobrar juntos el hogar ancestral que yo había abandonado.
Uno de mis amigos, paseando en auto un sábado a la tarde, me señaló una chica delgada pero de formas esculturales. Llevaba una blusa blanca simple y sin detalles. Bajaban de esa blusa, calzadas en zapatos de tacos bastante altos, dos largas piernas cubiertas por un par de pantalones negros. Fue allí cuando la vi por primera vez, de espaldas porque ella entraba en ese momento a un bar de la esquina de la plaza. No vi su rostro, pero su cabello, un pelo largo azabache brillante, semi-ondulado y salvaje, era aún más negro que la tela que se adhería a la perfección de sus glúteos. Nuestro coche continuó su marcha y ella desapareció en el interior del bar. Mi amigo me confesó allí mismo que para él, esa era la mujer más hermosa del pueblo. Me informó además que ella acababa apenas de alcanzar la mayoría de edad y que estudiaba la institución terciaria local.
La volvimos a encontrar esa noche misma, en un boliche ubicado en una estratégica cuadra muy oscura, no lejos de la plaza Mitre, tal vez en la calle Laprida. Para entrar, se debía hacer una especie de “L” por un porche o zaguán que desembocaba en el interior de la boite. Creo que era la primera noche de mi retorno. Escribo noche en itálicas cursivas porque —si mi memoria es certera— esta era mi primera noche literal y mi primera salida hacia la noche del pueblo.
Terminamos de caminar los pocos pasos de la L y me hallé en un lugar atestado. La noche local, hervía. Ésta era la costumbre en esa época y en este pueblo. Se iba al lugar adonde todos iban. El boliche de moda, sea cual fuere de acuerdo al momento, estaba siempre tan lleno de juventud que para poder alzar el vaso de whisky era necesario apartarse un poco de la persona con quien conversaba. Así la multitud se comprimía dentro los boliches.
El lugar estaba apenas iluminado y el humo de tabaco se esparcía por todo el ambiente como la niebla se disemina sobre nuestros campos al amanecer. Casi todo el mundo tenía un cigarrillo en una mano y una copa en la otra. Para conversar había que gritar al oído del interlocutor, ya que una canción de los Bee Gees —la banda “disco” de ese momento— atronaba el espacio y se superponía a nuestras voces.
Fuimos hacia la barra donde, con un Marlboro humeando entre sus labios —no por pura coincidencia, porque todo allí sucedía por alguna razón— se hallaba la chica que habíamos visto esa tarde. Mi amigo me la presentó, pero ella dijo que ya me conocía de vista y por referencias. Agregó, para esclarecérmelo por completo, que nunca habíamos hablado porque cuando yo vivía en el pueblo ella todavía era tan sólo una niña pequeña.
Era casi tan alta —o tan alta— como yo. Su nariz recta, fina y algo prominente sugería una personalidad al mismo tiempo elegante y autoritaria. No obstante, desmentían esa rigidez un par de ojos verdes cuyo brillo denotaba para mí una dulzura tan intensa como el néctar de las flores que se abrían en la plaza en esa primavera. Mientras la muchacha parloteaba, me era difícil prestar atención al contenido de su conversación porque yo estaba concentrado en “la forma” y los elementos de su habla. Era fascinante todo el argot joven que ella me ofrecía, ese que yo me había perdido mientras se desarrollaba ese nuevo idioma argentino. El habla argentina es un ser vivo exclusivo y palpitante que evoluciona sin cesar, y que había estado haciéndolo —evolucionando, cambiando— mientras yo, ausente y por lo tanto sordo e ignorante de ese proceso, hablaba y oía el portugués, durante toda esa década en Brasil. Los giros, las texturas, tonos y colores de ese lenguaje local y argentino que esta niña utilizaba de modo natural y automático, eran para mí totalmente nuevos, por lo tanto desconocidos.
Ella continuó hablando. Lo hacia sin sin cesar y sin quitarse el cigarrillo de la boca. Para sostener allí el cilindro de papel y tabaco mientras conversaba, mantenía apretada con suavidad la comisura derecha de sus labios finos pero carnosos. Esto le confería un aire de sarcasmo, misterio y sensualidad. Frente a mis ojos se hallaba la mujer que me reintroducía a mi tierra por medio de su fascinante uso de la lengua local. Por la generosidad de su habla, ella constituía una anfitriona de una calidad y destreza excelentes; la imaginé una versión baraderense de la misteriosa y sensual princesa del pueblo feacio (Phaeacian) de la Odisea, Nausicaä.
Unos días después, cuando al fin Nausicaä visitó mi hogar temporario de Baradero —porque me había dicho que le encantaban las flores— fui al campo a recoger flores y las cargué en el Taunus de mi viejo, llenando por completo con ellas todos los asientos y el baúl del auto. Entonces tomé prestados todos los jarros y jarras de porcelana, cristal y plata de la joyería y los distribuí por la casa con toda esa vegetación. Transformé el lugar en una selva florida para recibir a la princesa. Me esforzaba por ser también un anfitrión tan excelente como ella. Nausicaä me había brindado nuevas palabras; carente de su novel lenguaje, yo le ofrecería flores frescas.
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Ilustración: la Biblioteca de Elmsford.
Elmsford, New York. Sábado 16 de junio de 2018
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