Es sábado a la tarde en Baradero. Las chicas más organizadas han reservado turno esta mañana o ayer. Las más anales (aunque estos clichés psicoanalíticos aún ni se balbuceen a mediados de la década del sesenta, que es cuando esto sucede) garantizaron su turno ya desde el jueves.
Cuando llega este día, las féminas púberes se (des)organizan en una correría para —impasibles y de revista en mano— inmovilizarse en las sillas y sillones de alguna de las varias peluquerías del pueblo a las que van de modo regular y constante (todavía no se dice “voy a mi coiffeur” ni “voy a mi coiffeuse” —aunque, en este aguafuerte sabatino, usaré estos términos, talvez hasta de modo repetitivo). De forma fundamental, en estos recintos, interactúan entre ellas la excitación y el nerviosismo de otro sábado de asalto.
Las pibas que no han podido reservar turno con antelación —las que se hallan “en lista de espera”— aguardan ansiosas mientras una chica acaba de atenderse y a continuación se sienta la del “turno siguiente”.
Siempre existe la posibilidad de una “ventana” proverbial que pudiera abrirse debido a una cancelación telefónica de último momento: “Al final no voy al asalto; Mingo: Me voy a bailar a La Cucaracha de San Pedro, ‘así nomás como estoy’ . . . ”
Mientras tanto, las niñas parlotean sus planes sobre corte, peinado, atuendo y maquillaje; susurran chismes y revelan novedades colegiales o cotidianas. Puede que alguna musite un secreto de gravedad relativa —éste, en algunos casos extremos bien pudiera hasta involucrar a la partera local de turno—, al pie íntimo de un oído confiable, que tal vez acabe por defraudarla.
Sin embargo, en la peluquería siempre existe también la chance del inesperado turno extra, que puede surgir cuando se presenta el caso de una chica necesitada de atención rápida y breve. Esa podría ser, digamos, Carol Líster, una beldad absoluta cuyos cabellos requieren un trabajo tan simple que podría haber sido logrado por manos propias, en casa y sin mucho esfuerzo —pero Carol jamás se perdería la oportunidad de los preciosos minutos compartidos jaraneando en ese club exclusivo de las chicas: el salón de belleza es el opuesto exacto del Club de Tobi.
Dotada de un sedosa cabellera color rubio-ceniza de buen cuerpo y absolutamente lacia, Carol tan sólo demanda un champú con apenas una gota de crema de enjuague y secado a puro cepillo, sin modelado alguno. Mingo —sus ojos delineados de forma impecable y sus largas pestañas enfatizadas por un rímel cobrizo; el cabello graso estilizado de modo tal que cita un tácito Beatles; un sweater de hilo azul marino unos cinco talles más grandes que su tamaño, blue jeans Lee de roquero, ajustadísimos, y botas de cuero negro de caña baja (también Beatles)— tira de los mechones de Carol con un cepillo circular voluminoso. Vigoroso, ejecutivo y autoritario, Mingo trabaja rápido —de cabeza arrojada hacia atrás, como apreciando su propia obra— con una elegancia exhibicionista, explícita y sarcástica; esa actitud casi rayana en la irritación permanente que caracteriza a cualquier Diva descollante. Cosas de coiffeur. Ahí sí: Mingo es al mismo tiempo clásico y futurista.
Este proceso de cuidar de un cabello perfecto consume mucho menos tiempo de lo ‘normal’, tanto así que a veces Pateco Genoud espera a su novia, Carol, estacionado frente a la entrada de la peluquería y escuchando un partido de fútbol en el Rambler, durante el proceso completo de interacción entre la hermosa adolescente y el peluquero. Unos largos pero pocos minutos más tarde, Mingo la expulsará del sillón:
“¡Bueno, ya basta! Es suficiente. Andate a la calle. . . ¡Bella!”.
Para la muchachada local de esta generación, Carol es el objeto de un deseo absoluto —la belleza perfecta e inaccesible encarnada en mujer. Es tan mítica su reputación que hasta se le han adjudicado una condición trágico-arquetípica clásica, como si fuera una Julieta shakespeareana o una Beatrice dantesca. La narrativa mágica dice que lleva en su cuerpo algún designio intrínseco secreto e indescriptible que le arrebatará la vida cuando se cumplan las dos décadas exactas. Nos fascina.
Pero, en el lejano Sur argentino, Carol continúa viva hasta hoy, probando así que los designios mortales que le atribuyen tal efimeridad congénita pre-programada a esta hermosa niña son falsos. Su obsolescencia y expiración son imprevisibles y no se diferencian en nada de las de todas las otras chicas del pueblo —la condición trágica atribuida a Carol Lister —una frágil y perecible extensión de su existencia temporal, su breve pasaje por la Tierra— es lo que es: tan sólo un mito que realza y magnifica a la sensual adolescente hasta una dimensión todavía aún (valga la redundancia) más deslumbrante.
Lo opuesto a la velocísima performance profesional de Mingo en la cabellera de Carol lo constituye el arribo de alguna clienta especial. En general es una matrona entrada en años, esposa de algún chacarero o comerciante de alcurnia. En cualquier salón, esta mujer demanda la atención total y demorada del coiffeur o la coiffeuse chef —tal vez una larga hora íntegra, o aún más; un período de tiempo dividido en dos secciones por el secado, durante el cual la doña —durmiéndose con la Para ti en la falda— cocina lentamente su cerebro con la cabeza embutida dentro de uno de los masivos secadores de pie que, en el caso de las instalaciones de Mingo, se alinean en la pared del fondo, lejos de los espejos, a la derecha de la cortina que oculta el pasillo que lleva al baño y a las habitaciones del hogar del peluquero.
A salón revuelto, ganancia de adolescentes. Si la doña acapara la atención y el tiempo central de ese espacio y su propietario, las varias asistentes entonces serán escaladas al nivel de estilistas. De esas habitaciones posteriores de la vivienda de Mingo como de la nada se prontifican tantas asistentes como sillones haya disponibles.
Si las niñas nóveles de la lista de espera no albergan escrúpulos con respecto a lo inesperado ni hallan inconveniente el riesgo que implica ocupar esos asientos, en vez de Mingo, las atenderán sus asistentes. Así, a estas iniciantes en la profesión les cae en las manos de modo literal la oportunidad de usar sus habilidades, en general con resultados más que aceptables —a veces, sorprendentes.
Estas aspirantes a peluqueras en general son pibas desprejuiciadas, aventureras sin experiencia previa y por eso mismo de gustos no-ortodoxos. Es en medio del humo de cigarrillo, el parloteo, las risas y la música altísima de Sandro, Palito o Violeta Rivas que las asistentes aplican teñidos potentísimos. Estos resultarán en tonos indefinidos, tornasolados irregulares y degradé. Los cabellos permanecerán impregnados de un olor a tintura tan penetrante que a la noche, antes de salir, la chica teñida y peinada por alguna de ellas será obligada a intentar —de modo infructuoso— extinguir ese pestilente residuo por medio de la aplicación de generosas salpicadas de Miss Dior sobre su nuca y cabello.
Pero, finalizado el teñido, el paso siguiente de la asistente es someter ese pelo a su sentido estético personal del corte. Serán trabajos radicales, asimétricos, geométricos; demasiado cortos, demasiado irregulares, demasiado arriesgados. Por último, las empleadas realizarán sus cepillados, modelados y estilizados —siempre excesivos o deficientes con respecto al padrón de lo considerado ‘normal’. Peinados insólitos: la Avant-garde del salón.
Siempre ha existido en el pueblo una o un artista que se adueña del cetro estilístico local y por un tiempo lo enarbola. Por medio de la publicidad más efectiva —de boca en boca:
“¿Ya te cortaste con Nelba? Esta noche, cuando nos encontremos en lo de Vega, fíjate lo que le hizo a Analía”
Puede que debido a estos accidentes oportunos o logros intencionales alguna aspirante a peluquera acabe lanzando a la calle estilos personales que impongan una moda local. Es así como Nace una estrella.
También el salto a la fama puede depender del poder seductor de las asistentes más audaces, esas que por su simpatía desenfrenada y su sentido de proximidad íntima ilimitada se apoderen del afecto del coiffeur chef y este acabe otorgándoles libertad creativa absoluta. Mirándola por el espejo y casi en un susurro conspiratorio, le dice Mingo a su asistente más confiable:
“A Marilú hacele lo que se te antoje“.
Es por eso que estos sábados de asaltos brindan la oportunidad de que por fuerza de las circunstancias alguna asistente prodigio halle sus ‘quince minutos warholianos’ y salte al estrellato, convirtiéndose en solista.
Si han sido invitadas a un asalto, para estas adolescentes ese sábado deviene aquel en el cual deben salir con sus mejores peinados y vestidas con sus atuendos más exquisitos. En consecuencia, al atardecer emerge de los salones de belleza una arquitectura capilar definida, de construcciones bien armadas y de volumen considerable; creada a batido enérgico y terminada en puntas inamovibles rígidas, situadas allí de forma definitiva a fuerza de sprays en aerosol. Esta novedad tecnológica permite detalles que habrían sido imposibles de lograr antes de la aparición de dicho producto químico.
Mechas paralizadas en ciertos espacios de la frente —flequillos de puntas irregulares, o entonces tan exactos como si hubieran sido trazados a regla y transportador. Algunos detalles se ubican delante de las orejas, delineando el rostro, separando sienes de pómulos; son patillas curvas que parecen apuntar hacia los labios sensuales color carmín. O entonces el elaborado trabajo del estilista se concentra en la nuca. Las puntas entonces se volverán hacia adentro, permitiendo que se destaque la desnuda esbeltez de un cuello en libertad, que tanto será apreciado —tal vez su perfume sea aspirado y su piel acariciada y besada— a la noche, en la pista de baile o en alguno de los sofás que han sido apoyados de modo estratégico contra la pared de la zona más oscura del living de la casa donde acontece el asalto.
Estas creaciones en las cabelleras de las chicas se extienden a lo largo de toda la gama estética. La serie se inicia en los peinados considerados de ‘buen gusto’. No obstante, lo que se considera el gusto de la década hace que estos diseños sean comparables a elaborados cakes: pasteles o tortas plantadas sobre los cráneos femeninos con la firmeza de cascos de motociclistas.
Los esfuerzos continuos y conscientes de las niñas puede que mantengan los peinados hasta el final de la fiesta de acuerdo a su concepción original. Ellas soportan estas construcciones sobre sus cabezas porque están dotadas de modo innato y atávico del estoicismo con respecto a los designios de la moda que la mujer ha ido desarrollando a lo largo de la historia: miriñaques o corsets, bustiers y fajas, medias, ligas, portaligas y tacos altos aguja, y ahora los peinados batidos y fijados con sprays en aerosol. El feminismo liberador habita en una casa del futuro.
El extremo opuesto de esa belleza conceptual general que domina la escena del asalto lo exhibe la segunda extrema avant-garde. Es aquella nacida de la inspiración de un “manos a la obra radical”. Segregadas por decisión propia a algún espacio especial del recinto de la fiesta, las adolescentes que pertenecen a esta ‘escuela estética’ se hacen conspicuas debido a la no-convencionalidad anárquica y manifiesta de sus decisiones visuales: el look transgresivo de las rebeldes se apropia y entroniza la belleza alternativa del mal gusto intencional. Estas chicas enarbolan estilos que en esa misma década algún analista cultural identificará como el kitsch.
Manos a la obra radical porque estas construcciones coiffeurísticas son caseras y auto-infligidas, o entonces fabricadas por revolucionarias asistentes ignotas y anónimas. Son auténticas invenciones, elaboradas a partir de tocas, ruleros, invisibles, broches-piraña; batidos, planchados, cepillados, secadores de mano, y los benditos sprays fijadores en aerosol, siempre —y en algunos casos extremos, apliques o extensiones, o entonces gominas, brillantinas masculinas robadas a padres, hermanos, primos, amigos, vecinos, novios o amantes. Vale todo.
Los rincones de las desprejuiciadas se destacan del resto por sus torres de Babel, sus bichos canastos, sus peinados huevudos —hubo una compañera de escuela, de controvertida popularidad, Elba, apodada La Guevuda debido a ese, el estilo de su peinado. Es de estas cabelleras arrojadas y ultrajantes que se apropiarán en el futuro las cantantes de la banda B 52’s —y en tiempos muy recientes, la trágica Amy Winehouse.
Algunas chicas de la misma barra excepcional adoptan un look opuesto pero igualmente radical: brillosos peinados à la garçonne —cabellos cortados cortos, masculinizantes (hoy, andróginos) alisados y estirados a la brillantina, a la gomina o hasta a la pastilla de jabón; el gel (por gelatin, gelatina) sólo se inventará varias décadas después.
El atuendo para el asalto consiste de vestidos cuyas telas van desde el tul, la seda, el satén y el raso hasta el encaje y la puntilla; el brodérie y el piqué. Siempre en tonos pastel, modelos de caída ajustada a la cintura —sobre corpiños bien armados y terminados en punta —y faldas (polleras, para nosotros. ¡Qué palabra más horrible! ¿Adónde diablos se les han ido los pollos?) que entuban hacia las rodillas, el ruedo exactamente arriba de las mismas, pero tocando su circunferencia. No obstante, este severo largo-corto que se extingue al fin de los muslos anuncia la proximidad inminente de la minifalda de Mary Quant, esa que hará estallar por todo occidente la Swinging London Fashion.
Pero en el rincón de la barra rebelde, imperan los colores chillones y vestidos asimétricos. Alguna kamikaze lleva un modelo con una abertura profunda que escala por el muslo hasta regiones donde se guardan tesoros que pocos muchachos han visto. Estos son los atuendos cuyas portadoras están coronadas por los bichos canastos, las torres de Babel y los batidos huevudos mencionados, mientras que las vestimentas pastel del costado y estilo opuesto, siempre culminan en pasteles y tortas capilares delicadas y armónicas.
No obstante, la consistencia visual a lo largo de todo el asalto, de comienzo a fin, dependerá en gran parte de la intensidad de la danza, de la temperatura externa del local e interna de la niña, del consumo de alcohol que sugiera y permita la noche, y de las solicitaciones íntimas del ocasional o acostumbrado compañero de baile.
Después de algo de Ray Conniff, el tocadiscos ahora toca solamente boleros. Tito Rodríguez, Eydie Gorme y el Trio Los Panchos, Antonio Prieto, y también algo de Pat Boone, Neil Sedaka y Paul Anka. Unos pocos años más tarde quienes articularán evocaciones orgásmicas con sus voces serán Matt Monro, Demi Roussos, Armando Manzanero.
Ha llegado la alta noche del asalto: el muchachito vive un trance casi sobrenatural causado por el contacto de su rostro y de su cuerpo con los de la chica con quien baila. Percibe en la piel el calor ruboroso de la niña agitada —su transpiración pegajosa se adhiere a la mejilla del muchacho porque esa humedad está impregnada de la cola adhesiva del spray fijador, que ahora el sudor de la muchachita ha disuelto.
Este contacto transporta al chico a espacios sensoriales hasta entonces desconocidos y jamás imaginados. La experiencia es táctil y olfativa. La fragancia que crea la mixtura de esa transpiración femenina con el spray fijador y los restos de Miss Dior lo excita a un punto tal que le hace comprender que ha llegado el momento de una decisión ineludible: ¿le comunicará a ella este sentimiento que lo invade y domina por medio del incremento de su contacto físico contra la zona pélvica de la niña o lo ocultará apartando del regazo femenino su propia pelvis erecta?
Así se articula el lenguaje visual y se dirime el conflicto emocional de la época durante la cual arrojamos nuestra virginidad al cajón de los recuerdos.
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El Mono Pezzini a los dieciocho años de edad, en la foto de la Libreta de enrolamiento.
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Pleasantville, New York. Sábado 20 de enero de 2018
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