Las últimas hebras del atardecer /
deshilachan lenguas de fuego en un cielo sin fin.
Los techos de chapa /
crujen el postrero calor de la tarde y aflojan los clavos.
El cieguito Amartino /
de sombrero impecable demora la ochava de Farmacia Italiana.
La palmera en la plaza /
abandona el dátil maduro que bendice los pastos.
La arcaica huella violácea de un jacarandá de noviembre /
subsiste terca en las ocres baldosas.
El perezoso triciclo de Caíto /
por el Boulevard de los Proyectiles de Brown pedalea una última entrega.
El par de abanicos líquidos del regador /
le roba el perfume a la tierra mojada.
Las juntas de alquitrán del asfalto /
se enfrían al cierre de la tarde melosa.
El bastón de rústico palo de Maceta /
por las calles del pueblo renguea la arqueológica pierna vendada.
La Voz de los Barrios /
resonga el remate del fin de semana mientras dobla la esquina del Quiosco de Skiba.
La sombra en las mesas de afuera de Marconi, de Viale, del Hotel y La Suiza /
acoge el Pineral con Coca-Cola, limón y cubitos en un vaso empañado de hielo.
El José que desafina Nostalgias /
atesora medio tubo de tinto en el bolsillo del saco.
La doctoral capa negra del aterciopelado Patilla /
espanta el polvo a su paso, y a los pibes que huyen.
La perezosa persiana de la tienda La Flor del Día /
por el gancho de Jaime en las manos de Alberto ahora arría su queja metálica.
La bocanada final del tabaco pendenciero de un pucho negro de quince /
pita el mítico Mili Genoud.
El pálido brillo amarillo en los cables /
balancean ya las tres luces de cada cuadra oscura del pueblo.
Y así fallece la tarde.
Hugo Pezzini
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New York, 6 de junio de 2015
Fotografía: Baradero, aproximadamente en la década de los años 1950.
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